—Papá es un tanto anticuado. Siempre llama a Pedro por su título y mi hermanito se sube por las paredes.
—¿Has hablado de un título?
—¿No te lo ha dicho?
—Parece que no. Pero no te preocupes, lo hará —respondió Paula, con una de sus características sonrisas.
La carretera estaba atestada de vehículos con gente que intentaba escapar a la playa durante el fin de semana. Cuando Pedro finalmente llegó a la fiesta supo que sería demasiado tarde para hacer algo más que recoger los fragmentos. Había que intentar convencer a Paula de que el asunto no tenía importancia. Ya había perdido a una mujer a causa de un título nobiliario que él no deseaba. Debió habérselo contado cuando le habló de Brenda. Había tenido la intención de contárselo, pero cuando estaba a punto de hacerlo ese día, apareció Guillermo junto al coche. Sabía que con Paula las cosas funcionaban diciendo la verdad. Toda la verdad. La vió mucho antes de que ella lo viera a él. Paula estaba haciendo el boceto de una niña rubia. Mientras su mano trabajaba rápidamente, no dejaba de charlar con ella y la pequeña reía encantada. Y al entregar la pintura acabada a la feliz madre fue cuando lo vió.
—En media hora más voy a tomar un descanso —le dijo mientras otro pequeño se sentaba en el taburete—. ¿Por qué no consigues unos bocadillos y hacemos un pequeño picnic? —sugirió con una suave sonrisa que engañó a los curiosos, pero no a Pedro.
—Estaré en el lago.
Pedro se sentó en un banco no lejos de un par de niños que jugaban a la orilla del agua. Tras lo que le pareció una eternidad, Paula detuvo la silla junto a él.
—Te he contado todo —empezó de inmediato, con suma frialdad—. Cosas mías que ni siquiera Daniela las sabe. A nadie le conté el detalle del teléfono móvil en el momento del accidente... —Paula se detuvo y lo miró con los ojos cargados de lágrimas iracundas.
—Paula...
—Te abrí mi corazón.
De repente, Pedro supo cómo hacer para que lo escuchara.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué me lo contaste? —preguntó secamente, porque sabía que la amabilidad no daría resultado en ese momento—. ¿Qué había en mí que te impulsó a desnudarme tu alma? Dímelo.
—¿Y eso importa?
—Claro que importa, porque de lo contrario no lo habrías mencionado. Me contaste cómo ocurrió el accidente con la esperanza de que me alejara de tí.
—¡No!
—¡Admítelo! Querías que pensara mal de tí, igual que tú haces.
—¡Bastardo! No me dijiste nada. Antes de conocerte, sólo sabía que eras un pez gordo de la banca de Nueva York. Y eso es todo lo que sé ahora.
—¿De veras? —preguntó mientras le tomaba la mano, que ella trató de liberar sin éxito—. Sabes que no es cierto. No, Paula, así no funcionan las cosas entre nosotros, ahora ni nunca. Por tanto, te ruego que no conviertas esto en un gran drama para evitar enfrentarte a la aterradora decisión acerca de nuestro futuro culpándome por algo que no es tan importante.
—Yo...
—¿O quieres volver a la seguridad de tu pequeño departamento en el jardín viajando dos veces por semana a la piscina local? —la interrumpió, sin misericordia—. ¿Quieres pasar el resto de tu vida echando un tiento verbal a los hombres que rondan cerca de tu silla de ruedas? Son lances que te asustan demasiado como para pasar a la etapa siguiente, ¿Verdad? ¿Eres una sirena o un ratón?
Paula intentó hablar, pero su boca se negaba a hacerlo.
—Yo... —alcanzó a murmurar finalmente, antes de que Pedro volviera a interrumpirla.
—Te amo, Paula. Eres una mujer maravillosa y fuerte y quiero pasar el resto de mi vida descubriéndote. Quiero que seas mi esposa.
—No puedes —replicó, con las lágrimas corriendo por sus mejillas—. Vas a ser conde. Vas a desear tener hijos.
—No. Puedo hacer cualquier cosa con un título nobiliario, menos rechazarlo. Pero puedo rechazar el condado. No quiero tener hijos obligados a perpetuar un sistema jerárquico anticuado, Paula —dijo de rodillas ante ella—. Escúchame. Sólo te quiero a tí.
—¿Por qué no me dijiste lo de tu título nobiliario? —le preguntó Paula.
—Vete, Pedro —se oyó una voz junto a ellos. Al levantar la vista, Pedro descubrió que era su madre—. Quiero hablar con Paula.
—Puedo arreglármelas solo —replicó el hijo, fríamente.
—Lo sé, pero esto te lo debo. Déjame ayudarte. Por favor —urgió con una mirada implorante.
Pedro llevó la mano de Paula a sus labios y, tras vocalizar un silencioso «Te quiero», se puso de pie y se alejó.
—¿Puedo sentarme, Paula? —preguntó ella. A Paula no le pareció cortés recordarle que era su banco y que podía hacer todo lo que quisiera en su propiedad, así que se limitó a asentir—. Gracias —dijo la madre antes de guardar silencio un instante—. El mismo Pedro debería haberte dicho esto, pero sé que no lo hará —prosiguió, finalmente—. Me desprecia, pero nunca me traicionaría. Esa cualidad la heredó de mi marido. El honor, el deber.
—Es cierto —convino Paula, sin saber de qué hablaba la mujer.
—Ya que Pedro no me habla si puede evitarlo, me he enterado por mis hijas que está enamorado de tí. De hecho, acabo de ver que sus labios te lo decían. Ésa es la razón que me lleva a confiarte lo que él no hará. Pedro no es el legítimo heredero de mi marido. En el pasado tuve una aventura sentimental. Mi matrimonio pasaba por malos momentos y busqué alivio en alguien que conocía desde mucho tiempo atrás. No me estoy justificando, pero quiero que sepas que me desprecio a mí misma por haber sido tan débil. Mi único consuelo fue Pedro.
—Él es... —balbuceó Paula, aturdida—. Pero se parecen tanto... Alberto. Alberto era el padre de Pedro, ¿Verdad?
—Veo que has oído hablar de él. Era primo de mi marido y eran tan parecidos que parecían mellizos. Y en cuanto al temperamento, absolutamente diferentes.
—¿Su marido lo sabe?
No hay comentarios:
Publicar un comentario