—¡Ah, no!
Pedro se pasó la mano por el pelo, mirando incrédulo la mancha. Cuando levantó la cabeza hacia el techo comprobó que justo sobre el colchón, un colchón nuevo, había una enorme gotera. Estupendo. Debía haber una teja suelta en el tejado y, con su característica mala suerte, había sido el mes de marzo más húmedo del siglo. Y, además, olía a humedad. Probablemente no solo había calado el colchón, sino la moqueta que había debajo de la cama. Murmurando algo que su abuela no habría entendido, salió de la habitación dando un portazo. Antes de que nadie pudiera usar aquella casa, tendría que comprar un colchón nuevo, otro, y cambiar la moqueta. Y la nueva inquilina, la doctora Paula Chaves, llegaría en menos de dos horas. Cuando miró desde el patio comprobó que no se había equivocado. Allí estaban, o mejor dicho no estaban, las tejas que debían tapar el tejado. Mascullando una maldición, entró en el garaje y sacó un par de tejas que conservaba para casos de emergencia. Cuando se subió a la escalera para tapar el agujero, se encontró a Frida, su gata siamesa, llorando amargamente en el tejado.
—¿Cómo has subido hasta aquí? —le preguntó, enfadado.
—Miau —maulló la gata.
—Ven aquí, anda —murmuró Pedro, mirando su reloj. Le quedaba una hora y media antes de que llegara la doctora Compton. La gatita no dejaba de maullar, asustada—. ¡Acércate! —exclamó, alargando el brazo.
La escalera se movió hacia la derecha y Pedro la estabilizó sujetándose al borde del tejado. Después, volvió a estirar los brazos todo lo posible para agarrar a Frida, que parecía estar sufriendo un ataque de pánico, y entonces sintió que la escalera se movía de nuevo. Pedro se sujetó como pudo y rezó, pero Dios debía andar ocupado en otras cosas o había decidido darle una lección. Fue como ver una película a cámara lenta. La escalera se inclinó hacia un lado y, aunque él intentó sujetarla, no fue capaz de hacerlo. «Lo que me faltaba», pensó. Y entonces se golpeó contra el suelo. Le dolía todo. La cabeza, las piernas, las costillas... Pero lo que más le dolía eran los brazos. Apoyó la frente en el suelo, pero se apartó enseguida, buscando un pedazo de sí mismo que no estuviera dolorido. Cuando pudo hacerlo, respiró profundamente, intentando llevar oxígeno a sus pulmones. Esperaba que pasara el dolor, pero era un hombre realista. Cinco minutos después, con la respiración normalizada, decidió que no estaba muerto. Afortunadamente. En ese momento, la gatita empezó a frotarse contra él.
—Te voy a matar —susurró—. En cuanto descubra cómo puedo salir de esta.
Frida se sentó a su lado y empezó a lamerse las patitas, como si el asunto no fuera con ella. Pedro decidió ignorarla. Tenía problemas más importantes que vengarse de una frívola gata. Se movió un poco, pero le dolía mucho el brazo izquierdo. Probó con otra postura... No, el derecho le dolía aún más. ¿Las rodillas? Mejor. Y los hombros también estaban intactos. Si pudiera rodar sobre su estómago... Lanzó una maldición que habría matado a su abuela de un infarto y se quedó de espaldas. La primera fase había sido completada. Lo único que tenía que hacer era levantarse y llamar a una ambulancia. ¡Ja! Al levantar la cabeza, tuvo que ahogar un gemido de dolor. Y cuando se miró el brazo derecho, colocado en una postura imposible, se dió cuenta de que estaba roto. ¿Y el izquierdo?
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