jueves, 29 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 28

Era como si viviera en la oscuridad, dando tumbos de un lado a otro, y él fuera la única luz. Cuando estaban juntos, sus sentidos cobraban vida, su piel se volvía hipersensible y tenía la sensación de pesar menos. Era como si todo su ser estuviera a punto de disolverse. Sin embargo, el pánico de Paula desapareció al ver el breve y casi imperceptible destello de sorpresa de sus ojos. Hasta ella misma se había sorprendido cuando terminó de vestirse y se miró en el espejo, intentando mantener el equilibrio sobre los zapatos de aguja. Estaba tan distinta que parecía otra.


–¿Te gusta? –acertó a decir.


Paula no estaba acostumbrada ni a llevar vestidos de noche ni a caminar con tacones tan altos, y esperó el veredicto de Pedro  con preocupación. No quería dejarlo en mal lugar. No quería ser el hazmerreír de la fiesta.


–Estás muy… Cambiada –declaró él, mirándola con intensidad. 


No era la respuesta que Paula quería oír, aunque le pareció adecuada. Ella se sentía del mismo modo, con el añadido de que los sucesos del día la habían dejado perpleja. Nunca había estado en una boutique de lujo. Nunca le habían asignado a una ayudante personal para que eligiera entre docenas de vestidos diferentes. Nunca la habían peinado en la propia tienda. Pero, por lo visto, era normal cuando se pagaba con la tarjeta de Pedro Alfonso. Desgraciadamente, el fasto de la boutique de San Francisco y la elegancia del resto de las clientas, que cruzaban los suelos de mármol como si llevaran toda la vida haciéndolo, habían conseguido que se sintiera fuera de lugar. Al cabo de varias horas, terminó llevándose un vestido de color azul cobalto que, en opinión de la mujer que la asesoraba, le quedaba perfecto. Luego, la dueña de la tienda se encargó de que la peinaran y la maquillaran, y se sintió aún más incómoda; en parte, porque la ropa interior que había elegido le apretaba tanto bajo el vestido nuevo que tenía la impresión de ser una morcilla a punto de estallar.


–No estoy segura de que me quede bien –le confesó.


Pedro guardó silencio, y ella admiró su impecable traje oscuro, que enfatizaba la anchura de sus hombros y le daba un aspecto frío e inaccesible.


–No te gusta, ¿Verdad? –insistió ella.


–Yo no he dicho eso.


–¿Entonces?


–Bueno, es chic y refinado –contestó él–. Es lo que debía ser, ¿No?


–Supongo que sí.


Paula se maldijo para sus adentros. En principio, la idea no podía ser más sencilla: Solo consistía en comprar un vestido bonito a una pobretona para llevarla a una fiesta. Pero ninguno de los dos había considerado la posibilidad de que la transformación de Cenicienta estuviera destinada al fracaso, por ser demasiado tosca.


–En fin, tenemos que irnos –dijo él, echando un vistazo a la hora–. ¿Estás preparada?


Ella sacudió la cabeza, y ni un solo cabello de su elaborado peinado se movió.


–No.


–¿Cómo que no? El coche nos está esperando.


–Ya, pero he cambiado de idea. No quiero ir –declaró Paula–. Ve sin mí. Te divertirás más.


–¿Te rindes a las primeras de cambio? –preguntó él, mirándola con humor–. Te tenía por una mujer más dura, Paula. ¿Has cambiado de repente? ¿Has dejado de ser la mujer que me rogó que la trajera a los Estados Unidos para empezar una vida nueva?


Ella respiró hondo. Sabía que Pedro solo intentaba animarla, pero lo que había dicho era cierto. Además, ¿Qué iba a hacer si se echaba atrás? ¿Quedarse allí para incordiar a Gerardo y molestar al cocinero, que no esperaba tener que cocinar? 

Tentación: Capítulo 27

 –Es que no tengo ropa adecuada para una fiesta.


–Ah, claro –dijo él, pensativo–. Supongo que no la necesitabas en Caltarina.


–No, y no tengo tiempo de hacerme algo nuevo.


–Bueno, no hay problema. Te compraré lo que necesites.


–No pretendía sacarte nada, Pedro. Además, no quiero que te gastes más dinero conmigo. Ya has sido bastante generoso.


–Te compraré un vestido –insistió él, tajante–. Tú no te lo puedes permitir, y yo puedo de sobra. Pero, si te sientes mejor, añádelo a lo que dices que me vas a devolver.


–¡Lo digo porque es cierto! Te devolveré hasta el último céntimo.


Pedro sonrió, porque la afirmación de Paula le recordó a una persona que conocía muy bien: Él mismo.


–De acuerdo –dijo con suavidad–. Y ahora, duerme un poco. Ha sido un día muy largo.


Pedro se fue, y ella lo miró mientras intentaba asumir lo que había pasado. Le había hablado de su triste infancia, y había hecho que deseara abrazarlo, reconfortarlo de algún modo y aliviar su dolor. Ella se quejaba mucho de su madre; pero, por estricta que fuera, siempre había estado a su lado. Además, cualquiera se habría dado cuenta de que Salvatore estaba lejos de haberlo superado. Había intentado convencerla de que ya no le importaba, pero su expresión de angustia y el tono vulnerable de su voz contaban una historia bien distinta, que había rozado la desesperación cuando dijo que su madre y su amante se subieron al coche y se marcharon. ¿Cómo no le iba a importar? Su madre lo había abandonado y había fallecido antes de poder enmendar su error. Con toda seguridad, Salvatore intentaba convencerse de que no sentía nada porque no encontraba la forma de afrontar su pérdida. Y, por si eso fuera poco, su padre lo había dejado definitivamente solo al suicidarse. Paula entró en el chalet y cerró la puerta. No podía negar que había deseado que la besara durante el paseo bajo la luz de la luna. Lo había deseado, sí. Por supuesto que lo había deseado, aunque fuera consciente de que no debía estar disponible cada vez que él chasqueaba los dedos, por así decirlo. Pero no se lo podía permitir. Había ido a los Estados Unidos a labrarse un futuro y, si se limitaba a ser una marioneta en manos de un hombre tan sexy y carismático como Pedro Alfonso, él le partiría el corazón.


Paula se estremeció al oír que llamaban a la puerta, y tuvo un momento de pánico cuando la abrió y se encontró ante la imponente figura de Pedro, que se recortaba contra el cielo nocturno. A pesar de sus buenas intenciones, el corazón se le paró al instante bajo la preciosa tela de su vestido nuevo. Habían pasado veintiuna horas desde su encuentro anterior, veintiuna horas de esforzarse por conocer mejor a los empleados y preguntar a Gerardo si podía hacer algo para ayudar, pregunta que siempre obtenía la misma respuesta: No. Veintiuna horas de intentar desarrollar algún tipo de inmunidad contra su carismático anfitrión. Y había fracasado. Su cuerpo insistía en traicionarla como la primera vez, reaccionando inmediatamente ante la poderosa presencia de Pedro. 

Tentación: Capítulo 26

 –Ahórrate las lamentaciones, Paula –replicó, negándose a que lo tomara por una especie de víctima–. No te lo he contado porque quiera tu simpatía.


–Entonces, ¿Por qué me lo has dicho?


–Quizá, para que sepas por qué soy el hombre que soy, para que entiendas que estoy hablando en serio cuando afirmo que no quiero relaciones serias – contestó Pedro–. Puede que ahora me entiendas.


–¿Y qué debo entender? ¿Que no confías en las mujeres?


Él volvió a sacudir la cabeza.


–No, que conozco mis propias limitaciones –dijo–. No tengo ni la capacidad ni el deseo de amar. Siempre he sido así.


El móvil de Pedro sonó en ese momento, y él contestó rápidamente, aliviado por la interrupción. Luego, habló con la persona que le había llamado, cortó la comunicación y dijo, clavando la vista en sus grandes ojos oscuros:


–Tengo que solucionar un asunto, y me acostaré en cuanto termine. Pero tú te puedes quedar tanto como quieras. Si necesitas algo, pídeselo a Carmen.


–No, gracias. Yo también me voy a acostar –replicó ella, levantándose de la mesa con un grácil movimiento–. ¿Podrías enseñarme el camino? Este sitio es tan grande que tengo miedo de perderme.


Lo último que Salvatore quería era acompañarla al pequeño chalet; especialmente, bajo la seductora luz de la luna. No necesitaba que lo animaran mucho para imaginarse dentro de ella, haciéndole el amor. Pero, por muy peligrosa que fuera la petición de Paula, se sintió en la necesidad de acompañarla. De lo contrario, habría sido tanto como admitir que era incapaz de resistirse a la tentación. Mientras caminaban, guardó silencio e intentó concentrarse en algo distinto a la falda de su vestido y la maravillosa forma de sus nalgas. Y lo consiguió hasta que llegaron a la puerta del chalet, donde su aroma floral y los negros rizos que le caían sobre los senos lo excitaron de tal manera que estuvo a punto de sucumbir. Tomarla entre sus brazos habría sido muy fácil. Besarla habría sido muy fácil. A pesar de todo lo que había dicho, empezó a comprender que resistirse a Paula no iba a ser tan sencillo. Pensándolo bien, ¿Qué le impedía cambiar de opinión? ¿Por qué no podía desdecirse y entregarse a la atracción física más potente que había sentido nunca? ¿Qué sentido tenía que se negaran lo que ambos deseaban? Pedro tragó saliva y se dijo que quizá más tarde, cuando estuviera seguro de que ella había asumido los límites de su relación. Si volvían a hacer el amor, sería con sus condiciones, dejando bien claro que él estaba al mando y que solo podían ser amigos. Además, necesitaba demostrarse que no la necesitaba. Pero, hasta entonces también necesitaba otra cosa: ofrecerle alguna diversión que no fuera él.


–Mañana tengo que ir a una fiesta de una de las organizaciones benéficas que financio –le informó–. ¿Quieres venir conmigo?


–¿Como tu acompañante?


–¿Por qué no? Tendrás ocasión de conocer a más gente. Los contactos vienen bien cuando se está buscando trabajo. Y quién sabe, puede que te ofrezcan algo más interesante que coser colchas y cortinas, algo más cercano a tus deseos. Al fin y al cabo, ¿no has viajado a los Estados Unidos por eso?


–Sí, por supuesto que sí, pero…


–¿Pero?


Ella se miró el vestido. 

Tentación: Capítulo 25

Sin embargo, Paula insistió en mirarlo de aquella manera, haciendo añicos su fuerza de voluntad y, de repente, Pedro se dijo que hablar de sus padres no era tan relevante. A fin de cuentas, ya no le importaba lo que había pasado. Y, además, hablar de ello le permitiría concentrarse en algo distinto de sus pecaminosos senos, que subían y bajaban bajo el vestido cada vez que respiraba.


–Mi padre era pescador, aunque no se le daba muy bien –respondió, tras beberse su copa de vino–. ¿Sabes lo que dicen de la suerte de los pescadores?


Ella sacudió la cabeza.


–No, no lo sé.


–Que consiste en mojarse y no pescar nada –replicó Pedro con sorna–. A él le pasaba eso, lo cual nos convirtió en una de las familias más pobres de la isla. Acabamos en el fondo de un pozo, por así decirlo. Y, naturalmente, mi madre estaba descontenta.


Paula guardó silencio por miedo a que dejara de hablar. Y fue una táctica acertada, porque Pedro se relajó.


–Vivir en la pobreza no entraba en sus cálculos. Mi madre era una mujer preciosa, que siempre había llamado la atención de los hombres, y mi padre empezó a sentir celos. Se gritaban todo el tiempo. Él la acusaba de coquetear con otros, de llevar ropa demasiado ajustada y de ponerse un carmín demasiado rojo –le explicó–. A veces, gritaban tanto que los vecinos se despertaban y los perros se ponían a ladrar.


Él respiró hondo y retomó su historia.


–Vivir con ellos era como estar en un cuadrilátero, mirando una pelea que no terminaba nunca, esperando a que uno de los contendientes acabara con el otro. Era como tener una bomba de relojería en un rincón y no saber cuándo va a estallar.


–Y estalló, claro.


Pedro asintió.


–Sí, por supuesto. Un día, mientras mi padre estaba pescando, apareció un vendedor que sedujo a mi madre con unas cuantas medias de seda y la promesa de una vida mejor –dijo–. Cuando llegué a casa, estaba a punto de marcharse en el moderno coche de su amante.


