—Apóyese un poco en el lado izquierdo para que pueda meter la mano.
—Tenga cuidado —le advirtió él, sin saber bien a qué se refería.
Paula metió la mano en el bolsillo, disculpándose por la incómoda maniobra, y Pedro cerró los ojos, preguntándose cuánto tiempo podría aguantar sin avergonzarse a sí mismo, con aquellos dedos largos y finos moviéndose tan cerca de...
—¡Ya está! —exclamó ella, victoriosa, moviendo las llaves delante de su nariz.
—En la casa hay un perro. No es peligroso, pero si sale se me tirará encima y es justo lo que menos falta me hace.
—Lo meteré en una habitación. ¿Dónde puedo encontrar un pañuelo?
—En mi dormitorio. Los pañuelos están en uno de los cajones de la cómoda. Y el perro se llama Simba.
Mientras ella se alejaba, Pedro se preguntó cómo, con lo que estaba sufriendo, podía fijarse en aquel culito tan apretado... Debía estar perdiendo la cabeza.
Paula entró en la casa y saludó a Simba, una cosa negra y peluda con ojos melancólicos y unos colmillos que podrían partir a un hombre por la mitad. Pero esperaba que su personalidad estuviera más en los ojos.
—Hola, Simba. Siéntate —le ordenó. Para su asombro, el animal se sentó, moviendo la cola—. Buen chico —sonrió, acariciando su cabezota. Simba se acercó a la puerta y empezó a rascarla con la pata—. Lo siento, pero no puedes salir. Ha habido un accidente.
Después, buscó el dormitorio y encontró dos pañuelos de buen tamaño que servirían de cabestrillo. Cuando volvió a salir, el doctor Alfonso tenía los ojos cerrados y estaba muy pálido.
—¿Doctor Alfonso?
—Pedro —murmuró él, abriendo los ojos—. Paula, quítame el reloj. Me duele mucho.
Ella lo hizo, pero no podía sacárselo porque la mano también estaba hinchada. El reloj se había parado dos horas antes. ¿Tanto tiempo llevaba tirado allí? Probablemente. Paula intentó moverle el brazo derecho con toda la delicadeza posible, pero, aun así, él emitió un gemido de dolor. Después, colocó un pañuelo sujetando el brazo izquierdo un poco más bajo para que no se rozaran.
—Ahora tengo que llevarte al hospital. ¿Alguna idea?
—¿Teletransportación? —sugirió Pedro, irónico.
Tenía sentido del humor, pensó Paula, admirada. En aquellas circunstancias, no todo el mundo tendría sentido del humor.
—¿Tienes coche?
—Sí. Está detrás del granero. Las llaves están puestas.
—¿Tienes seguro a terceros?
—Si tienes más de dieciocho años, estás cubierta.
—Claro que tengo más de dieciocho años —replicó ella, alejándose—. Qué idiota. Sabe perfectamente la edad que tengo.
Cuando dió la vuelta al granero, vió un jeep enorme. Gigantesco, más bien. Ella nunca había conducido algo tan grande y tendría que hacerlo con cuidado para no dar botes. Con público, además. Qué día... Paula subió al jeep y cuando buscó las marchas y no las encontró, bajó y volvió a dar la vuelta a la casa, exasperada.
—Es automático —le dijo, como si estuviera acusándolo de un crimen.
—Así es más fácil de conducir.
—Es que yo estoy acostumbrada a conducir con marchas.
—Solo tienes que pisar el acelerador y poner la palanca en la D. Arranca solo.
—Ya.
Paula volvió al jeep e hizo lo que Pedro le había pedido. Puso la palanca en la D y pisó el acelerador. El jeep dió un salto y ella, asustada, pisó el freno. Aquella cosa se movía sin tocarla. Por fin, consiguió arrancar sin causar una catástrofe y se acercó a Pedro todo lo que pudo. Pero cuando llegó a su lado, no sabía muy bien cómo parar.
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