—Tenía sed. ¿Quieres?
Ella sacó un vaso del armario, lo llenó de agua y se lo bebió de un trago. ¿Quién le había dicho dónde estaban los vasos?, se preguntó Pedro. Increíble, llevaba apenas unas horas allí y ya se portaba como si la casa fuera suya.
—¿Quieres seguir bebiendo directamente del cartón o te echo un poco de zumo en un vaso?
Pedro se lo pensó un momento.
—Vale.
Paula cortó bien la esquina y le sirvió un vaso de zumo con cara de pocos amigos.
—¿No tienes que ir al hospital?
—Sí.
—¿Nos vamos?
—Sí... Pero es que me he manchado la camisa de zumo.
—Pues ponte un jersey encima.
Paula lo ayudó a ponerse el jersey y después se dio la vuelta, muy digna.
—¿Vamos en tu coche?
Ella ni si quisiera se molestó en contestar. Pedro entró gruñendo en aquel coche que le parecía de juguete y ahogó una exclamación cuando ella tiró de la palanca para echar el asiento hacia atrás.
—¿Está cómodo el señor?
—Casi.
Paula metió la mitad del cuerpo dentro del coche para cerrar la puerta. Debería haberse puesto al otro lado, pensó, al notar que su pecho rozaba contra los muslos del hombre. Colorada, se echó hacia atrás, consciente de que Amanda los miraba desde el establo.
—Me parece que esa chica está colada por tí —dijo, mientras ponía el motor en marcha.
—Ya lo sé —gruñó Pedro—. La pobre insistía en ayudarme, así que no he tenido más remedio que... Usarte a tí como coartada. Supongo que ahora te odia.
Paula soltó una carcajada y él sonrió... Bueno, no del todo, pero era casi una sonrisa. Quizá trabajar con él no iba a ser tan horrible.
—Ya conoces a Marcos —estaba diciendo Pedro—. Te presento a Karina y a Diego, médicos de guardia. Verónica y Gabriela, de recepción. Y ahora voy a presentarte a las enfermeras...
Paula intentaba recordar los nombres, aunque él no se lo ponía nada fácil. La clínica era como cualquier otra, pero había algunas diferencias. La clínica de Londres donde había hecho prácticas, por ejemplo, estaba instalada en una mansión victoriana, llena de escaleras y pasillos. Pero la de Bredford era muy moderna y, a pesar de estar en medio del campo, parecía perfectamente equipada. En realidad, había tenido suerte de encontrar plaza como interina en aquella clínica en medio de ninguna parte. O, al menos, esperaba haber tenido suerte. Después de las presentaciones, Pedro la llevó a su consulta.
—Me quedaré contigo durante unas semanas para echarte una mano y, cuando te encuentres cómoda, te dejaré sola. ¿De acuerdo?
Estupendo. Iba a trabajar con público. Y había pensado que conducir el jeep era difícil. Su primera paciente era una chica de quince años, cuya madre la había llevado porque «No le pasa nada, pero a mí no me cree». Así se presentó. Paula y Pedro intercambiaron una mirada.
—Hola, Romina —la saludó Paula, mirando el informe.
—Hola —dijo la chica, tosiendo convulsivamente.
—¿Qué te pasa?
—No le pasa nada —intervino su madre—. Debería haber ido al colegio, pero dice que no puede. Y ahora tiene los exámenes finales...
—¿Qué te pasa, Romina? —la interrumpió Paula.
—Que toso mucho.
—No come nada —siguió la madre—. Se va a morir de hambre... Yo creo que tiene anorexia y usa lo de la tos para no probar bocado. Pero si le receta unos antibióticos, se le pasará la tontería. Dígaselo usted, doctor Alfonso.
Pedro sonrió.
—La doctora Chaves es perfectamente capaz de hacer el diagnóstico, no se preocupe, señora Reid. Vamos a ver qué dice ella.
Paula se sintió como una larva bajo un microscopio. Aquello había sonado como un reto.
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