Pedro se sumió en la oscura nube de su pasado, y le contó lo sucedido a continuación. Le dijo que su madre se agachó a su lado y le prometió que enviaría a buscarlo. Le dijo que le dio un beso en la mejilla mientras el vendedor lo miraba como si fuera invisible, un irritante y pequeño obstáculo en el camino de sus deseos. Le contó que él rompió a llorar y le rogó que no lo abandonara.


–¿Y qué pasó después? –preguntó ella.


–Que se subieron al coche y se fueron entre una nube de polvo, dejándome sumido en la vergüenza.


–Pero tu madre no envió a buscarte.


–Claro que no –replicó él–. Y, cuando comprendí que no iba a cumplir su promesa, me prometí a mí mismo que no cometería nunca el error de mi padre: Perder la cabeza por una mujer que no se lo merecía.


Pedro respiró hondo y añadió:


–Mi madre y su amante se mataron al año siguiente en un accidente de circulación y, poco después, mi padre desapareció en el mar sin dejar rastro. La gente dice que también fue un accidente, pero yo creo que se mató porque ya no quería vivir.


–Oh, Pedro… –dijo ella, estremecida–. Es terrible.


Él sacudió la cabeza y alzó una mano. 

martes, 27 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 24

 –No, pero mis sueños son inalcanzables.


–Puede que no lo sean tanto.


Paula apretó la copa de vino, pensando que para él era fácil de decir. Pero ¿Qué habría dicho si hubiera sabido que tenía miedo de que sus ambiciones se agostaran bajo el intenso sol de California?


–Primero tengo que ganar algo de dinero. Y luego, ya veremos –declaró–. Mis ahorros no darán para mucho.


–Es una actitud bastante sensata.


Pedro volvió a sonreír, y Paula se preguntó si se estaría riendo de ella. Pero dejó sus preocupaciones a un lado y se sentó a la mesa, decidida a disfrutar de la comida. Empezaron con una sopa de marisco y, a continuación, les sirvieron un plato de pescado en salsa. A ella le supo a gloria, y demostró un apetito tan entusiasta que, cuando ya había terminado el postre, él la miró con humor y dijo:


–Me encanta estar con una mujer que come bien.


–Es que tenía hambre.


–Ya me he fijado. Pero no te pongas a la defensiva, por favor. Lo digo en serio –afirmó él–. La mayoría de las mujeres comen menos que un pajarito.


–Por eso están tan delgadas.


–¿Insinúas que están mejor que tú? No digas esas cosas, Paula. Tienes un cuerpo perfecto.


La afirmación de Pedro cambió el curso de la velada. Fue como si hubiera lanzado una piedra a unas aguas tranquilas, despertando el recuerdo de lo que había pasado entre ellos; un recuerdo intenso, poderoso, erótico. Paula lo miró y pensó que estaba increíblemente atractivo con su camisa de color gris, que enfatizaba la anchura de sus hombros. Le parecía increíble que hubieran comido con toda tranquilidad cuando pocas horas antes estaban haciendo el amor en un avión. Pero, fuera como fuera, sus palabras consiguieron que recuperara la confianza en sí misma y se atreviera a hacer una pregunta de carácter personal:


–¿Volverás alguna vez a Sicilia?


Él se puso tenso.


–Lo dudo.


Paula apartó el plato. Era obvio que Pedro no quería hablar de eso, pero tenían que hablar de algo, porque su cercanía la estaba volviendo loca. No dejaba de admirar sus labios y los duros contornos de su cara.


–¿Dónde están tus padres?


–¿Por qué lo preguntas? –replicó él.


–Por nada. Es simple curiosidad –afirmó Paula–. En el pueblo no se sabe nada de ellos. Por lo visto, tu padrino no los mencionó nunca, ni cuando estaba bien. Pero supongo que estarán orgullosos de tus éxitos.


La tensión de Pedro se volvió aún más evidente.


–Mis padres no llegaron a verlo. Murieron hace mucho tiempo, tanto que todo el mundo los ha olvidado.


–Lo siento mucho. ¿Qué les pasó?


Pedro se empezó a enfadar con Paula. ¿Es que no se daba cuenta de que no quería hablar de sus padres? Con el transcurso de los años, había levantado un muro alrededor de sus emociones para que no le afectaran, y le pareció extraño que no lo comprendiera. Pero le dedicó una mirada tan cargada de compasión que su irritación desapareció al instante. ¿Sería quizá porque era siciliana y le hacía sentirse como si hubiera vuelto a su hogar? ¿Sería esa la razón de que quisiera romper una de sus normas fundamentales para abrirse a otra persona? ¿O solo se debía a que ardía en deseos de llevarla a su dormitorio y tomarla una y otra vez, hasta que no hiciera otra cosa que gemir y pronunciar su nombre con anhelo? Fuera cual fuera el motivo, no tenía intención alguna de volver a caer en la tentación. El control que tenía de sí mismo se evaporaba cuando estaba con ella, y no se lo podía permitir. 

Tentación: Capítulo 23

El sol se acababa de ocultar cuando Pedro salió a la azotea. Estaba preocupado. Lo había estado toda la tarde, desde que llegó a la oficina y se encontró con sus empleados, quienes se sorprendieron al verlo allí tras un viaje tan largo. Pero su sorpresa era comprensible. Normalmente, se habría quedado en casa y se habría dado un baño en la piscina o habría hecho ejercicio para relajarse un poco.  Sin embargo, aquella vez era distinta. Tenía miedo de toparse con Paula y volver a caer en la tentación que lo había empujado a hacerle el amor durante el vuelo, a pesar de que estaba decidido a refrenarse. Había permitido que su belleza siciliana se convirtiera en un problema. Se le había metido en la cabeza, y sospechaba que nunca podría olvidar sus apasionadas encuentros amorosos. A pesar de ello, tardó unos momentos en distinguir la silueta de Paula, quien estaba recostada en un diván, disfrutando de las vistas de San Francisco. Parecía relajada, pero la tensión de sus hombros indicaba lo contrario. Tenía el aire expectante de una persona que estaba esperando a alguien. Y ese alguien era él. Justo entonces, ella se giró como si le hubiera oído y, tras dedicarle una mirada afectuosa, cambió rápidamente de actitud y fingió que solo estaba vagamente interesada en su presencia.


–Ah, Pedro… Ya has vuelto –dijo.


Su suave acento de Sicilia le desconcertó tanto como siempre. ¿Sería porque le recordaba su pasado, el hogar del que había huido en cuanto pudo? Quizá, aunque el simple hecho de tener lazos comunes complicaba más su relación. Era como si lo hubiera hechizado y ya no fuera capaz de controlar sus emociones. Paula se levantó del diván y, cuando su rizada melena oscura cayó sobre sus hombros, Salvatore sintió algo completamente nuevo. La deseaba, sí, eso era indiscutible. Y, desde luego, admiraba su belleza. Pero había otra cosa, un trasfondo inquietante que le puso en guardia, como diciéndole: «No te acostumbres nunca a ella, no permitas que sea consciente del poder que tiene sobre tí».


–Sí, he vuelto –replicó, pasándose un dedo por el cuello de la camisa–. ¿Qué tal estás? ¿Gerardo te lo ha enseñado todo?


–Sí, todo. Y el chalet es encantador.


En ese instante, apareció una mujer gruesa que se dirigió a él en inglés. Pedro habló brevemente con ella y añadió:


–Cenaremos en cuanto estés preparada, Carmen.


–Por supuesto, signor Alfonso.


Pedro sirvió dos copas de vino blanco de Piamonte y le dió una a Paula, pero apenas lo probó. De hecho, sostenía la copa como si hubiera olvidado que la tenía, con una expresión de fragilidad que le llegó al corazón. A fin de cuentas, había pasado por lo mismo que ella cuando se marchó de Sicilia. Se había visto entre mansiones de multimillonarios y se había sentido completamente fuera de lugar.


–Bueno, ¿Te has divertido algo durante mi ausencia? –preguntó, dedicándole una sonrisa de ánimo.


Paula asintió.


–He escrito a mi madre para decirle que he llegado bien, y he empezado a buscar trabajo por Internet… Empresas que necesitan gente para coser cojines o hacer cortinas. Ese tipo de cosas –contestó.


–¿Eso es lo que quieres hacer? –se interesó Pedro, frunciendo el ceño–. ¿Ese es tu sueño?


Ella se encogió de hombros. 

Tentación: Capítulo 22

 –Naturalmente, signor Alfonso. Uno de sus empleados llamó por teléfono para avisarnos, así que ya está preparado –le informó el mayordomo–. ¿Desea que enseñe la propiedad a la señorita?


–Si no es mucha molestia… –replicó Pedro, que sacó el móvil y se giró hacia Paula–. Discúlpame, pero tengo que trabajar. Gerardo responderá a cualquier duda que tengas. Nos volveremos a ver a la hora de cenar, en la azotea. Siempre cenamos a las ocho.


–Gracias.


Él se marchó entonces, y Paula se preguntó qué podía decir a un hombre de aspecto tan intimidatorio como el mayordomo. Aunque ya se estaba acostumbrando al silencio, porque Pedro casi no le había dirigido la palabra en varias horas. Era como si su última experiencia erótica los hubiera separado un poco más. De hecho, la había tratado con el mismo educado distanciamiento que dedicaba a la azafata del avión. Y ella se había concentrado en la revista por no pensar en la dulce tensión de sus pezones, con los que él se había dado un festín. Gerardo le enseñó la propiedad y le dió todo tipo de explicaciones, mientras ella intentaba acostumbrarse a la idea de que un sitio tan grande fuera de una sola persona. La enorme cocina no daba a un comedor, sino a dos, uno de los cuales tenía un ascensor con paredes de cristal; en la planta baja había un cine privado y varias salas con obras de arte y, en el exterior, una piscina gigantesca. Todo el edificio era una preciosidad de muebles tan elegantes como modernos, con zonas de descanso y montones de plantas. Pero la azotea fue lo que más le gustó, porque tenía unas vistas impresionantes de la bahía, Alcatraz incluido.


–Es un lugar bellísimo –dijo ella, algo abrumada–. ¿Lleva mucho tiempo trabajando para Pedro?


–Cinco años –respondió el mayordomo–. Nos conocimos en Inglaterra, en la mansión de mi anterior jefe, y he estado con él desde entonces. El signor Alfonso es un hombre que inspira lealtad a sus empleados.


–¿Cuántos empleados tiene? 


–¿En la casa?


–Sí.


–Descontándome a mí, tiene un cocinero a tiempo completo y una mujer que nos ayuda cuando come en casa, Carmen. El resto son jardineros, conductores y las personas que se encargan de la limpieza… Lo típico.


Paula asintió, aunque a ella no le parecía precisamente típico.


–¿Necesita saber algo más, señorita Chaves?


–No, me ha sido de gran ayuda. Gracias, Gerardo. Y, por favor, llámeme Paula.


Gerardo no dijo nada al respecto, pero le indicó que lo siguiera y la acompañó hasta una casita rodeada de árboles. 


Cuando se quedó a solas, Paula se acercó a una de las ventanas y contempló el paisaje mientras pensaba que aquello era surrealista. Y lo era de verdad, sin duda alguna. Había pasado de vivir en un pueblo de Sicilia a vivir en la mansión de un multimillonario, con un mayordomo a su entera disposición. Sin embargo, eso no lo convertía en su hogar. Ni era su casa ni tenía sitio en la vida de su anfitrión, a quien se había entregado otra vez en el avión, incapaz de refrenarse. No podía hacer otra cosa cuando estaba con él. Pedro tenía la fuerza de una riada, y la dulce energía de sus aguas la desbordaba constantemente. Si quería sobrevivir, tendría que encontrar la forma de resistirse a sus encantos. Tras deshacer el equipaje, se dió una larga ducha, se cepilló el cabello y se dispuso a escribir a su madre. No se habían separado de la mejor manera posible, pero necesitaba saber que su hija había llegado sana y salva a los Estados Unidos. Sacó entonces su viejo ordenador, lo encendió y se concentró en la brillante pantalla. Y durante un rato, se olvidó de Pedro Alfonso y del precioso cielo de California. 

Tentación: Capítulo 21

 –Tenemos que aclarar un par de cosas, Paula –dijo al fin–. Nuestra relación sexual es sencillamente maravillosa, pero no cambia nada. Solo son momentos de deseo físico que hay que satisfacer. Solo son cosas que pasan. ¿Lo comprendes?


–Tendría que ser estúpida para no comprenderlo.


Pedro dudó. Estaba haciendo lo posible por ahorrarle un desengaño, pero le resultaba más difícil de lo previsto; sobre todo, porque estaba preciosa en su desnudez, tumbada en la cama con indolente abandono.


