No se molestó en atender sus pies. Cuando él se ofreció a hacerlo, se negó, y se sintió aliviada al ver que no insistía. Por tercera noche se tendió a su lado en la manta, dándole la espalda. Pero en esa ocasión, cuando la tapó, también le rodeó la cintura con el brazo y la acurrucó contra su cuerpo. Fue como si de repente la pegaran contra la superficie de un horno al rojo vivo. Se puso rígida e hizo lo que pudo para resistir. Intentó apartarse, pero Pedro endureció el brazo y la pegó más contra él. La inundó un fuego súbito de deseo.
-Duérmete, cariño -susurró él con su ronco acento de Texas.
Paula se aferró al término cariñoso. Quizá no la odiara, quizá estuviera dispuesto a brindarle una oportunidad. No tenía ni idea de qué hacer con ella, pero de algún modo ya lo averiguaría. El perro se acomodó contra sus pies con un suspiro de satisfacción. El calor del cuerpo grande de Pedro al fin consiguió que ella dejara de temblar. Era como estar en el cielo en sus brazos. Clavó la vista en el fuego y pensó en su vida, en Malena, hasta que los párpados fueron demasiado pesados para mantenerlos abiertos.
-Cuida tus modales.
La orden de Pedro fue brusca y baja, y la sobresaltó. Parpadeó ante la suave luz del amanecer. El perro gimió y él lo silenció. Aliviada al ver que no se dirigía a ella, se cobijó bajo la manta, tan cansada que al instante volvió a quedarse dormida. Un rato después, sintió la mano de él en su hombro.
-El desayuno está listo -anunció con voz amable pero distante.
Ella notó el pesado vacío en su interior antes de recordar los acontecimientos de la noche anterior. Y entonces quiso taparse la cabeza con la manta y dormir durante semanas. Pero Pedro esperaba que se levantara. Se sentó y se adelantó con torso rígido para recoger las botas. Estaban limpias, sin el barro que las había cubierto la noche anterior. Lo miró mientras hacía girar al conejo sobre el fuego. El perro seguía cada uno de sus movimientos. Haber limpiado sus botas era un gesto amable, igual que la primera mañana cuando le puso los cordones. Sin embargo, esa mañana no intentó analizar sus motivos.
-Gra... gracias por limpiarme las botas -musitó con titubeos, luego se sintió muy avergonzada porque no estaba acostumbrada a profesar gratitud. Aunque sonó bien, y eso la alivió un poco.
Pedro giró la cabeza y clavó sus ojos en ella.
-¿Te sientes mejor?
La mirada penetrante la atravesó hasta el cerebro. Sentía como si pudiera leerle la mente. Ciertamente había leído todo lo que había creído que el mundo desconocía sobre ella. Su capacidad le provocó cierto recelo.
-Estoy bien
Él le permitió mostrarse esquiva. ¿Qué otra cosa podría haberle dicho? « ¿Me siento muy mal por haber sido una persona horrenda?» Estoy bien era la verdad. Había sobrevivido a la noche anterior. Tenía que estar bien para haberlo conseguido.
-Esta mañana andamos escasos de pescado fresco -comentó, y aunque no sonrió, sus ojos reflejaron humor-. Probablemente tendremos que luchar con Kiara por nuestra parte de conejo -como si la perra ya reconociera su nombre, ladró, se sentó y levantó las embarradas patas delanteras para suplicar. La postura fue graciosa y provocó una leve risa en Paula-. Imaginé que había que bautizarla -le dijo-. Es del tamaño de un mosquito de Texas, y por si aún no lo has descubierto, tiene piojos.
El día anterior ese comentario habría podido significar el fin del mundo para Paula, pero en ese momento sólo pensó en la desdicha del animal.
-¿Crees que un baño con alguno de los productos que llevo en el neceser podría eliminarlos? -preguntó.
-No lo sé. El agua podría resultarle demasiado fría al no disponer de medios inmediatos para secarla. Las perras como ella son un poco delicadas. Quizá deberíamos intentarlo si vemos que se despeja del todo y sale el sol.
Paula no podía dejar de pensar en lo fácil que resultaba la conversación entre ellos. Bajó la vista y acercó las botas. Se obligó a ponerse el cuero endurecido y luego se levantó. Esa mañana se sentía menos entumecida y dolorida, y eso la animó un poco.
-Es hora de mi paseo mañanero -esbozó una sonrisa leve; le resultó un poco antinatural, pero lo hizo de todos modos.
Guardar sus escasas pertenencias y apagar el fuego se había convertido en algo tan habitual que terminaron con rapidez y emprendieron la marcha. Paula intentó olvidar la desesperanza de otra caminata interminable. Ese día estaba dispuesta a encontrar algo con lo que disfrutar. Aún sentía el hondo y vacío peso del dolor, pero en él había una extraña paz. Tenía la peculiar impresión de que no había nada por lo que pelear, ningún motivo para estar tan en guardia para protegerse. Necesitó casi toda la mañana para darse cuenta de que ya no estaba tensa ni ansiosa. Perder la última oportunidad con su madre todavía la entristecía, aunque ya no sentía que debía aferrarse al dolor. En su lugar pensó en toda la gente a la que había herido con su arrogancia y palabras afiladas, con su esnobismo y mal genio.
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