–No lo sabía –le había dicho Sergio–. En caso contrario… Pedro, ¿Por qué no me contaste que te sentías así?
–¿Admitir que fue culpa mía?
–Pero no lo fue –le había asegurado su amigo–. ¿Recuerdas cómo empezó el fuego, Pedro?
Él frunció el ceño, se sabía de memoria el informe de los bomberos. Durante una época lo escudriñó como si pudiera encontrar en él alguna respuesta.
–Un fallo eléctrico.
–¿Dónde? ¿Dónde se inició el fuego?
–En la segunda planta.
–¿Y tú dónde estabas?
–Abajo, en el salón…
Sergio alzó la vista y lo miró a los ojos.
–El incendio no fue culpa tuya, Pedro, y si hubieras estado en la cama aquella noche y no más abajo… Entonces habrías sido una de las primeras víctimas. Tu padre no perdió ningún tiempo valioso, y aunque hubiera sido así, lo habría hecho porque te quería y deseaba que vivieras. Si regresó a las llamas a por tu madre era porque quería lo mismo para ella. Tu padre podría haber sobrevivido, pero el hombre que tuve la suerte de llamar mi mejor amigo no se habría perdonado a sí mismo si no lo hubiera intentado.
«Deseaba que vivieras. No se habría perdonado a sí mismo si no lo hubiera intentado».
Mucho después de que Sergio se hubiera marchado, Pedro se quedó sentado, mirando sin ver el lago Lucerna. Le había impactado el darse cuenta de que no estaba viviendo. Que no lo había intentado. Paula tenía razón. Había alimentado su dolor, aquellos preciosos, dolorosos pero también amorosos recuerdos de sus padres como si tuvieran un periodo de caducidad antes de desaparecer de su mente. Pero cuanto más pensaba, más recordaba. Y más se daba cuenta de que había cometido un terrible error al apartarla de su vida.
Casi un mes más tarde, Pedro salió de la limusina que estaba estacionada en el exterior de una casa de Siena y llamó a la puerta, preparándose para lo que iba a pasar. Se abrió, y Gonzalo Chaves le miró y le dió un puñetazo. Lo cierto era que él lo estaba viendo venir de lejos, pero lo recibió sintiendo que en cierto modo se lo merecía. Se cubrió la mandíbula, frotándose la parte dolorida.
–Un amigo te diría que usaras palabras –le dijo a Pedro.
–¿Sí? Bueno, yo soy más de acción. Te lo advertí. Maldita sea, te lo advertí…
–Lo sé. Tenías razón. Merecía esto y mucho más.
Pedro lo miró un instante antes de dar un paso atrás para dejarlo pasar hacia el oscuro vestíbulo de la hacienda que Pedro había visitado la última vez con Paula. Fue entonces cuando se fijó en el vaso medio vacío de whisky y la botella vacía sobre la mesa. Gonzalo se había detenido en medio de la sala y miraba el retrato situado encima de la enorme chimenea. Fue entonces cuando Pedro miró el cuadro realmente.
–Un momento. ¿Es…?
–Sí.
Pedro estaba impresionado por la imagen de la mujer que lo miraba fijamente. El cuadro estaba firmado por uno de los pintores europeos más importantes de la época.
–Dios mío, ¿Es…?
–Nuestra madre. El parecido es asombroso, ¿No crees?
Pedro decidió no responder. De pronto se había dado cuenta de lo duro que debió ser para el padre de Paula ver el rostro de su esposa en su hija. Y también fue consciente de lo difícil que debió ser para ella.
–Este cuadro debe valer al menos cien millones.
–Tú no eres el único multimillonario de la sala, Alfonso.
–¿Lo compraste?
Una pausa cargada de significado inundó el aire antes de que Gonzalo admitiera a regañadientes que se trataba de una larga historia. Pedro lo miró de reojo.
–¿Estás bien? –le preguntó con preocupación genuina.
–No creo que hayas venido hasta aquí para hablar de mí y de mis sentimientos, ¿Verdad, Alfonso?
–No, pero…
–No –lo interrumpió Gonzalo alzando la mano para desviar la conversación.
Pedro suspiró.
–¿Sabes dónde está?
–Sí.
–¿Me lo vas a decir?
–Solo si me das una buena razón –respondió el otro hombre clavando en él una mirada feroz.
–La amo –se limitó a decir Pedro.
Dejó que la verdad brillara a través de sus palabras y llenara la oscuridad de la estancia. En las últimas semanas había invertido muchas horas pensando en sus sentimientos, sus miedos y las partes más oscuras de su ser. Lamentaba cada segundo que no había permitido que Paula lo ayudara en aquel sentido, pero sabía que en realidad era mejor y más sano que se hubiera dado cuenta por sí mismo.
–Tal vez sea cierto. Tal vez incluso yo te crea. Pero eso no significa que te vaya a dar lo que quieres.
Pedro no podía culparlo por ello. Le llevó casi una hora convencer a Gonzalo de que le revelara dónde estaba Paula. Cuando regresó al coche, sacó el móvil y le pidió a su asistente que buscara el número de Ignacio Tersi. La conversación fue breve y directa, y apartó a un lado su preocupación por el hermano de Paula cuando Ignacio prometió ir a Siena en cuanto le fuera humanamente posible. Entonces, centrado únicamente en Paula, arrancó el coche y apretó el acelerador.
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