–Te vas a quedar en mi casa, y es la primera vez que voy a tener una invitada –continuó, intentando apartar la vista de su cuerpo–. Estoy acostumbrado a vivir solo y, francamente, no me agrada la idea de compartir mi espacio con una amante. 


–Bueno, supongo que debo darte las gracias por tu sinceridad.


–No es necesario, aunque es cierto que siempre he sido sincero contigo – replicó él, sentándose en el borde de la cama–. Hasta ahora, has estado protegida por tu madre y por las limitaciones sociales de tu pueblo; pero ahora vas a vivir en una gran ciudad, y tienes que aprender a defenderte por tus propios medios.


–Lo sé, Pedro.


–¿Seguro que lo sabes? No soy ni tu guardián ni tu novio, Paula –insistió–. Y no quiero que una jovencita inocente se me pegue como una lapa.


–Tranquilo. No tengo intención de comportarme como una lapa –declaró ella, alzando la barbilla con orgullo.


La expresión desafiante de Paula le provocó otra erección a Pedro, que a punto estuvo de abalanzarse sobre ella y tomarla otra vez. Pero se refrenó, porque era consciente de que el deseo le estaba poniendo una soga al cuello, y era un precio demasiado alto a cambio de unos momentos de placer. Además, había un problema que complicaba las cosas. Lina no conocía a nadie en San Francisco. A nadie salvo a él. Definitivamente, sería mejor que mantuviera las distancias y se abstuviera de tocarla, por mucho que le gustara su adorable cuerpo. Le ofrecería un hogar temporal, sí. Le presentaría a algunos de sus contactos para que consiguiera un empleo. Y, cuando fuera económicamente independiente, la expulsaría de su vida y la dejaría en libertad tras haberle enseñado una lección muy importante: Que no debía depender de él. 


El coche de Pedro pasó entre unas silenciosas puertas electrónicas y, tras cruzar unos jardines sorprendentemente grandes, llenos de árboles y macizos de flores, se detuvo en el patio interior de un moderno edificio de cuatro plantas.


–Ya estamos –anunció.


Su avión había aterrizado en San Francisco, pasando por encima de su icónico puente y del estrecho que salvaba. Luego, se habían subido al vehículo que los estaba esperando y se habían dirigido directamente al domicilio de Salvatore, situado en una zona que llamaban Russian Hill. Por fuera, la propiedad no parecía demasiado lujosa, pero por dentro era tan bonita que Paula se quedó pasmada. No había visto nada tan bello en toda su vida.


–¿Te gusta? –preguntó él, mirándola.


Ella asintió sin apartar la vista del edificio, aunque no fue porque le interesara mucho, sino porque le ofrecía la oportunidad de concentrarse en algo distinto a la indiferencia de Pedro, quien había mantenido las distancias desde su encuentro amoroso en el avión.


–Es una maravilla –contestó.


Justo entonces, un hombre de traje oscuro y expresión sombría salió a recibirlos.


–Te presento a mi mayordomo, Gerardo.


Paula parpadeó. Jamás se habría imaginado que tenía mayordomo.


–Me alegro de verlo, signor Alfonso–dijo el hombre, con un fuerte acento británico.


–La joven que me acompaña es Paula Chaves, Gerardo. Se quedará aquí unas cuantas semanas, hasta que encuentre un piso en la ciudad. He pensado que puede vivir en uno de los chalets de invitados, el que está más lejos de la casa.

jueves, 22 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 20

Decidida, metió las manos por debajo de su camiseta y acarició la dura superficie de su estómago y su pecho.


–Quítame la ropa –la instó él–. Desnúdame, Paula.


Paula se sintió poderosa al oír su tono de necesidad, pero se recordó que solo era deseo y, tras quitarle la camiseta, intentó hacer lo mismo con los pantalones. Sin embargo, él se le adelantó y le bajó el vestido, aunque pareció dudar al ver su blanca ropa interior. ¿Se estaría arrepintiendo? Por si acaso, se apretó contra él y se frotó contra su erección, arrancándole un gemido. Las cosas se aceleraron a partir de ese momento. Ella le quitó los pantalones y los calzoncillos y él, el sujetador y las braguitas. Luego, Pedro la tumbó en la cama, y Paula separó las piernas para facilitarle el acceso a su clítoris, que empezó a acariciar con precisión. Para entonces, estaba tan excitada que empezó a gritar de placer, y él le dio un beso en los labios con intención de acallarla.


–Pedro… –gimió contra su boca.


–¿Quieres más?


Paula alzó las caderas.


–Sí.


Los movimientos de Pedro se volvieron más intensos de inmediato.


–He estado pensando en tocarte desde que te fuiste esta mañana –le confesó.


–Y yo… yo…


Paula no llegó a terminar la frase, porque empezó a sentir las primeras oleadas del clímax, que le arrancaron más gritos. Entonces, él cambió de posición y se puso un preservativo para poder penetrarla, pero decidió esperar a que sus temblores desaparecieran, momento en el cual se puso sobre ella y entró en su cuerpo. Al principio, sus acometidas fueron lentas y suaves, y ella comprendió que se lo estaba tomando con calma porque la quería llevar a un segundo orgasmo antes de dejarse llevar. Pero ese descubrimiento dio paso a una tensión que fue creciendo y creciendo hasta que el placer la atropelló de nuevo y él buscó su propia satisfacción. Cuando terminaron, Pedro la abrazó con fuerza y ella lamió su piel, que sabía a sal. Paula tenía una de sus duras piernas sobre los muslos, y le pareció una situación intensamente íntima, como si estuvieran solos en el mundo, como si la perfección de su relación física hubiera creado un nexo especial entre ellos, como si hubiera derribado todas sus barreras. Adormilada, se preguntó si el sexo tendría siempre ese efecto, y le pasó un dedo por el pecho. Sin embargo, su inocente gesto hizo que Pedro cambiara de actitud y se apartara de ella, que habría estado así todo el día. De repente, se había abierto una brecha entre los dos.


–¿Estás bien? –le preguntó, insegura.


Él notó su inseguridad y pensó que estaba buscando algún tipo de consuelo, quizá una promesa sobre su relación futura. Pero no le podía hacer promesas, y se maldijo a sí mismo por haber caído otra vez en la tentación. ¿Por qué era tan irresponsable? Tendría que haberla enviado a la otra habitación. Tendría que haber cerrado las puertas al deseo. Paula Chaves era demasiado dulce, demasiado confiada, demasiado inocente y demasiado inexperta para un hombre como él. Era un error en todos los sentidos. Acabaría sufriendo por su culpa, y no quería hacerle daño.


Tentación: Capítulo 19

Además, había sido muy generoso al ofrecerle un pasaje de avión y un lugar donde poder quedarse cuando llegaran a los Estados Unidos. Y, si se empeñaba en esperar más de lo que podía darle, se arriesgaría a sufrir un desengaño amoroso que no se podía permitir en esas circunstancias, cuando estaba a punto de empezar una nueva vida en otro país. Tras alcanzar el bolso, se levantó del asiento y se dirigió al fondo del aparato con un sentimiento de incomodidad, porque no dejaba de preguntarse si Pedro la estaría mirando, y, a decir verdad, ardía en deseos de que la mirara, de que la excitara otra vez con aquellos ojos azules que parecían devorarla. Pero, tanto si la estaba mirando como si no, guardó silencio.  Paula entró entonces en el lavabo, donde estuvo un buen rato, intentando bajar su temperatura corporal a base de echarse agua en las muñecas y la cara. Luego, se arregló un poco el pelo y se dirigió a la habitación que estaba a la derecha del pasillo, sin poder borrar las eróticas imágenes que asaltaban su imaginación. ¿Quién le iba a decir que Pedro estaría esperándola? Al verlo, se quedó sin aliento. Era obvio que se acababa de duchar, porque tenía el pelo húmedo. Pero eso no le llamó tanto la atención como el hecho de que se estuviera poniendo una camiseta negra sobre su musculoso pecho y que se hubiera puesto unos vaqueros que enfatizaban la potencia de sus piernas. Se estremeció. Nunca lo había visto con ropa informal, y lo encontró tan abrumadoramente sexy que los pezones se le endurecieron de nuevo mientras una oleada de calor se extendía por sus entrañas. Era como si se estuviera derritiendo por dentro, como si el deseo la estuviera disolviendo.


–Creo que me he equivocado de habitación… –dijo, nerviosa.


Pedro se giró hacia ella.


–No necesariamente –replicó.


Paula no sabía mucho sobre las reacciones físicas de los hombres, pero no necesitaba saber gran cosa para ver la vena que tembló en su sien, la casi imperceptible tensión de sus caderas y el oscurecimiento de sus ojos, cuyo mensaje decía que la deseaba tanto como ella a él. Sin embargo, Pedro había hecho todo lo posible por poner fin a su relación amorosa, y los dos estaban de acuerdo en que era lo mejor que podía pasar. ¿Por qué dudaba, entonces? Solo tenía que dedicarle una sonrisa amable, marcharse de allí, entrar en el otro dormitorio y quedarse en él hasta dejar de sentir el inconveniente deseo que la dominaba. Pero no pudo. Y, si eso implicaba que era de carácter débil, le daba igual. Había sido una buena chica durante demasiados años, y acababa de descubrir el maravilloso placer de ser traviesa. Fuera como fuera, se limitaron a mirarse mientras el ambiente se cargaba de electricidad. Y ella tuvo la sensación de que estaban sumidos en la misma batalla interna, como preguntándose quién se rendiría antes. Y fue él. Súbitamente, Pedro soltó un gemido de impotencia, cruzó la pequeña habitación, la tomó entre sus brazos y escudriñó sus ojos durante unos segundos antes de inclinar la cabeza y besarla. Y ella le devolvió el beso. Se lo devolvió con hambre, con ferocidad, con una pasión desenfrenada que no le impidió reconocer lo que había cambiado entre ellos. Ya no era virgen. Pedro ya no tenía que tratarla con un cuidado exquisito, tomándose el tiempo necesario para derribar sus temores y abrirla al placer. Ahora la besaba sin contención alguna, y Paula dejó de sentirse una novicia. Había pasado a ser su igual, una mujer adulta que había aprendido las lecciones de la noche anterior y que estaba en condiciones de demostrarle lo buena pupila que era. 

Tentación: Capítulo 18

Aquel día, Paula tenía el aspecto de una flor que se acabara de abrir, y lo tenía a pesar de haber dormido muy poco. El sueño los había esquivado mientras yacían juntos en la cama, haciendo el amor o, sencillamente, mirándose. Todo era tan erótico que, cuando la rosada luz del alba iluminó sus cuerpos, Pedro se quedó extasiado con detalles menores como el tono moreno de su piel, algo más claro que el suyo. Empezaba a entender que nunca se hubiera acostado con una siciliana. Eran demasiado peligrosas. Justo entonces, ella alzó la cabeza y entreabrió la boca, recordándole lo que había sentido cuando cerró los labios sobre su erección. Y ella debió de notar que su respiración se había acelerado, porque se le endurecieron los pezones bajo el algodón del vestido. Incómodo, volvió a mirar el ordenador; pero, por muchas cartas que intentara escribir o muchos mensajes que intentara leer, las palabras insistían en difuminarse contra el fondo de la pantalla y, cuando ella cruzó las piernas, le pareció el acto más voluptuoso que había contemplado en toda su vida. Estaba desesperado. Hiciera lo que hiciera, no dejaba de pensar en pasar las manos por la sedosa piel de sus muslos o en penetrarla de nuevo. La había tomado varias veces a lo largo de la noche, y cada vez le había parecido más dulce que la anterior; en parte, porque Lina se entregaba por completo y lo cubría de besos cuando llegaba al orgasmo, como si quisiera darle las gracias. ¿Serían todas las vírgenes tan agradecidas como ella? Pedro no se lo quería preguntar, pero no dejaba de preguntárselo. Y, al final, se cansó de la creciente tensión sexual que había entre ellos y dijo, intentando romperla:


–¿Qué tal van tus nervios de pasajera primeriza? ¿Ya te has acostumbrado a volar? ¿Estás más tranquila?


Paula tragó saliva y apoyó una mano en la revista que estaba leyendo. ¿Más tranquila? ¿Le estaba tomando el pelo? Quizá le asustaran los aviones, pero ese temor palidecía ante el temor a su propio deseo, que apenas podía controlar. ¿Sería consciente Pedro de que sus pechos se ponían más duros cuando la miraba? ¿Se habría dado cuenta de que las braguitas se le humedecían? Esperaba que no, y se maldecía a sí misma una y otra vez por pensar en esos términos. A fin de cuentas, no tenía sentido. Su breve relación sexual era cosa del pasado. Pedro se había convertido en una especie de mentor para ella.


