Pedro no pudo siquiera negarlo. Porque sí había cambiado. Desde que la vió por primera vez en el lago de Andorra, supo que pasaría. Había empezado mucho antes de las pesadillas que lo habían devuelto a los recuerdos largamente enterrados, sin querer sentir el dolor, la devastación, la pérdida… La pérdida que temía volver a sufrir si Paula o su hijo… No era capaz ni de pensarlo. Ella era quien le había hecho anhelar más, desear ser más. Pero era demasiado. Y la bestia de su interior se revelaba.
–Y hasta que no estés preparado para ser el hombre que yo sé que puedes ser, no quiero verte. No quiero tenerte cerca. Tendrás acceso a tu hijo siempre que quieras. Pero quiero que tengas algo claro: En lo que a él respecta, no habrá causas de fuerza mayor. Estará allí en cada cumpleaños, cada Navidad, cada celebración, ya sea un examen de música, de la escuela o para la licencia de conducir.
Paula estaba pintando una imagen del futuro que él se estaba negando a sí mismo. Y eso le dolía.
–Ni causas de fuerza mayor, ni tres oportunidades. Si fallas la primera, saldrás de su vida para siempre. ¿Entendido? Porque lo que he aprendido de mi infancia y del tiempo que he estado contigo es que mi hijo no sufrirá ninguna ausencia ni física ni emocional.
Mi hijo. Lo estaba apartando de su vida, tal y como él había querido cuando volvía hacia casa y después de que Paula le hubiera dado el regalo. Al principio fue porque pensaba que estarían mejor sin él. ¿Ahora? Sencillamente, no podía imaginarse cómo podría vivir con ellos. Con ellos y con el miedo constante a perderlos en cualquier momento. Así que sí, necesitaba que Paula se fuera.
–Mi hijo crecerá sintiéndose querido y apoyado por su familia. Sabrá que, pase lo que pase, él es la prioridad. Y lo sabrá porque yo daré ejemplo de ello. Por mucho que te quiera, Pedro, y te quiero de verdad, voy a ponernos primero al niño y a mí. Pero tú tienes que enfrentarte a esto. No puedes vivir en la sombra de la reputación que te has labrado como bestia. No puedes dejar que eso gobierne tu vida.
Paula pasó por delante de él con la cabeza bien alta, tan hermosa que le dolió el corazón. Pero sabía que lo mejor era que Paula Chaves, la mujer que amaba tanto que no podía soportarlo, saliera de su vida.
"No puedes dejar que eso gobierne tu vida". Las palabras de despedida de Paula habían rebotado por los muros de su hacienda y se habían apoderado de su mente durante horas e incluso días después de su partida. No contestaba a sus llamadas ni a sus correos. Pedro no había vuelto a la oficina desde aquella noche. Lo cierto era que las palabras de ella lo perseguían. En los años posteriores al incendio, creyó que, a su manera, había lidiado con lo sucedido aquella noche. Pero ahora Paula había arrojado luz sobre sus dolores más oscuros y profundos, abriendo una puerta que ahora dejaba entrar todo. Al principio le había acobardado la pérdida, una pérdida tan fresca como fue todos aquellos años atrás. Pero cuando pasó la primera oleada de recuerdos de aquella noche, surgieron otros. Unas vacaciones que pasaron en Antigua, los colores siempre brillantes con los que vestía su madre, la manera en que su padre bromeaba con ella por los pendientes tan originales que escogía. Y le dolió.
Una semana después de que Paula se hubiera marchado, Pedro llamó a Sergio, que apareció en su casa en cuestión de horas. La preocupación y el dolor compartido que vió en sus facciones fueron casi un bálsamo para las heridas de Pedro. Había bombardeado a su más antiguo amigo con preguntas sobre cómo se conocieron sus padres, cómo eran, cosas que tal vez habría sabido con el tiempo si hubiera contado con el lujo de tenerlo. Hablaron durante horas, y disfrutó de todo lo que nunca antes había querido saber. Hasta que finalmente sacó el tema de aquella noche. Abrió el grifo para que alguien que no fuera Paula viera su vergüenza y su culpa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario