¿Cómo iba a saber que no eran simples ladrillos? Ella no era albañil. «Al menos harías algo práctico con esa lengua tuya...». Lo que había que oír. Pedro llamó a Marcos, su socio, y le contó lo del accidente.
—¡No me digas! ¿Cómo te encuentras? —le preguntó su amigo, preocupado—. Voy a verte ahora mismo...
—Estoy bien, de verdad. Además, Paula está aquí.
—¿Paula?
—Paula Chaves, la nueva interina.
—Ah, Paula. ¿Cómo está?
Pedro apretó los dientes.
—Bien. Se ha apoderado de mi casa.
—Ah, me alegro. Tendrás que entrenarla para que atienda a tus pacientes... Supongo que puedes hacerlo, ¿No?
—No estoy seguro —admitió él, a regañadientes—. No puedo escribir, no puedo sujetar nada. Tengo que ir al hospital ahora mismo para que me vean otra vez.
—¿Quieres que vaya a buscarte?
Pedro se sintió tentado de decir que sí, pero por alguna perversa razón quería que lo llevase Paula. ¿Para qué?, se preguntó. ¿Para que lo torturase conduciendo como un kamikaze? ¿Para que lo volviera loco con su charla y sus risas? ¿O tendría algo que ver con los vaqueros ajustados y la curva de sus pechos bajo el jersey? Sería mejor pensar en otra cosa.
—No hace falta. Paula me llevará.
Después de colgar, Pedro miró por la ventana. Podía verla en la distancia, sacando baldosas y metiéndolas en el coche. En el suyo, afortunadamente. Estaría furiosa, seguro. Y debería haber sido más amable con ella. Pero le dolían los brazos... Le dolían hasta las pestañas y se sentía frustrado por no poder hacer nada.
Media hora más tarde Paula volvió, llena de barro, y dejó las baldosas en el garaje. Parecía aún más enfadada que el día anterior y Pedro decidió prudentemente no decir nada. Entonces llegó Amanda para montar a Pegaso, como hacía todas las mañanas. Pedro la vió charlar unos segundos con Paula en el patio e inmediatamente después correr hacia la casa. Oh, no, ella debía haberle contado lo del accidente. Amanda siempre estaba pendiente de él y aquello era justo lo que necesitaba para no dejarlo en paz.
—¡Pedro! ¿Qué te ha pasado? ¿Necesitas ayuda?
—Estoy bien, Amanda. Paula está cuidando de mí, no te preocupes.
Pedro vió algo parecido a los celos en los ojos de la joven.
—Yo puedo ayudarte. Al fin y al cabo, ella es una extraña...
—La verdad es que no —la interrumpió él. La idea de que Amanda estuviera todo el día encima de él le helaba la sangre en las venas—. Estoy bien, de verdad. Puedo mover la mano izquierda, ¿Ves?
Pedro levantó la mano y movió los dedos, escondiendo un gesto de dolor.
—Vale. Pero si necesitas algo, dímelo.
—Claro que sí.
—¿Esa chica va a quedarse en la casita? —preguntó Amanda entonces, desde la puerta.
Pedro se preguntó qué debía contestar. Y decidió hacer lo que le dictaba su negra conciencia.
—Pues... No. Duerme aquí, conmigo —contestó, haciéndole un guiño.
Amanda salió de la casa dando un portazo. Era una chica simpática y buena. Pero a él no le gustaba nada. Era un cerdo. Pedro tenía sed y el cartón de zumo de naranja se había terminado, así que tuvo que sacar uno nuevo de la nevera. Con unas tijeras, consiguió hacer un agujero en el cartón y después intentó llenar el vaso. Por supuesto, el zumo resbaló por el cartón y cayó sobre la repisa haciendo un charco. Esos malditos cartones pesaban demasiado, se dijo, sujetándolo con el brazo escayolado para llevárselo a la boca. Y en esa ridícula postura lo encontró Paula unos segundos después.
—¿No podías esperar? —le preguntó, levantando una ceja.
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