–Sí, gracias, me siento algo mejor –respondió, haciendo un esfuerzo por que lo pareciera–. Creo que me estoy acostumbrando a volar. De momento, no hemos tenido turbulencias, y las nubes que se ven por la ventanilla son preciosas.


Él la miró con intensidad.


–¿Tienes hambre?


Paula sacudió la cabeza, asombrada con el carácter artificioso de su conversación. Parecían estar hablando de cosas sin importancia, pero tenían un trasfondo muy diferente.


–No, no mucha.


–¿Cansada, entonces? Los viajes largos son agotadores –observó él–. Por suerte, hay un par de habitaciones al fondo. Quizá quieras descansar. El dormitorio de la derecha es más silencioso que el otro. Deberías probarlo.


–Buena idea.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad, pensando que le acababa de dar la excusa perfecta para alejarse de él y del inquietante efecto que tenía sobre sus sentidos. Hasta creyó que lo había dicho para quitársela de encima y poder hablar con alguna mujer de San Francisco, deseoso de tener otra aventura. E incluso se recordó que no debía sentirse mal por eso. Al fin y al cabo, Pedro no le había hecho ninguna promesa. No le había ofrecido ningún futuro. Y a ella le había parecido bien. 

Tentación: Capítulo 17

¿Tan fuera de lugar estaba con su vestido hecho a mano y sus zapatillas deportivas de mercadillo? Evidentemente, sí, pero no podía permitir que esas cosas la incomodaran. Al fin y al cabo, no había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse. Y ya no era amante de Pedro. Esa parte de su relación había terminado. Solo era una especie de autoestopista que había pedido transporte a un rico, y que estaba decidida a pagarle el favor. Sin embargo, su tranquilidad emocional saltó por los aires cuando se abrochó el cinturón de seguridad y se giró hacia el hombre que se había sentado a su lado, intentando no admirar sus largas piernas ni la energía que parecía irradiar.


–No nos iremos a estrellar, ¿Verdad?


Pedro, que estaba sacando un ordenador portátil de un maletín de cuero, frunció el ceño.


–¿De qué serviría tener dinero si no usara los mejores aviones del mercado ni contratara a los mejores pilotos? –replicó.


–En ese caso, ¿Por qué se ha molestado la azafata en señalar las salidas de emergencia y en enseñarme cómo se pone el chaleco salvavidas?


Él sonrió.


–Porque están obligados a hacerlo en todos los vuelos, Paula. Y,francamente, espero que no hagas más preguntas absurdas. Los vuelos transatlánticos son tediosos, por no decir algo peor, y no necesito que abusen de mi paciencia.


–Está bien, intentaré no decir más tonterías. Es que no he volado nunca. Es la primera vez que me subo a un avión, como ya sabes.


Pedro se maldijo para sus adentros por no haberse acordado. Efectivamente, Paula le había dicho que no había volado nunca. De hecho, le había contado un montón de cosas, pero su memoria debía de ser muy selectiva, y solo recordaba lo que había despertado su interés. El aparato despegó momentos más tarde, y él clavó la vista en la pantalla del ordenador por no mirar los oscuros ojos de Paula. Sin embargo, fue incapaz de concentrarse en los gráficos que tenía delante. El deseo se estaba imponiendo a la razón, y se encontró en una situación que le desagradaba mucho.


–¿Por qué no lees algo para matar el tiempo? –gruñó–. Pide revistas a la azafata.


Él soltó un suspiro de impaciencia y volvió a mirar la brillante pantalla, intentando hacer lo que hacía en todos los vuelos, trabajar. Siempre estaba trabajando. A veces, algún periodista le preguntaba por qué, teniendo en cuenta que su fortuna era inmensa y, aunque casi siempre se negaba a responder, eso no significaba que desconociera el motivo. Pedro no seguía trabajando por las descargas de adrenalina que le proporcionaban sus éxitos profesionales. Ni siquiera seguía por el temor irracional a ser pobre, heredado de su infancia. En realidad, seguía por algo más sencillo: Porque el dinero no podía traicionar ni herir ni mentir. No era como las personas. No era como los seres queridos. Al pensar en ello, se acordó de una mujer de labios rojos y risa sensual, y dió gracias al cielo por haber cambiado. Ya no era un títere del amor. Se había vuelto inmune a las artimañas femeninas. Pero, por desgracia, el deseo no era tan fácil de controlar como sus emociones, algo de lo que fue dolorosamente consciente cuando apartó la vista del ordenador portátil para volver a mirar a Paula, hechizado con la rizada melena que caía sobre sus senos. ¿Cómo era posible que se hubiera convencido de que podía olvidar su apasionada noche? Había cometido el error de prestarle ayuda y ofrecerle un alojamiento temporal, pensando que sabría mantener las distancias con ella; pero era obvio que había subestimado su atractivo y quizá, sus propias necesidades sexuales, que llevaba tiempo sin cubrir. Y, de repente, era lo único que le importaba. 

martes, 20 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 16

Nada impedía que se subiera a la limusina y se marchara sin mirar atrás. Pero, por otro lado, Pedro era demasiado consciente del daño que las habladurías podían causar. Los pueblos pequeños podían ser muy problemáticos. La gente se apresuraba a juzgar a los demás; sobre todo, tratándose de mujeres. Y, si le daba la espalda, sería como arrojarla a los leones.


–Paula, nunca has estado fuera de tu país, y los Estados Unidos no se parecen en nada a Sicilia –alegó–. No sé si podrías soportar el choque cultural. Y, para empeorar las cosas, ni siquiera hablas inglés.


–Por supuesto que lo hablo.


–¿Ah, sí? ¿Y hasta qué punto lo entiendes? –dijo él con escepticismo–. Cualquiera puede preguntar la hora o pedir indicaciones sobre la forma de llegar a una estación de ferrocarril, pero, si eso es lo único que sabes, no sobrevivirás.


Paula alzó la barbilla en un gesto de desafío.


–Si no te fías de mí, ¿Por qué no me pones a prueba? ¿Quieres asegurarte de que soy capaz de defenderme en inglés? ¿De que no confundo la pronunciación de flower y flour o de angry y hungry?


Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada y tomarla entre sus brazos, porque su expresión desafiante reavivó el recuerdo de la noche anterior. De repente, volvió a ver sus curvas morenas contra las sábanas blancas. De repente, volvió a ver sus muslos separados, invitándolo a penetrarla. Y hasta volvió a sentir la dulce tensión de sus músculos internos cuando entró en ella con la mayor erección de su vida.


–¿Dónde has aprendido esas cosas? –se interesó.


–En el pueblo. Estudié inglés en el colegio, gracias a una profesora británica que se enamoró de un camarero siciliano y se quedó en Caltarina. Estaba empeñada en que lo habláramos a la perfección. Decía que nos podía ser muy útil.


–Y, por lo visto, también te enseñó otras cosas.


–¿Otras cosas? ¿A qué te refieres?


–A aprovecharte de un hombre para huir de una situación que te disgusta.


Paula lo miró con asombro.


–¿Crees que me acosté contigo para que me llevaras a los Estados Unidos? –dijo, sintiéndose profundamente insultada–. ¿Lo crees de verdad?


Él se encogió de hombros. 


–¿Quién sabe? La gente es capaz de hacer cualquier cosa por conseguir un permiso de trabajo en mi patria adoptiva.


Paula pensó que Pedro se había enfadado porque se consideraba irresistible, y se lo habría sentido bastante menos si se hubiera acostado con él por otros motivos. Pero lo que pensara de ella carecía de importancia. Le podía proporcionar un asiento en su avión y un lugar donde vivir temporalmente. Y no era mucho pedir.


–¿Me ayudarás? ¿Me llevarás contigo?


Él guardó un breve silencio y, a continuación, miró la hora con la desesperación de un condenado a muerte.


–Mi avión sale dentro de sesenta minutos. Te puedes quedar unas cuantas semanas en mi propiedad, pero no más. ¿De acuerdo?


–De acuerdo –respondió ella.


Pedro la miró con una frialdad apabullante, y Paula se preguntó por qué parecía repentinamente su enemigo.


–Entonces, sube al coche. 


Paula no había estado nunca en un aeródromo privado y, por supuesto, tampoco la habían tratado como si fuera de la realeza. Pero, en cuanto se bajaron de la limusina, el personal del avión se arremolinó a su alrededor como luciérnagas en una noche de verano, aunque la miraban como si no se pudieran creer que Pedro Alfonso viajara con ella.

Tentación: Capítulo 15

 –No, tú no eres responsable de mí –replicó–. Pero, si me quedo aquí, seré profundamente desgraciada. Me juzgarán cada vez que salga a la calle o vaya a la panadería. Me tomarán por una mujer de vida disipada, y ya sabes lo que me espera. ¿O has olvidado lo que pasa en los pueblos pequeños?


–No, no lo he olvidado. Me marché en cuanto pude y, francamente, me extraña que tú no hayas hecho lo mismo.


–No podía marcharme, Pedro.


–¿Por qué? 


Ella respiró hondo.


–Porque le hice una promesa a mi padre. Le prometí que cuidaría de mi madre cuando él no estuviera, y tenía que cumplir mi palabra –contestó–. Pero no le ha hecho ningún bien. Se ha vuelto dependiente de mí, y ya es hora de que aprenda a vivir por su cuenta.


Pedro guardó silencio.


–Necesito marcharme –insistió Paula–. Ayúdame.


Él volvió a entrecerrar los ojos.


–No sé qué puedo hacer por tí. Pero, si quieres, te puedes quedar en la villa cuando me vaya. Pagué el alquiler hasta finales de mes.


–No, no me puedo quedar en Sicilia.


–¿Y en Roma? Tengo una casa en la capital.


Ella sacudió la cabeza.


–Eso tampoco me serviría. A decir verdad, esperaba que me pudieras llevar a los Estados Unidos.


Pedro la miró con asombro.


–¿Lo dices en serio?


–Mira, solo busco un sitio donde me pueda quedar temporalmente, hasta que encuentre otra cosa.


–¿Solo quieres eso? –ironizó él.


–Asumiré todos los gastos. Te pagaré hasta el último céntimo, aunque tenga que trabajar el resto de mi vida –le prometió ella–. Necesito un respiro, Pedro. Seguro que puedes entenderlo. ¿No te ayudó nadie cuando estabas empezando?


Pedro frunció el ceño, porque sus palabras no habían caído en saco roto. Sí, claro que le habían ayudado. Su padrino le había dado el dinero necesario para viajar a los Estados Unidos y sobrevivir hasta encontrar un empleo. Sin embargo, eso no significaba que tuviera la obligación de hacer lo mismo con ella. Si su madre se había enfadado, que se enfadara. Si sus vecinos la criticaban, que la criticaran. Ya se les pasaría cuando surgiera otro escándalo. Paula no era problema suyo. Paula era una mujer adulta que se había acostado con él a sabiendas de lo que hacía. No la había engañado con falsas promesas. No le debía nada. 


Tentación: Capítulo 14

Paula se estremeció cuando Pedro la miró a los ojos. En cuanto lo vió, se dió cuenta de que no le agradaba la idea de que su amante de la noche anterior se presentara de repente en la mansión y le pidiera ayuda; sobre todo, teniendo en cuenta que estaba a punto de irse. Pero era tarde para echarse atrás y, en cualquier caso, no podía hacer otra cosa. Paula había llegado nerviosa, porque tenía miedo de que Pedro se hubiera marchado a San Francisco. Y el alivio que sintió al ver que el chófer estaba guardando el equipaje en la limusina desapareció ante el miedo de que no quisiera verla, un miedo que creció considerablemente cuando se bajó de la moto y se encontró ante él. Sus labios no le dedicaron ninguna sonrisa. Su mirada no tenía calidez. Reaccionó como si no se conocieran de nada, con un leve trasfondo de impaciencia, y ella se sintió tan fuera de lugar que se empezó a arrepentir de haber ido a su casa.


–¿Qué haces aquí? –preguntó él, arqueando una ceja–. ¿Has olvidado algo?


Paula supo que, si apelaba a la pérdida de algún objeto de valor sentimental, como un pendiente que había pertenecido a su abuela o algo así, Pedro sonreiría comprensivamente y enviaría a alguien a buscarlo. Pero no había perdido ningún pendiente. No había olvidado nada. No tenía más remedio que armarse de valor y ser sincera.


–Necesito que me ayudes –acertó a decir.


–¿Ayudarte? ¿Cómo?


