—No tienes que estar despierto. Si alguien te vigila para que no entres en coma, puedes meterte en la cama con toda tranquilidad. ¿Se te ha olvidado que yo también soy médico? Estoy «Casi» cualificada para determinar si una persona está viva o muerta.
Pedro la miró por el rabillo del ojo.
—Estoy bien, gracias.
Estaba fatal, pero Paula no pensaba discutir. Tomando la maleta, que había sacado del coche cuando volvían del hospital, subió la escalera y buscó su dormitorio. Después de hacer la cama, entró en el de Pedro y cambió las sábanas. Tenía que acostarse, le gustara o no. Y ella comprobaría que no entraba en coma, le gustara o no.
Paula volvió al cuarto de estar y se colocó delante de él, con las manos en las caderas. Tenía los ojos cerrados y, sin querer, se fijó en sus largas pestañas oscuras. La mayoría de la gente tiene un aspecto inocente e infantil cuando duerme. Pero Pedro no. Él tenía un aspecto duro e implacable. Indestructible. Muy sexy. ¿Sexy? Paula volvió a mirarlo. Sí, era guapo. Si no fuera tan antipático. Tenía el pelo de color castaño, la nariz recta y aristocrática, los labios firmes y un mentón cuadrado. ¿Sexy? Desde luego. Y, además, tenía unos preciosos ojos grises. Demasiado penetrantes, pensó, preguntándose si alguna vez miraban a alguien con ternura. Probablemente no.
—¿Pedro?
Él abrió un ojo.
—¿Qué?
—Te he hecho la cama. ¿Quieres comer algo antes de irte a dormir?
—No. Me duele el estómago.
—¿Quieres agua? Te convendría beber mucha agua para limpiar el riñón.
—Lo sé. Dentro de un momento iré a la cocina.
—¿Quieres un analgésico?
—No me hace falta.
—Bueno, voy a buscar un vaso de agua. Pero tienes que irte a la cama. Estarás más cómodo allí.
—¿Te ha dicho alguien que eres muy mandona?
—Muchas veces —contestó ella, sin inmutarse—. ¿Dónde duerme Simba?
—Supongo que esta noche dormirá frente a la chimenea. Normalmente, duerme delante de mi habitación.
Paula subió los analgésicos y después volvió por él, pero lo encontró en la escalera con cara de malas pulgas. Disimulando una sonrisa, lo dejó pasar y, cuando estuvo arriba, lo siguió hasta la habitación.
—¿Te ayudo?
—Puedo hacerlo solo.
—¿La camisa tiene botones?
—Sí —contestó él—. Pero puedo desabrochármela yo solito.
—¿Por qué no dejas que te ayude? —suspiró Paula.
Pedro miró la cama, confuso.
—Has cambiado las sábanas.
—Se duerme mejor con sábanas limpias. Venga, deja que te ayude, no seas cabezota.
Pedro decidió no discutir. No tenía fuerzas.
—Vale.
Con mucho cuidado, ella le quitó el jersey y después la camisa. Cuando Pedro estuvo desnudo de cintura para arriba lo miró, fascinada. Tenía un torso fuerte y musculoso... Y lleno de cardenales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario