—¿Cómo que no puede hasta la semana que viene?
—Lo siento, pero ahora mismo tenemos mucho trabajo. Ya sabe, cuando llega la primavera...
Lo único que Pedro sabía era que le quedaba otra semana por delante teniendo que soportar la presencia de Paula en su casa.
—Pero si es una habitación muy pequeña.
—Eso es lo que dicen todos —rió el vendedor—. Lo antes posible sería el miércoles que viene, lo siento.
—¡Pero necesito esa moqueta! —exclamó Pedro, bajando la voz en cuanto notó que estaba perdiendo los nervios—. La necesito de verdad. ¿No podrían venir el viernes? Le pagaría algo más...
—Ni aunque nos pagara el doble —dijo el hombre, implacable—. Si tanta prisa tiene, le sugiero que compre la moqueta y la instale usted mismo.
—Muy bien. Lo haré —dijo Pedro. Si tuviera brazos, claro.
Poco después, Paula entraba en la consulta con dos tazas de café en la mano.
—¿Has tenido suerte?
Pedro la habría estrangulado. Si tuviera brazos, claro. Pero como no los tenía, decidió ponerse digno.
—No, pero hay otras empresas —murmuró—. ¿Esta es la lista de pacientes de hoy?
—No, la de mañana. He pensado que podríamos adelantar un poco de trabajo.
—Qué graciosa —gruñó él.
Qué mujer tan irritante, pensó al verla sonreír. Pero inmediatamente apartó la mirada de sus labios. Tenía que concentrarse... Pedro parecía estar recuperándose, pensó Paula unas horas más tarde. Estaba cada vez más gruñón, seguramente por el dolor, pero también porque, pasada la conmoción de la caída, lo irritaba no poder hacer nada. Era un hombre muy activo y la inmovilidad no le sentaba nada bien. Y también lo irritaba no poder conducir y que ella se negara a usar el jeep.
—No me gusta ese tanque. O llevamos mi coche o vamos en taxi. Y pagas tú.
No era justo, tenía que reconocer Paula. Pero le resultaba más fácil conducir su coche y, además, era una cuestión de principios. Así que él tuvo que hacerse una bola para entrar en el coche, como un camello para entrar por el ojo de una aguja, y permaneció en silencio durante todo el camino. Después de la última visita, salió cojeando y ella se sintió culpable.
—¿Te encuentras bien?
Él le lanzó una mirada que hubiera fulminado una piedra de cien kilos.
—Estupendamente.
—Solo era una pregunta.
—Pues no te molestes. Me duele todo.
—¿Has tomado los analgésicos?
Él volvió a mirarla como si quisiera dejarla reducida a cenizas. Qué hombre, por Dios.
Volvieron a la clínica y, como aquella tarde tenían consulta de ginecología y la comadrona estaba allí para ayudarla, Pedro se metió en otro despacho.
—Voy a ver si consigo esa maldita moqueta.
Paula se apiadó del pobre vendedor que tuviera que escucharlo. Pero cuando Ángela Brown, futura madre de trillizos, entró en la consulta, se animó. Le gustaba la consulta de obstetricia y ginecología. Siempre le había gustado, sobre todo porque era una rama de la medicina en la que prácticamente todos los pacientes estaban bien. Después de escuchar el corazón de los trillizos, habló con la comadrona sobre los detalles del parto. Las dos decidieron que lo mejor sería una cesárea y que los niños deberían nacer en el hospital. Aunque era lo mejor para la madre, a Paula le apenaba no poder atender ella misma el parto.
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