Ella respiró hondo y jugueteó con el anillo de plata que llevaba en un dedo.


–Tengo que salir de Sicilia –respondió en voz baja.


–Paula, tus vacaciones no son asunto mío. 


–No se trata de tomarse unas vacaciones.


–Entonces, ¿De qué se trata?


–Para empezar, de pedirte consejo.


–¿Sobre qué?


–Sobre encontrar un trabajo.


Pedro se puso tenso, como si la declaración de Paula hubiera encendido todas sus alarmas. Pero, a pesar de ello, sonrió.


–Me temo que te has equivocado de persona. Es cierto que tengo una plantilla grande, pero no me encargo de las contrataciones y, aunque me encargara, no contrataría a nadie por simple capricho. Tendrás que hablar con mi departamento de recursos humanos. Y no te lo tomes a mal, por favor. No pretendo ser…


–Creo que no me he explicado bien –lo interrumpió Paula, consciente de que Pedro era su única esperanza–. No puedo volver a casa. Mi madre se ha enterado de que he pasado la noche contigo, y ahora lo sabe todo el pueblo. Si me quedo, me harán la vida imposible.


–Eso no es problema mío.


–Lo sé, pero…


–¿Pero qué? ¿Insinúas que una noche de sexo me convierte en responsable de tí? ¿Eso es lo que quieres decir? Te recuerdo que fui sincero contigo. Te dije que solo sería una aventura, y a tí te pareció bien. De hecho, me incitaste a ello, y no parecías preocupada por la posibilidad de que tu madre lo descubriera.


Paula apretó los puños, deseando decirle que era el hombre más irritante que había conocido en su vida. ¿Cómo era posible que se hubiera acostado con él? Pero tenía razón y, de todas formas, eso no era lo que importaba en ese momento. Si quería salir de Sicilia, necesitaba la ayuda de Pedro Alfonso. 

Tentación: Capítulo 13

 –¡Eres una furcia!


–Mamá, por favor…


–¿Qué quieres que te llame? ¡Has pasado la noche con Pedro Alfonso! ¿O es que lo vas a negar?


Paula miró a su madre, intentando mantener la calma. Se había dado cuenta de que pasaba algo malo en cuanto entró en la casa, aún dominada por la cálida satisfacción de su noche de amor. De hecho, casi se sentía orgullosa por haberse despedido de Pedro con toda tranquilidad, asumiendo el carácter pasajero de su relación. Pero su alegría se estrelló contra la furia de la mujer que la estaba esperando.


–¿Cómo lo has descubierto? –preguntó, ruborizada.


–¿Cómo crees? Llamé a Florencia, la amiga con la que supuestamente ibas a dormir. 


–¿La llamaste?


–Me mintió, claro. Dijo que estabas con ella y, cuando le pedí que te pusieras al aparato, respondió que no te podías poner en ese momento, pero no la creí. Y luego, Sofía Bertarelli me contó que estabas con él.


–¿Sofía Bertarelli? –acertó a preguntar Paula.


–Una de mis clientas, que resulta que es prima del ama de llaves de ese canalla. ¡Estaba tan deseosa de contarlo que me llamó de inmediato! –bramó su madre–. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? ¡Te has comportado como una prostituta! ¡Has arruinado tu reputación y, de paso, la mía! ¡Pero puedes estar segura de que no saldrás de este pueblo hasta que hayas aprendido unas cuantas lecciones sobre moralidad!


Paula entrecerró los ojos, sintiendo la súbita necesidad de plantar cara a su madre. ¿Sería porque acababa de tener la experiencia más liberadora de su vida? ¿La habría liberado en más sentidos de los que se imaginaba? Fuera como fuera, la miró sin temor ni vergüenza. Llevaba demasiado tiempo soportando una situación inadmisible, que ya no podía tolerar.


–Me has estado vigilando, ¿Verdad? –dijo.


–¡Por supuesto que sí! ¡Y, por lo visto, por buenas razones!


–No tienes derecho a vigilarme, mamá. Tengo veintiocho años, y puedo hacer lo que quiera mientras no haga daño a nadie. Y no lo he hecho –afirmó, alzando la barbilla–. No he hecho nada malo.


Lamentablemente, su madre hizo caso omiso y siguió a lo suyo.


–¡No saldrás del pueblo hasta que yo te dé permiso! ¡Trabajarás duro y asumirás la posición que te ha tocado en esta vida! Ya es hora de que te cases con un hombre decente, si es que no es demasiado tarde. Y no volverás a acostarte con nadie capaz de aprovecharse de tu estupidez y tu falta de sentido común.


Paula se quedó atónita con su declaración, la más hiriente de todas las que le había dedicado. Pero, quizá por eso, por el carácter brutal de sus palabras, decidió hacer algo que debería haber hecho antes.


–No me puedes obligar –replicó–. No me puedes retener por la fuerza.


–¡Intenta impedírmelo!


–No entiendes lo que estoy diciendo –repuso Paula, sorprendentemente tranquila–. Las cosas tienen que cambiar. Necesito que cambien. No hago otra cosa que trabajar para tí sin recibir ningún agradecimiento. Me tratas como si fuera una niña de cinco años, pero soy una mujer adulta… Y eso se ha terminado, mamá. Me voy. Me marcho ahora mismo.


–¿Ah, sí? –gritó ella, siguiendo a Paula por las escaleras–. ¿Cómo voy a cuidar del negocio si no haces la ropa?


Al llegar arriba, Paula sacó una vieja maleta y empezó a guardar las prendas que había pensado llevar a Florida, para asistir a la boda de su prima.


–Eres perfectamente capaz de cuidar de tí misma. O, si lo prefieres, contrata a una aprendiza. Hay jóvenes en el pueblo que estarían encantadas de tener esa oportunidad.


–¿Y dónde vas a ir? –le preguntó su madre–. Nadie te dará alojamiento en Sicilia. 


Paula cerró la maleta, guardó el pasaporte y sus escasos ahorros y, a continuación, se quitó la ropa que llevaba y se puso un vestido.


–A San Francisco –respondió.


–¿Para estar con él? –dijo su madre, soltando una carcajada burlona–. ¿Crees que te querrá después de haber conseguido lo que quería?


Paula sacudió la cabeza. No, no era tan tonta. No creía que su historia con Pedro Alfonso fuera un cuento de hadas. Ni siquiera había fantaseado con la posibilidad de que, durante las horas transcurridas desde su noche de amor, hubiera decidido que era la mujer de sus sueños y que no podía vivir sin ella. Sin embargo, Pedro había demostrado ser un hombre íntegro, y estaba segura de que la ayudaría. A fin de cuentas, tenía un avión privado y los medios necesarios para ayudarla a encontrar un empleo en los Estados Unidos. No supondría ningún esfuerzo para su rico amante. No para alguien tan influyente. Y, por otra parte, era lo único que esperaba de él. ¿O quería algo más? 

jueves, 15 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 12

 –No, envié un mensaje a una de mis amigas, Florencia. Le pedí que me cubriera las espaldas si mi madre la llamaba por teléfono.


–En ese caso, será mejor que te duches. Cuando termines, me encargaré de que suban tu motocicleta a una de las camionetas y te llevaré yo mismo al pueblo, para que no tengas que conducir.


–No es necesario. Puedo volver por mi cuenta.


Él entrecerró los ojos, como si no estuviera acostumbrado a que le llevaran la contraria, y ella le dedicó una sonrisa y se levantó de la cama con fingida seguridad. Pero se derrumbó cuando entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. ¿Qué le estaba pasando? Solo habían tenido una relación sexual, una aventura pasajera. Sabía que no podía ser otra cosa, y le había parecido bien. Entonces, ¿Por qué deseaba algo más? ¿Por qué se había sentido más amada que nunca? Desesperada, se pasó una mano por el pelo y se recordó que no debía sentirse así. Era demasiado peligroso. Luego, se duchó, se puso la ropa y volvió al dormitorio, donde la esperaba una bandeja con un servicio de café. ¿Habría regresado el ama de llaves? Esperaba que no, porque tenía la sensación de que la había mirado con desaprobación el día anterior.


–Siéntate y toma algo –dijo Pedro, ofreciéndole una taza.


Paula no se quería sentar, pero el café estaba tan bueno que cambió de opinión. Y, mientras disfrutaba del revitalizante brebaje, sacó fuerzas de flaqueza y dijo, con una tranquilidad que estaba lejos de sentir:


–Bueno, supongo que esto es todo. Es hora de que me marche.


–Paula…


Paula sacudió la cabeza, enfadada con lo que sentía. No había cometido ningún delito. Se había limitado a disfrutar de la noche con un hombre que había resultado ser un amante experto y considerado. Ni le había hecho promesas falsas ni ella se las había pedido.


–No digas nada, por favor. No es necesario –declaró–. He disfrutado mucho, más de lo que me imaginaba. Nunca había sentido nada igual. Es mejor que nos despidamos y que volvamos a nuestras respectivas vidas.


Paula sintió cierta satisfacción al ver su expresión de incomodidad. Obviamente, estaba acostumbrado a ser él quien ponía fin a sus encuentros amorosos. Pero no tenía motivos para quejarse. Le había ahorrado un momento embarazoso.


–Está bien. Te acompañaré.


–No hace falta –insistió ella.


–He dicho que te acompañaré, y te acompañaré.


La extraña sensación de volver sobre los pasos del día anterior sumió a Paula en la perplejidad, y se quedó aún más perpleja cuando llegaron al lugar donde estaba la moto, con el casco colgado del manillar. Brillaba tanto que parecía nueva. Por lo visto, el chófer de Pedro se había tomado la molestia de limpiarla.


–¿Paula?


Ella lo miró a los ojos, convencida de que le iba a dar un beso de despedida, una especie de premio de consolación. Pero se apartó de él, porque tenía la sospecha de que, si volvía a sentir el contacto de sus labios, se hundiría.


–¿Qué ocurre? –preguntó él, frunciendo el ceño.


–Que tu ama de llaves está en un balcón, y puede vernos.


–¿Y a quién le importa eso?


–A mí –respondió ella, poniéndose el casco.


La sorpresa de Pedro fue monumental. Esperaba que se quedara el tiempo necesario para darle su número de teléfono, pero se giró hacia la moto como si ardiera en deseos de poner tierra de por medio. Paula alzó entonces una de sus piernas y la pasó por encima del sillín, dándole ocasión de admirar sus nalgas. No se podía decir que llevara una ropa precisamente reveladora, pero él se sintió como si lo fuera, porque había podido disfrutar del sensual cuerpo que ocultaba. Cuando ella arrancó, él intentó sentirse agradecido por la naturalidad con la que afrontaba su despedida. Pero se sintió profundamente frustrado al verla alejarse bajo el radiante sol de Sicilia.

Tentación: Capítulo 11

Al principio, Paula pensó que estaba sola, porque el silencio era absoluto. Pero luego, se sobrepuso al extraño sentimiento de plenitud que la dominaba, abrió los ojos y, tras estirarse con languidez, vió que Pedro estaba junto al balcón, completamente vestido. Mientras lo admiraba, recordó lo sucedido y soltó un gemido que él debió de oír, porque se giró de repente. Ella pensó entonces que era el hombre más atractivo del mundo, y deseó volver a vivir su experiencia nocturna. Habían hecho el amor varias veces, y todas habían sido tan arrebatadoras que él la había tenido que cubrir de besos para calmarla.


–Ah, estás despierta.


–Lo estoy –replicó ella, intentando que no se le quebrara la voz.


Había sido una noche maravillosa. Había perdido su virginidad y había descubierto el amor de la forma más apasionada posible. Pero eso era todo, por mucho que se hubiera abierto a él en los momentos de descanso y le hubiera confesado su sueño de marcharse a vivir sola y hacer algo con su vida. Sabía a lo que estaba jugando. Sabía que no tenían ningún futuro, y que no debía cometer el error de hacerse ilusiones. Pedro se lo había dejado bien claro. Le había dicho que solo sería sexo, una noche de amor y nada más.


–Parece que te tienes que ir –continuó ella–. Pero no te preocupes por mí. Estoy bien.


Pedro la miró con una inseguridad impropia de él. Sí, sentía la necesidad de marcharse, y tan lejos de allí como pudiera. Pero se sintió un cobarde; en parte, porque le había quitado la virginidad y, en parte, porque la inexperiencia de Paula no había impedido que se mostrara asombrosamente apasionada. ¿Qué había pasado allí? Durante algunos momentos de la noche, se había sentido como si fuera víctima de un hechizo. Una chica de provincias que acababa de descubrir el amor había conseguido algo sorprendente: Que perdiera el control de sus emociones. Y no le gustaba nada. Nada en absoluto.


