–Es que no tengo ropa adecuada para una fiesta.
–Ah, claro –dijo él, pensativo–. Supongo que no la necesitabas en Caltarina.
–No, y no tengo tiempo de hacerme algo nuevo.
–Bueno, no hay problema. Te compraré lo que necesites.
–No pretendía sacarte nada, Pedro. Además, no quiero que te gastes más dinero conmigo. Ya has sido bastante generoso.
–Te compraré un vestido –insistió él, tajante–. Tú no te lo puedes permitir, y yo puedo de sobra. Pero, si te sientes mejor, añádelo a lo que dices que me vas a devolver.
–¡Lo digo porque es cierto! Te devolveré hasta el último céntimo.
Pedro sonrió, porque la afirmación de Paula le recordó a una persona que conocía muy bien: Él mismo.
–De acuerdo –dijo con suavidad–. Y ahora, duerme un poco. Ha sido un día muy largo.
Pedro se fue, y ella lo miró mientras intentaba asumir lo que había pasado. Le había hablado de su triste infancia, y había hecho que deseara abrazarlo, reconfortarlo de algún modo y aliviar su dolor. Ella se quejaba mucho de su madre; pero, por estricta que fuera, siempre había estado a su lado. Además, cualquiera se habría dado cuenta de que Salvatore estaba lejos de haberlo superado. Había intentado convencerla de que ya no le importaba, pero su expresión de angustia y el tono vulnerable de su voz contaban una historia bien distinta, que había rozado la desesperación cuando dijo que su madre y su amante se subieron al coche y se marcharon. ¿Cómo no le iba a importar? Su madre lo había abandonado y había fallecido antes de poder enmendar su error. Con toda seguridad, Salvatore intentaba convencerse de que no sentía nada porque no encontraba la forma de afrontar su pérdida. Y, por si eso fuera poco, su padre lo había dejado definitivamente solo al suicidarse. Paula entró en el chalet y cerró la puerta. No podía negar que había deseado que la besara durante el paseo bajo la luz de la luna. Lo había deseado, sí. Por supuesto que lo había deseado, aunque fuera consciente de que no debía estar disponible cada vez que él chasqueaba los dedos, por así decirlo. Pero no se lo podía permitir. Había ido a los Estados Unidos a labrarse un futuro y, si se limitaba a ser una marioneta en manos de un hombre tan sexy y carismático como Pedro Alfonso, él le partiría el corazón.
Paula se estremeció al oír que llamaban a la puerta, y tuvo un momento de pánico cuando la abrió y se encontró ante la imponente figura de Pedro, que se recortaba contra el cielo nocturno. A pesar de sus buenas intenciones, el corazón se le paró al instante bajo la preciosa tela de su vestido nuevo. Habían pasado veintiuna horas desde su encuentro anterior, veintiuna horas de esforzarse por conocer mejor a los empleados y preguntar a Gerardo si podía hacer algo para ayudar, pregunta que siempre obtenía la misma respuesta: No. Veintiuna horas de intentar desarrollar algún tipo de inmunidad contra su carismático anfitrión. Y había fracasado. Su cuerpo insistía en traicionarla como la primera vez, reaccionando inmediatamente ante la poderosa presencia de Pedro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario