Sin embargo, él no se movió. Se quedó plantado en el sitio, y Paula se dió cuenta de que no quería acostarse con ella. Por mucho que la deseara, no quería hacer nada de lo que se pudiera arrepentir más tarde. Pero ella, sí. Lo quería y lo necesitaba. Por eso nadó hacia él, se incorporó y, tras ponerse de puntillas, apoyó las manos en sus anchos y húmedos hombros. Por eso alzó la barbilla y le besó. Pedro intentó hacer lo que consideraba correcto: No responder de ninguna manera, aunque le estuviera clavando los dedos en los hombros, aunque estuviera apretando los senos contra su pecho, aunque le hubiera provocado una erección. Lo intentó. Se quedó tan inmóvil como le fue posible y se recordó que no era su tipo de mujer, sino todo lo contrario. Pero fracasó, porque la deseaba más de lo que recordaba haber deseado a nadie. ¿Cómo había conseguido que perdiera la cabeza de tal manera? ¿Sería por sus ojos de largas pestañas? ¿Sería quizá por la melena mojada que caía sobre sus lujuriosas curvas? No lo sabía, pero le había pasado lo mismo durante el trayecto en el coche, y había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no apartar la vista de la carretera. De hecho, estaba tan preocupado con su propia reacción que, en cuanto llegaron a la piscina, se excusó para quedarse a solas y liberarse de los pensamientos eróticos que lo atormentaban. Y lo consiguió. Por lo menos, hasta que salió de su habitación y la vio nadando como una morena y voluptuosa sirena. En ese momento, comprendió que Paula Chaves podría ser un problema para él, y decidió sacarla de allí a toda prisa; pero entonces, ella se le acercó, se apretó contra su cuerpo y le dio un beso en los labios, destrozando sus planes. Hasta podía sentir la exquisita caricia de sus endurecidos pezones. Sin embargo, Pedro se limitó a bajar la cabeza para poder susurrarle al oído, aunque era del todo innecesario. ¿Quién les iba a oír? Había dado la tarde libre al chófer y al ama de llaves. Se había encargado de que se quedaran a solas, como si inconscientemente estuviera decidido a verla desnuda y hacerle el amor.
–No podemos hacer esto –dijo con voz ronca.
–¿Por qué no?
Él respiró hondo y la miró a los ojos.
–Porque… Porque no tendría sentido –acertó a responder.
–¿Sentido?
Pedro asintió. La ropa de Paula Chaves era tan vieja como su moto, lo cual demostraba que no nadaba en la abundancia. Y él no era estúpido. La prensa del corazón lo presentaba constantemente como un gran partido, una pieza de lo más apetecible para muchas mujeres. Pero ella no tenía ninguna posibilidad de llevarlo al altar, y era importante que destruyera sus absurdas fantasías antes de que hicieran nada. Debía saber que solo le podía dar sexo, que no tenían ningún futuro.
–Me voy mañana por la mañana. Y, aunque no me fuera, seguiría siendo un error –afirmó–. Somos demasiado distintos.
–¡No me importa lo distintos que seamos!
Pedro entrecerró los ojos. Su declaración fue tan sincera y ferviente que lo desarmó casi por completo.
–¿Estás segura de que quieres seguir adelante? –preguntó, tuteándola por primera vez.
–Lo estoy.
–Bueno, si estás tan segura como dices, debes saber que no significaría nada. Sería sexo… Una noche de amor y nada más.
Ella dudó un momento antes de hablar, como si estuviera sopesando sus palabras.
–¿Y si solo busco sexo? –replicó con sensualidad.
Él pensó que su contestación era tan correcta como incorrecta a la vez, como encender un fuego y apagarlo al mismo tiempo.
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