–¿Seguro que estás bien?


–Sí.


Él sacudió la cabeza.


–No lo comprendo, Paula. ¿Por qué me has ofrecido tu virginidad? – preguntó, perplejo–. Soy prácticamente un desconocido.


Paula se sentó en la cama, y su melena de oscuros rizos cayó sobre sus rosados pezones, excitándolo.


–Ni yo te he ofrecido mi virginidad ni tú me la has quitado –contestó ella–. Es algo natural, que ocurre todo el tiempo. Cosas de la vida.


–Ya, pero tú has elegido perderla con un hombre como yo, que solo quiere un poco de diversión cuando se cansa del trabajo.


Paula clavó en él sus grandes ojos y dijo, sorprendiéndolo otra vez:


–No quiero que te vayas. Quiero que me enseñes.


Pedro frunció el ceño.


–¿Enseñarte? ¿Qué quieres que te enseñe?


–Todo lo que sepas sobre el placer.



Pedro cruzó la habitación y se sentó en la cama, reviviendo de nuevo su experiencia nocturna. Paula lo había vuelto loco con su mezcla de inocencia y apetito sexual. Y ahora, pretendía volverlo loco con su deseo de aprenderlo todo sobre el placer.


–¿No te echará nadie de menos? –preguntó, manteniendo las distancias para no caer en la tentación de tocarla–. ¿No se habrá preocupado nadie por tu ausencia?


Ella volvió a sacudir la cabeza.

Tentación: Capítulo 10

Pedro se quitó cuidadosamente su bañador, soltando una palabrota que sorprendió a Paula hasta que vió el motivo de su incomodidad y se ruborizó. Estaba tan excitado que una maniobra tan sencilla como desnudarse le había resultado difícil.


–¿Te has ruborizado? –dijo él en tono juguetón–. ¿Por qué será?


Paula se preguntó qué habría dicho si hubiera sabido que era la primera vez que veía desnudo a un hombre y, por supuesto, la primera vez que veía una erección; pero guardó silencio porque habría deducido que era virgen, y no se podía arriesgar a que la rechazara. No quería que la ordenara vestirse y la enviara a casa. No soportaba la idea de volver al pueblo en su pequeña moto, atrapada entre el sentimiento de frustración y el de humillación. Ardía en deseos de hacer el amor con él. Lo necesitaba más de lo que había necesitado nada en toda su vida.


–No es rubor –mintió–. Es que hacía mucho calor en la piscina.


–Pues va a hacer más calor dentro de un momento –replicó él, soltando una carcajada sensual–. Ven aquí, bella.


Sin advertencia alguna, Pedro le pasó un brazo por debajo de las rodillas y la llevó en vilo hasta la enorme cama, donde sus ojos azules se clavaron en ella con tanto ardor que la hicieron sentirse verdaderamente hermosa. Luego, empezó a acariciar su piel desnuda con movimientos lentos, para darle el mayor placer posible. Y Paula se estremeció. Era como si se estuviera derritiendo por dentro. Su calor y su tensión crecían inexorablemente, y la empujaban a retorcer las caderas, buscando que la tocara donde más lo ansiaba. Pero no la tocó.


–Oh, Pedro…


–¿Sí?


Paula no se atrevió a pedirle lo que quería, aunque tampoco hizo falta. Justo entonces, él le metió una mano entre los muslos y concentró sus atenciones en el punto más sensible de su cuerpo, adivinando sus pensamientos.


–¿Esto es lo que quieres?


–Sí –respondió ella, cerrando los ojos.


–¿Y esto? –preguntó él, frotándola con más intensidad.


–¡Sí!


Pedro soltó una suave carcajada y adoptó un ritmo continuado que la arrastró a una cumbre de placer inigualable. Y entonces, empezó a caer o quizá, a volar. No habría sabido decirlo, pero se sintió como si la hubiera desarmado y la hubiera armado otra vez.


–Lo sabía –dijo él, asintiendo–. En cuanto te ví, supe que eras verdaderamente apasionada. 


Paula volvió a pronunciar su nombre, y él se giró hacia la mesilla y alcanzó un preservativo, que se puso antes de tumbarse sobre ella y besarla de nuevo.


–Te deseo tanto, Paula… Eres increíble.


Paula le acarició la mejilla, profundamente halagada. No sabía si lo había dicho en serio, pero eso carecía de importancia. Estaba con un hombre verdaderamente magnífico, y quería disfrutar de cada segundo. Por desgracia, su encuentro romántico se interrumpió de repente cuando Pedro intentó penetrarla y encontró resistencia. Su expresión se volvió sombría, como si acabara de darse cuenta de lo que pasaba, y hasta soltó una maldición que en otras circunstancias la habría ruborizado. Pero a ella no le preocupaban las maldiciones, sino la posibilidad de que no quisiera seguir adelante.


–¿Eres virgen?


Ella asintió.


–¿Por qué no me lo habías dicho?


En lugar de responder, Paula alzó las caderas instintivamente, apretándose contra su erección. Y, en lugar de protestar, Pedro soltó un suspiro, la penetró con tanta delicadeza como le fue posible y se empezó a mover. Poco a poco, Paula volvió a perder el control de sus sensaciones, empujada de nuevo hacia las alturas del orgasmo, encantada ante la perspectiva de volar otra vez. Y entonces, él soltó un grito ahogado y se vació en ella, con la espalda empapada de sudor. Cuando terminó, no se oía nada salvo el sonido de sus agitadas respiraciones, que reverberaban en las paredes de la inmensa habitación. 

Tentación: Capítulo 9

 –¿No tienes novio? –dijo, acariciándole el brazo.


–No.


–¿Ni un montón de hermanos que se puedan enfadar? –preguntó, entre en serio y en broma.


–No, soy hija única.


Pedro estuvo a punto de decirle que él también era hijo único, pero se lo calló. Y un segundo después, la tomó entre sus brazos y asaltó sus labios. Ella suspiró, y él estuvo a punto de hacer lo mismo, porque nunca le habían besado de aquella manera. Los movimientos de la lengua de Paula eran casi primitivos, pero también intensamente eróticos, como el roce de su suave estómago mientras se frotaba contra su cuerpo. Excitado, acarició sus húmedos rizos, la abrazó con más fuerza y aumentó la intensidad de sus atenciones hasta que se le doblaron las piernas y él tuvo miedo de que se cayera. Solo entonces, rompió el contacto y, tras acariciarle los senos, dijo:


–Quiero tocarte. Quiero explorar tu deliciosa piel. ¿Puedo?


–Sí –respondió ella, sin aliento.


Él sonrió y le bajó la empapada tela del bañador. Luego, admiró sus senos desnudos y le chupó los dos pezones, que sabían a cloro. Paula gimió y se frotó de nuevo contra él, en una muda invitación que aumentó la erección de Pedro y acabó con el escaso control que aún mantenía. Ya no podía esperar. Necesitaba hacerle el amor. Pero ¿Dónde? ¿En una de las tumbonas? ¿Dentro de la piscina, para que la frialdad del agua contrastara con el calor de sus cuerpos? Desgraciadamente, no tenía ningún preservativo a mano y, si entraba en la casa para buscar uno, rompería la magia del momento.


–No creo que nos pueda ver nadie –declaró, poniéndole las manos en los hombros–, pero tampoco me quiero arriesgar a que algún mirón disfrute a nuestra costa. ¿Por qué no vamos dentro?


–¿Y tus empleados?


–No están. Les he dado la tarde libre.


Paula lo miró como si quisiera conocer el motivo, y él se alegró de que no se lo preguntara, porque le habría tenido que confesar que se los había quitado de encima con la esperanza inconsciente de acostarse con ella.


–Entonces, vamos –replicó, subiéndose el bañador.


Pedro la tomó de la mano y la llevó hacia la villa por un camino flanqueado de cactus. El sol calentaba tanto que ya le había secado la piel, pero sus pezones seguían tan enhiestos como si hiciera frío, y Paula volvió a dudar de lo que iban a hacer. ¿Es que se había vuelto loca? Quizá. Desde luego, no podía negar que estaba loca de deseo. Pedro ni siquiera había tenido que tocarla para seducirla; le había bastado con una simple mirada. Y, lejos de aprovechar la circunstancia, había intentado convencerla de que olvidara el asunto y había tratado de desanimarla con una breve y sincera explicación sobre la naturaleza de su aventura, que sería puramente sexual. Pero a ella no le importó. A fin de cuentas, ¿Por qué se iba a desanimar? ¿Habría sido mejor que él mintiera y le prometiera la luna y las estrellas? Evidentemente, no. Y Paula tenía la conciencia tranquila cuando entraron en el enorme y lujoso vestíbulo de la mansión. No iba a hacer nada malo. Solo iba a poner fin a la solitaria y fría existencia que había llevado, encerrada en el pueblo, sin hacer otra cosa que trabajar a la sombra de su madre. Por fin tenía la oportunidad de experimentar el amor. Había esperado muchos años, y no iba a seguir esperando.


–Me encantaría enseñarte la villa, pero dudo que me pueda concentrar en esas cosas –le confesó él, con voz ronca–. ¿Te parece bien que subamos directamente al dormitorio? Si no has cambiado de idea, claro.


Los ojos de Pedro se oscurecieron, y ella tuvo miedo de que se echara atrás; pero apretó su mano con más fuerza y, tras llevarla por la grandiosa escalera, abrió una puerta y la introdujo en una sala de muebles antiguos cuyas vistas de la campiña siciliana eran tan bellas como las de la piscina. Sin embargo, ninguno de los dos les prestó atención, porque él le apartó el cabello de la cara, la tomó de nuevo entre sus brazos y reclamó su boca con un lento e hipnótico beso. En respuesta, Paula inclinó la cabeza, se apoyó en sus hombros y le regaló toda la energía de su inexperto apasionamiento. Se sentía como si hubiera entrado en otra dimensión. Y, durante unos segundos, él pareció satisfecho con su fervor.


–Necesito verte desnuda –afirmó entonces con impaciencia.


Acto seguido, le bajó el bañador y dejó que cayera al suelo. Era la primera vez que Paula estaba desnuda delante de un hombre; pero, en lugar de perder la seguridad, se sintió más fuerte y poderosa que en toda su vida. ¿Cómo no sentirse así cuando un hombre tan atractivo la estaba mirando como si quisiera devorarla? 

martes, 13 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 8

Sin embargo, él no se movió. Se quedó plantado en el sitio, y Paula se dió cuenta de que no quería acostarse con ella. Por mucho que la deseara, no quería hacer nada de lo que se pudiera arrepentir más tarde. Pero ella, sí. Lo quería y lo necesitaba. Por eso nadó hacia él, se incorporó y, tras ponerse de puntillas, apoyó las manos en sus anchos y húmedos hombros. Por eso alzó la barbilla y le besó.  Pedro intentó hacer lo que consideraba correcto: No responder de ninguna manera, aunque le estuviera clavando los dedos en los hombros, aunque estuviera apretando los senos contra su pecho, aunque le hubiera provocado una erección. Lo intentó. Se quedó tan inmóvil como le fue posible y se recordó que no era su tipo de mujer, sino todo lo contrario. Pero fracasó, porque la deseaba más de lo que recordaba haber deseado a nadie. ¿Cómo había conseguido que perdiera la cabeza de tal manera? ¿Sería por sus ojos de largas pestañas? ¿Sería quizá por la melena mojada que caía sobre sus lujuriosas curvas? No lo sabía, pero le había pasado lo mismo durante el trayecto en el coche, y había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no apartar la vista de la carretera. De hecho, estaba tan preocupado con su propia reacción que, en cuanto llegaron a la piscina, se excusó para quedarse a solas y liberarse de los pensamientos eróticos que lo atormentaban. Y lo consiguió. Por lo menos, hasta que salió de su habitación y la vio nadando como una morena y voluptuosa sirena. En ese momento, comprendió que Paula Chaves podría ser un problema para él, y decidió sacarla de allí a toda prisa; pero entonces, ella se le acercó, se apretó contra su cuerpo y le dio un beso en los labios, destrozando sus planes. Hasta podía sentir la exquisita caricia de sus endurecidos pezones. Sin embargo, Pedro se limitó a bajar la cabeza para poder susurrarle al oído, aunque era del todo innecesario. ¿Quién les iba a oír? Había dado la tarde libre al chófer y al ama de llaves. Se había encargado de que se quedaran a solas, como si inconscientemente estuviera decidido a verla desnuda y hacerle el amor.


