—No he dicho una palabra...
—¡Pero estás a punto!
Él apoyó la cabeza en el respaldo y la estudió cuidadosamente.
—¿Qué crees que has hecho mal esta mañana?
—¿Además de respirar? —replicó ella—. Me he pasado de tiempo con los pacientes.
—¿Qué más?
—Nada —contestó Paula, a la defensiva.
—Yo habría pedido un análisis de las flemas de Romina para estar seguro de que recetaba el antibiótico adecuado.
Tenía razón, tuvo que admitir Paula. Y lo habría hecho si no la hubiera puesto nerviosa tosiendo y mirando el reloj. Podría llamar a la enfermera y pedirle que...
—He llamado yo para pedir que le hicieran el análisis —siguió Pedro, como si hubiera leído sus pensamientos—. La familia Reid vive muy cerca de la clínica. ¿Qué más?
Paula se tragó la indignación y repasó la lista de pacientes.
—El hombre con la indigestión...
—El señor Gregory.
—¿Es obeso?
—Tiene un problema de peso. Su masa corporal es de 29.4, pero está intentando perder diez kilos. Seguramente por eso tiene una indigestión. Con las dietas y el cambio de hábitos alimenticios, suele pasar.
—Pues me hubiera gustado saber eso antes de la consulta. ¡Yo pensé que podría ser una angina de pecho y resulta que come demasiados pepinos!
Pedro apartó la mirada.
—Tienes razón. Es que he tomado tantos analgésicos que no puedo concentrarme.
Paula se quedó boquiabierta. ¿Una disculpa? ¿Pedro Alfonso se estaba disculpando? Increíble.
—Ya que estás, podrías disculparte por lo que me has dicho sobre limpiar las baldosas con la lengua —dijo ella, aprovechando la oportunidad.
Pedro sonrió. Una sonrisa muy peligrosa.
—De eso nada —dijo, abriendo la puerta—. Sal del coche o llegaremos tarde.
—¿Vas a contarme algo sobre este paciente o tengo que ir a ciegas?
—Tiene cincuenta y cinco años, ha sufrido un infarto y está en la lista de espera para un marcapasos, pero se niega a hacer dieta o ejercicio de ningún tipo. Yo lo examinaré si quieres.
—Pensé que yo iba a encargarme de tus pacientes.
—De este, no. Su mujer es encantadora y necesita mucho apoyo moral.
—¿Y yo no puedo dárselo?
—Yo la conozco hace años —replicó Pedro.
—No tantos. ¿Cuántos años tienes?
Él sonrió.
—Llevo seis años trabajando aquí. Pamela y yo hemos pasado juntos la menopausia y la conozco muy bien. Confía en mí.
Paula hizo una mueca muy poco femenina mientras salía del coche. Una mujer los esperaba en la puerta de la casa, sonriendo.
—Hola, Pamela —la saludó Pedro—. ¿Cómo va todo?
—¿Qué te ha pasado? Un brazo escayolado y el otro con una venda... ¿Qué has estado haciendo?
Pedro le contó la historia y le presentó a Paula.
—Menos mal que apareció. Aunque, en realidad, si ella no hubiera tenido que venir, yo no habría estado subido a una escalera y todo esto no me habría pasado. Así que, en realidad, es culpa suya.
—Sí, claro, échame a mí la culpa —rió Paula—. Además, si no recuerdo mal, estabas rescatando a tu gata.
—Paula está aquí haciendo el trabajo físico por mí —explicó él, cortando la discusión—. Es nuestra nueva interina.
—¿Ah, sí? Pobrecilla —sonrió Pamela—. Pedro es un negrero. El último interino salió corriendo.
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