—Necesitas un poco de árnica —dijo, tocando sus costillas con delicadeza.
—Déjate de brujerías.
—Las comadronas usan árnica. Deberías abrir un poco tu mente — sonrió ella.
—Ya.
—¿Duermes con pijama?
—No. Ya puedes irte. Yo me meteré en la cama.
—¿Y los calcetines?
—Puedo dormir con ellos.
—¿Sueles hacerlo?
—No —suspiró Pedro.
—Muy bien —dijo Paula, inclinándose para quitarle los calcetines.
Tenía unos pies muy bonitos, fuertes, grandes, con un poco de vello oscuro sobre el empeine.
—¿Puedo meterme en la cama, por favor?
Ella dejó la ropa sobre una silla, sonriendo para sí misma.
—He dejado el vaso de agua en la mesilla. ¿Puedes beber solo?
—Encontraré la forma de hacerlo.
—Muy bien. Yo estaré en la habitación de al lado. Grita si necesitas algo.
Paula se metió en la cama y miró por la ventana. La oscuridad era increíble, ni siquiera había estrellas. Entonces escuchó un ruido en el tejado y se tapó la cabeza con la sábana. No era nada, se dijo, asustada.
—Probablemente, será un ratón —murmuró, intentando que la imaginación, su mejor amiga, no le gastara una mala pasada.
Pero aquella imaginación estaba transformando el ratón en una rata de proporciones gigantescas y tuvo que hacer un esfuerzo para sacar la cabeza de entre las sábanas. Tenía que aguzar el oído para comprobar que Pedro estaba bien. Ningún sonido salía de la habitación de al lado. De repente, escuchó una especie de gruñido diabólico. ¿Qué demonios era eso? Paula estuvo a punto de salir corriendo para meterse en la cama con Pedro. Pero no podía hacer eso. Fuera lo que fuera lo que gruñía, estaba al otro lado de la ventana, no en la habitación. No pasaba nada, se dijo. Repitiéndose aquella frase como un mantra, por fin se quedó dormida.
Pedro creía que el efecto del analgésico que le habían puesto en el hospital le duraría toda la noche, pero le dolían mucho los brazos. Sobre todo, el derecho. Mareado, se sentó en la cama y bajó las piernas, intentando mantener el equilibrio. No sabía dónde había puesto Paula las pastillas, pero tenía analgésicos en el maletín. Bajó a la cocina e intentó abrir el maletín con la mano izquierda. Cuando por fin lo consiguió, después de mucho esfuerzo, se percató de que el tapón era de los que hay que abrir con ambas manos. Intentó abrirlo, sin éxito, y después decidió usar los dientes. Se colocó el bote en la boca e intentó quitar el tapón con la mano izquierda. El dolor le hizo soltar el bote inmediatamente. Imposible, no podía abrirlo. Simba se acercó a investigar, mirándolo con sus ojitos melancólicos.
—Hola, amiguete —sonrió Pedro. Hubiera deseado enterrar la cara en la cabeza del animal y ponerse a llorar.
Y entonces vió el martillo sobre el alfeizar de la ventana.
¿Qué demonios estaba haciendo Pedro? Paula salió de su habitación a toda prisa. Llevaba un rato oyendo ruidos raros. Entonces escuchó un golpe tremendo y bajó las escaleras de dos en dos. Pedro estaba inclinado sobre el fregadero de la cocina.
—¿Pedro?
Él se volvió, pálido como un muerto.
—No puedo quitar el tapón —dijo, con los dientes apretados.
—Y, por supuesto, no se te ha ocurrido pedirme ayuda.
—No quería despertarte.
—¿Y no pensabas que esos golpes iban a despertarme? De todas formas, aquí no hay quien duerma —suspiró ella—. He oído un ratón corriendo por el tejado y luego un ruido rarísimo al otro lado de la ventana. Casi me muero del susto.
—Sería Pegaso.
—¿Pegaso?
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