–No podemos hacer esto –dijo con voz ronca.


–¿Por qué no?


Él respiró hondo y la miró a los ojos.


–Porque… Porque no tendría sentido –acertó a responder.


–¿Sentido?


Pedro asintió. La ropa de Paula Chaves era tan vieja como su moto, lo cual demostraba que no nadaba en la abundancia. Y él no era estúpido. La prensa del corazón lo presentaba constantemente como un gran partido, una pieza de lo más apetecible para muchas mujeres. Pero ella no tenía ninguna posibilidad de llevarlo al altar, y era importante que destruyera sus absurdas fantasías antes de que hicieran nada. Debía saber que solo le podía dar sexo, que no tenían ningún futuro.


–Me voy mañana por la mañana. Y, aunque no me fuera, seguiría siendo un error –afirmó–. Somos demasiado distintos.


–¡No me importa lo distintos que seamos!


Pedro entrecerró los ojos. Su declaración fue tan sincera y ferviente que lo desarmó casi por completo.


–¿Estás segura de que quieres seguir adelante? –preguntó, tuteándola por primera vez.


–Lo estoy.


–Bueno, si estás tan segura como dices, debes saber que no significaría nada. Sería sexo… Una noche de amor y nada más.


Ella dudó un momento antes de hablar, como si estuviera sopesando sus palabras.


–¿Y si solo busco sexo? –replicó con sensualidad.


Él pensó que su contestación era tan correcta como incorrecta a la vez, como encender un fuego y apagarlo al mismo tiempo.




Tentación: Capítulo 7

 –¿Le gusta?


–¿Que si me gusta? Desde luego que sí.


Los jardines dieron paso a una imponente mansión que se alzaba entre palmeras. Había macizos de flores por todas partes, y en la distancia se veía una piscina. Cuando bajaron del coche y se dirigieron a la entrada, salió a recibirlos la que debía de ser el ama de llaves, una mujer de mirada intensa y ropa negra que los saludó con una sonrisa. Al verla, Paula se sintió aliviada. No era de Caltarina, así que no podría reconocerla.


–Carla, ¿Podría llevarnos café a la piscina? –dijo él, antes de girarse hacia Paula–. Acompáñeme, por favor. Le diré dónde puede cambiarse.


Paula lo siguió por los jardines, esforzándose por admirarlos, pero no le interesaban ni la vegetación ni las estatuas que adornaban el lugar, sino los anchos hombros de Pedro, su fluida y segura forma de caminar y los negros rizos de su cabello, que deseó acariciar. Irradiaba energía y poder. Justo entonces, se dio cuenta de que se había puesto en una situación potencialmente peligrosa y, cuando llegaron a la piscina de horizonte infinito, cuyas vistas quitaban el aliento, la miró como si no tuviera ningún interés. Se había quedado a solas con un desconocido, y en su casa. Pero no sintió miedo alguno. Por algún motivo, confiaba en él.


–Puede cambiarse ahí –dijo Pedro, señalando un edificio que parecía un chalet suizo–. Vuelvo enseguida. Voy a ponerme algo más fresco.


Paula se alegró de quedarse a solas, porque necesitaba recuperar el aplomo. Sin embargo, su breve alivio se esfumó segundos después, al entrar en el edificio y mirarse en un espejo de cuerpo entero. Estaba acalorada, ruborizada, claramente nerviosa. Y eso no era lo peor, como tuvo ocasión de comprobar cuando se quitó la ropa y el sujetador y se bajó las braguitas: también estaba húmeda. Pero ¿Por qué la desconcertaba tanto? El hecho de que fuera virgen no significaba que no pudiera reconocer los síntomas de la excitación sexual. Tras reírse de sí misma, abrió la mochila, sacó el bañador, se lo puso y se volvió a mirar en el espejo. Desgraciadamente, la escueta prenda de color azul enfatizaba sus curvas de tal manera que se le cayó el alma a los pies. ¿Qué estaba haciendo allí? Respiró hondo y salió del chalet. Pedro no había regresado, pero el ama de llaves había dejado un servicio de café en una de las mesitas.  Decidida a darse un chapuzón y marcharse cuanto antes, se acercó a la piscina, metió un pie para comprobar la temperatura y se lanzó. El agua estaba maravillosamente fresca, y calmó un poco sus nervios; por lo menos, hasta que salió a la superficie y vio a Salvatore en bañador, lo cual provocó que se le endurecieran los pezones. Se maldijo para sus adentros. ¿Por qué reaccionaba así ante el simple hecho de que se hubiera puesto un bañador? ¿Qué esperaba, que se bañara con el traje negro que había llevado en el entierro de José Cardinelli? Una vez más, se repitió que debía salir disparada de aquel sitio. Sus estúpidas fantasías se estaban rebelando contra ella. Debía volver al pueblo, a su casa, a su mundo. Pero ni hizo ademán de marcharse ni apartó la vista de él. Era el hombre más atractivo que había visto nunca. Su moreno y escultural cuerpo brillaba al sol y, por si eso fuera poco abrumador, aquel maravilloso tipo de hombros anchos, caderas estrechas y piernas musculosas la estaba mirando. Se pasó la lengua por los labios, incapaz de controlarse. Luego, se ruborizó y empezó a nadar de nuevo, con la esperanza de que el agua la volviera a tranquilizar. Pero esa vez no surtió el mismo efecto; en parte, porque Pedro se metió en la piscina por la zona menos profunda y, tras sumergirse un momento, se puso en pie y le ofreció una vista sublime de su pecho desnudo, por el que resbalaban gotas como diamantes. Paula lo deseó de un modo absolutamente primario, como si todas las células de su cuerpo quisieran sentir el contacto de su piel. Y, a pesar de su absoluta falta de experiencia, supo que solo podía hacer una cosa para satisfacer su hambre. Pero… ¿La quería hacer? La respuesta llegó un segundo más tarde, cuando clavó la vista en sus ojos. Sí, claro que sí. Ya no le importaba lo demás. Ni siquiera se preguntó si Pedro se había puesto tenso porque había adivinado lo que estaba pensando o porque había visto que los pezones se le habían endurecido. Se sentía como si una fuerza exterior hubiera tomado el control de su cuerpo, una fuerza sencillamente irresistible. 

Tentación: Capítulo 6

Paula miró a las mujeres de la playa, cuyos bikinis consistían en unos triángulos diminutos que alguien tan exuberante como ella no se habría podido poner; y, mientras las miraba, se preguntó cómo reaccionarían si pasara a su lado con su viejo bañador. Seguramente, la echarían por cometer un delito contra la moda.


–No, aquí no. Es una playa privada, que solo pueden usar los clientes del hotel.


–Bueno, yo no me preocuparía por eso –declaró él, consciente de que nadie le negaba nada–. Seguro que no ponen objeción.


Paula sacudió la cabeza,


–Se lo agradezco mucho, pero yo… –se detuvo, presa del pánico–. Olvide lo que he dicho. Si no le importa, preferiría nadar en otra parte.


Pedro la miró con interés.


–¿Le apetece nadar en mi villa? No hay nadie.


Paula se quedó atónita.


–¿Es que se va a quedar aquí? ¿En Sicilia?


Él se encogió de hombros.


–Solo a pasar la noche. Vuelvo a San Francisco por la mañana.


–No quiero causarle molestias.


–No es ninguna molestia. Mi coche está fuera.


–Y mi moto.


–Entonces, le diré a mi chófer que vuelva en ella y la llevaré yo mismo a mi villa. Podrá nadar tanto como quiera y marcharse cuando le apetezca.


–¿Y a su chófer no le importará?


–Le pago para que no le importe –contestó él con arrogancia–. Y le pago bastante bien.


Ella se mordió el labio inferior, y Pedro pensó que era manifiestamente besable. ¿Se lo habría mordido para provocarle esa reacción? No tenía forma de saberlo. Estaba acostumbrado a que las mujeres coquetearan con él; pero Paula Chaves mantenía las distancias, y esa novedad le resultaba de lo más excitante.


-Bueno, por qué no –contestó ella, apartándose el pelo de la cara.


Pedro frunció el ceño, porque no era la respuesta entusiasta que esperaba. Ni siquiera le había dado las gracias. Desconcertado, se levantó de la silla y la volvió a mirar. ¿De qué iba aquella preciosa siciliana? ¿Y qué pretendía él? ¿Seducirla? ¿Arrancarle los vaqueros y su casi puritana camiseta para contemplar las delicias que ocultaban? En principio, no. Nunca le habían gustado las aventuras de una sola noche y, aunque le hubieran gustado, no se podía acostar con una provinciana que confundiría el sexo con el amor y se haría ilusiones. Solo intentaba ser amable.


–Muy bien. Pues vámonos –replicó.


Tal como Paula sospechaba, el chófer se sorprendió un poco cuando le dieron el casco y le dijeron que llevara la motocicleta a la casa, pero no protestó; se limitó a subir a la pequeña máquina de 50 cc. mientras su jefe le abría a ella la puerta de su coche. Y menudo coche. Era una limusina de asientos de cuero, cuyo motor hizo menos ruido que su secador de pelo cuando Pedro arrancó, tomó una de las carreteras de la zona y, a continuación, giró en uno de los caminos de la falda contraria de la montaña. Ella tuvo la impresión de que aquel lugar pertenecía a otro mundo; era el más tranquilo y bonito de la isla, donde los turistas ricos gastaban ingentes sumas de dinero para poder vivir el sueño siciliano o, más bien, una versión lujosa del mismo. Pero no pudo disfrutar de la belleza del paisaje, porque no podía apartar la vista de las musculosas piernas de su anfitrión.


–¿Está cómoda? –preguntó él.


–Mucho –mintió Paula.


Pedro se había puesto unas gafas de sol, y le parecía más sexy e inaccesible que nunca, aunque no le sorprendió demasiado. A fin de cuentas, estaba con un hombre inaccesible de verdad, un multimillonario imponente que vivía en San Francisco y llevaba una vida completamente distinta a la suya. Sin embargo, ese pensamiento no impidió que se le endurecieran los pechos ni que aumentara su tensión sexual; de hecho, había llegado a tal punto que casi no podía respirar con normalidad. Pero, a pesar de ello, sacó el teléfono móvil de la mochila y lo apagó, porque no quería que su madre le arruinara el día con una llamada. Había encontrado la aventura que buscaba y, aunque no se hacía ilusiones con lo que pudiera pasar, estaba decidida a disfrutar cada segundo.


–¡Madonna mía! –exclamó al entrar en la propiedad de Pedro, rodeada por una gran verja de hierro–. ¿Esto es real?


Él sonrió.

Tentación: Capítulo 5

Al cabo de un rato, le empezó a preocupar la posibilidad de que se aburriera con ella. No parecía aburrido, pero ¿Cómo podía estar segura, si nunca había estado en ese tipo de situación? Él era un hombre de mundo y ella, una simple chica de provincias, cuyos temas de conversación no eran particularmente interesantes. Quizá había llegado el momento de marcharse.


–Supongo que debería irme –anunció.


–No lo dice con mucho convencimiento –comentó Pedro, entrecerrando los ojos–. Además, casi no ha probado la comida.


Paula miró el plato y pensó que tenía razón. Todo estaba muy bueno, pero se sentía incapaz de tomar otro bocado. El potente carisma de su acompañante la desequilibraba de tal manera que no podía ni tragar. Y, aunque siempre había sido una mujer cautelosa, estaba tan encantada con sus atenciones que no se reconocía a sí misma. Pedro había pedido que les sirvieran la comida en la playa, en una de las mesas con sombrilla. Paula se alegró mucho, porque se pudo quitar las zapatillas deportivas y los calcetines y poner los pies en la arena mientras contemplaba al ejército de camareros que se afanaban por atenderlos. Fue la experiencia más lujosa que había tenido en sus veintiocho años de existencia y, para su sorpresa, también fue una de las más relajadas. Aterrada ante la idea de decir o hacer algo poco elegante, se dedicó a observar las reacciones de él para no meter la pata. Sin embargo, resultó ser un hombre sencillo, que no se comportaba como el típico multimillonario. En lugar de pedir langosta o vieiras, pidió unas tradicionales berenjenas con queso y salsa de tomate, y las devoró con la camisa remangada, como habría hecho cualquier trabajador.


–Ni siquiera sabía que hubiera berenjenas en la carta –comentó ella.


–Porque no las hay –replicó él–, aunque siempre las preparan cuando vengo. Saben que me gustan mucho.


–¿Y eso? ¿Era uno de los platos que le preparaba su madre cuando era niño?


–No –dijo Pedro–. Mi madre no cocinaba.


Su tono de voz sonó tan frío que Paula se arrepintió de habérselo preguntado, y optó por relajar el ambiente con una serie de preguntas inocentes sobre su vida. Pedro le contó cosas que hasta las cotillas del pueblo desconocían. Le dijo que había sido camarero en los Estados Unidos y que un día, al oír que su jefe se quejaba sobre las dificultades de hacer transferencias internacionales, decidió inventar una aplicación de telefonía móvil que solucionara el problema.


–¿Así como así? –preguntó ella, sorprendida.


–Sí, así como así. Gané una verdadera fortuna.


–¿Y qué hizo después?


–Bueno, diversifiqué mi cartera de inversiones y me dediqué a comprar propiedades inmobiliarias y centros comerciales. Hasta adquirí una compañía de jets privados para llevar a pasajeros ricos por todo el Caribe.


Pedro siguió hablando y le contó que, cuando tuvo más dinero del que podría gastar en cien vidas, creó una fundación para niños abandonados y le puso su nombre. Pero parecía más interesado en saber de ella, y se interesó por su trabajo. En contestación, Paula se puso a hablar de la sastrería de su madre, aunque tuvo la sensación de que la miraba como si fuera un animal raro o, quizá, una curiosidad sociológica de otros tiempos. 


–¿No ha salido nunca de Sicilia? –preguntó él al cabo de un rato.


–Estuve a punto de salir el año pasado –respondió ella, algo a la defensiva–. Tenía que ir a Florida para asistir a la boda de mi prima, pero…


–¿Pero?


–Mi madre se puso enferma, y me pidió que me quedara.


–Y no estaba tan enferma, ¿Verdad? –dijo Pedro.


–No, no lo estaba. Pero… ¿Cómo lo ha sabido?


Él soltó una carcajada.


–No hace falta ser un genio para adivinar que su madre la manipuló. Son cosas de la condición humana.


Paula guardó silencio. Para entonces, ya se habían tomado los cafés y, como tenía miedo de estar alargando innecesariamente la velada, se puso los calcetines y las zapatillas deportivas y dijo:


–Será mejor que me marche.


–Una vez más, lo dice como si no se quisiera ir –replicó Pedro, que pidió la cuenta al camarero–. ¿Tiene algo especial que hacer?


Paula, que le había ofrecido una visión idílica del pueblo mientras le hablaba de su trabajo, se estremeció. ¿Qué habría pensado el famoso multimillonario si hubiera sabido la verdad? Volver al pueblo no era volver a un lugar maravilloso, sino a las exigencias de su madre y a las telas baratas que debía convertir en faldas, camisetas y vestidos; era volver a la máquina de coser, a la soledad y al silencio, interrumpido de vez en cuando por las campanas de la iglesia. Pero ¿Por qué tenía que volver?


–No, a decir verdad, no –contestó, dominada por un súbito sentimiento de rebeldía–. Aunque me esperan para cenar, claro.


–Claro –repitió él, dejando unos billetes sobre la cuenta–. Y dígame, ¿Qué habría hecho esta tarde si no se hubiera encontrado conmigo?


Paula lo pensó un momento. Habría ido a su cala preferida, con la esperanza de que no hubiera nadie y, tras nadar lo suficiente para cansarse, se habría quitado el bañador y se habría tumbado a tomar el sol. Pero no estaba dispuesta a confesarle eso, de modo que se limitó a decir:


–Habría ido a nadar.


Él echó un vistazo a su alrededor.


–¿A nadar? ¿Aquí?

jueves, 8 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 4

Atónito, admiró su rostro durante unos segundos y sintió algo extraño en lo más profundo de su corazón, algo que no encajaba con su forma de ser. ¿Sería que empezaba a ser consciente de haberse quedado completamente solo en el mundo? Aunque su padrino hubiera estado diez años en coma, era su único nexo con el pasado. Sin embargo, no quería caer otra vez en sus sombríos pensamientos. Necesitaba una distracción, y la belleza local que tenía delante era la candidata perfecta. Como no estaba seguro de que fuera una decisión sensata, examinó los motivos por los que quería que se quedara con él. No tenía intención de seducirla. No era del tipo de mujeres que le gustaban y, aunque lo hubiera sido, supuso que tendría un montón de familiares que exigirían que se casara con ella si la llegaba a tocar. Pero ¿Qué podía pasar si se limitaban a charlar un rato? Teóricamente, nada. Y, por otra parte, se sentía desconcertantemente atraído por la expresión de cansancio que ensombrecía sus rasgos, como si cargara todo el peso del mundo sobre sus hombros.


–¿Se tiene que ir? ¿O se puede quedar un poco más? –le preguntó, tomando una decisión.


Paula se quedó tan sorprendida por su ofrecimiento como por el repentino y triste destello de sus ojos. ¿Estaría pensando en su padrino? Fuera como fuera, pensó que la vida podía ser de lo más extraña. Aquel hombre tenía todo lo que pudiera desear, pero cualquiera habría dicho que no era feliz. Su primer impulso fue el de darle las gracias y declinar amablemente su invitación. Pedro Alfonso no pertenecía a su mundo. No tenían nada en común. Y, por si eso fuera poco, sospechaba que podía ser peligroso para ella. Pero ¿no había ido acaso a la playa porque necesitaba sentir algo nuevo? ¿No había escapado de su casa porque estaba harta de su rutinaria existencia? Ahora tenía la oportunidad que tanto anhelaba. Además, la cercanía de su cuerpo la estaba volviendo loca. Los pezones se le habían endurecido bajo la camiseta, y notaba un calor insidioso en lo más profundo de su ser. ¿Sería el deseo sexual del que tanto hablaban sus amigas?


–Me puedo quedar –respondió.


–En ese caso, ¿Le apetece una copa de vino? –preguntó Pedro con humor–. ¿O no tiene edad suficiente para beber?


–La tengo de sobra, pero hace demasiado calor para tomar vino –dijo Paula, que quería estar completamente despejada–. Prefiero un granizado de limón.


–Ah, un granizado… Hace años que no me tomo uno.


Al final, Pedro pidió dos granizados y, cuando ya se los habían servido, la miró de nuevo y preguntó:


–¿Se da cuenta de que estoy en desventaja?


–¿A qué se refiere?


–A que sabe quién soy, pero yo no sé ni su nombre.


Ella bebió un poco, y pensó que era el mejor granizado de limón que había probado en toda su vida. Por lo visto, sus excitados sentidos se habían vuelto más perceptivos que nunca. Hasta el cielo le parecía más azul.


–Soy Paula Chaves, aunque mis amigos me llaman Pau.


–¿Y cómo prefiere que la llame yo?


La pregunta de Pedro no podía ser más inocente, pero la intensidad de sus ojos le dió un carácter descaradamente sensual, que a Paula le encantó. No sabía nada del arte del coqueteo; fundamentalmente, porque nunca había conocido a un hombre con quien quisiera coquetear, pero le pareció tan fácil como agradable.


–Llámeme Pau.


Él la miró en silencio durante un par de segundos.


–Así lo haré. Y ya que está dispuesta a quedarse conmigo, ¿Qué le parece si dejamos la cautela a un lado y comemos juntos?


Paula se ruborizó un poco, preguntándose qué habría pensado su amiga Florencia si la hubiera visto en ese momento. Ya no podría bromear diciendo que era una antipática. Y, en cuanto a los dos pretendientes que había rechazado, tendrían que tragarse sus crueles comentarios sobre su supuesta frigidez.


–Me parece perfecto –contestó, dedicándole una sonrisa. 



El sol estaba más bajo en el horizonte, y la gente que había abandonado la playa durante las horas centrales del día regresó a las tumbonas. Paula se fijó entonces en las mujeres que se empezaron a poner crema. A diferencia de ella, no tenían la frente cubierta de sudor, ni la ropa pegada al cuerpo. Estaban perfectas, y se sintió ridícula en comparación. ¿Cómo era posible que un famoso multimillonario como Pedro Alfonso la hubiera invitado a comer? ¿Por qué no había elegido a alguna de esas maravillosas mujeres? 

Tentación: Capítulo 3

Pedro entrecerró los ojos y admiró a la preciosidad morena de ropa negra y pelo revuelto, encantado de encontrar a alguien que lo sacara de sus sombríos pensamientos. Tenía la clase de curvas que habrían llamado la atención de cualquiera, y unos labios de aspecto sencillamente delicioso. Pero ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo habría seguido? No le habría extrañado, porque le pasaba con cierta frecuencia. De hecho, le pasaba mucho. Las mujeres lo seguían de forma descarada y sin timidez alguna, algo que no le terminaba de gustar. Puestos a elegir, prefería ser él quien diera el primer paso. Además, tampoco se podía decir que fuera del tipo de mujer con el que estaba acostumbrado a relacionarse. De hecho, ni su indumentaria ni el polvoriento casco de moto que llevaba en la mano encajaban con el ambiente del local, bastante chic. Pero los grandes rizos de su lustroso y brillante pelo, el exquisito aspecto de sus exuberantes senos y la curva de sus ondulantes caderas despertaron el interés de él. A pesar de ello, dudó un momento antes de hacerle el gesto para que se acercara. No formaba parte de su mundo. Era una siciliana normal y corriente, que no se parecía nada a las esbeltas y refinadas criaturas de su círculo de San Francisco, siempre obsesionadas con mantener un peso absurdamente bajo en su opinión. Pero había tenido la amabilidad de presentarle sus respetos durante el entierro, y estaba obligado a ser cortés.


–Signor Alfonso… –dijo ella con evidente nerviosismo, y algo ruborizada–. Espero no molestarle. Nos vimos en el entierro de su padrino.


Pedro lo recordaba perfectamente. Había tenido que inclinar la cabeza para oírla mejor, porque su voz era tan dulce y melódica y sus condolencias sonaron tan sinceras que, para su sorpresa, se emocionó. No era la primera vez que se emocionaba desde que le dieron la noticia del fallecimiento de José Cardinelli, pero se quedó perplejo de todas formas. A fin de cuentas, no era un hombre que se emocionara con facilidad. Se enorgullecía de su aplomo y su distanciamiento emocional, y no dejaba de repetirse que Pablo había salido ganando con su muerte, porque había dejado de sufrir. Sin embargo, la actitud de Pedro también tenía un fondo de desapego.  Aunque estaba profundamente agradecido al difunto, cuya generosidad le había permitido dejar Sicilia y estirar sus alas, nunca lo había querido de verdad. No había querido a nadie desde que su madre lo había rechazado.


–Le acompaño en el sentimiento –continuó la voluptuosa morena.


–Grazie. Ahora descansa en paz, libre al fin de la larga enfermedad que padeció –replicó él, admirando sus labios–. ¿Ha venido con alguien?


Ella sacudió la cabeza.


–No, no. He venido sola, por simple capricho.


–Entonces, ¿Me permite que la invite a una copa? –preguntó Pedro, señalando el taburete vacío que estaba a su lado–. ¿O desaprueba que esté aquí, disfrutando de la vida en un chiringuito de playa, cuando solo ha pasado un día desde el entierro de mi padrino?


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–Yo no juzgo a los demás –afirmó Paula, que se sentó en el taburete y dejó el casco en la barra–. Supongo que dice eso porque la gente estaba murmurando cuando llevaron el ataúd al cementerio, pero siempre hacen lo mismo. El mundo es así.


Pedro volvió a entrecerrar los ojos. Sus palabras estaban cargadas de sabiduría, pero le pareció bastante joven, y se preguntó cuántos años tendría porque le pareció más sensato que dedicarse a admirar sus piernas. ¿Veintiséis? ¿Veintisiete? Quizá algo más.


–En muchos sentidos, la muerte de mi padrino ha sido un alivio –le confesó él, clavando la vista en sus oscuros ojos marrones–. ¿Sabe que estuvo en coma diez años? No veía, no hablaba y seguramente no oía nada de lo que le decían.


Ella asintió.


–Sí, ya lo sé. Una de mis amigas trabajó de enfermera del señor Cardinelli… Fue una de las que usted contrató –dijo Paula–. En Caltarina le están agradecidos por no habérselo llevado a un hospital de la ciudad; sobre todo, teniendo en cuenta que usted no vive aquí. Pero todos saben que le visitaba con frecuencia, algo difícil para un hombre tan ocupado. Se nota que es una buena persona.


Pedro se puso tenso, porque no estaba acostumbrado a que lo halagaran, salvedad hecha de sus amantes. Desde luego, recibía aplausos por sus éxitos profesionales y por su labor filantrópica, pero nunca eran cumplidos de carácter personal. Eso era nuevo.