Pedro no hizo ningún intento por detenerla. Sabía que sus palabras habían golpeado con fuerza. Necesitaba tiempo para ella sola. No se había inventado la historia sobre la niña dulce que había sido. No era necesario. Fue por esa niña por lo que se atrevió a enfrentarse a Paula. Probablemente el motivo por el que dejó que volara con él a Colorado. Paula Chaves tenía potencial. Y no se equivocaba, no había recibido nada a cambio de ser buena; su dulzura había servido poco para aliviar la tragedia de su vida. En ese momento se sentía furiosa con el mundo, una víctima profesional que exigía compensación y hacía que todo el mundo pagara por los pecados de unos pocos. Él no le había hecho nada, ni la mayoría de la gente a la que había pisoteado. Si existía alguna oportunidad para ella, alguna esperanza, quizá esa aventura por las montañas la ayudara. La pequeña déspota necesitaba que la obligaran a salir de su pequeño reino, debía corregir su modo de pensar y su actitud hacia el mundo. En lo más hondo sabía que su mayor desafío radicaba en modificar la forma en que pensaba sobre sí misma, tanto para la niña herida que llevaba en su interior como para la reina airada que había llegado a ser. Paula Chaves tenía una conciencia; sabía que obraba mal. Se sentía tan culpable por las cosas que había hecho que eso la volvía neurótica. La infelicidad en su vida adulta era obra propia, y sólo ella podía cambiarla.
Pedro se sentía poderosamente atraído por Paula, fascinado por su complejidad y conmovido por su vulnerabilidad. No experimentaba remordimiento por haberla obligado a enfrentarse consigo misma. Esperaba que decidiera ser la buena persona que era capaz de ser, porque había mucho en ella por lo que valía la pena arriesgarse. Regresó cansinamente al refugio mucho después de oscurecer, guiada por la cálida luz de la hoguera que podía ver a través de los árboles. Se quedó a buena distancia del círculo de luz y observó a Pedro. Había logrado extender el plástico por encima de las ramas hasta formar más un dosel que una tienda. Los truenos retumbaban en la distancia, pero se alejaban de ellos. Una luna débil se filtraba por entre las copas de los árboles, indicando que quizá esa noche no lloviera. Había llorado hasta la extenuación, sintiendo en el alma una agonía próxima a la muerte. Aún estaba muy avergonzada. Se encontraba tan vacía por dentro que la piel le parecía un fino caparazón de papel. Quería realizar algo para arreglar todo lo malo que había hecho, pero no sabía cómo. No estaba segura de que alguien se lo permitiera. La faceta rebelde en ella rechazó la idea de que Pedro Alfonso, con su popular sencillez de vaquero, pudiera analizarla y transmitirle semejante reproche. Pero su parte sincera reconocía que él había exhibido una percepción brillante. Y dolorosa. ¡Dios, cuánto debía despreciarla! «Puede que tuviera la ortodoncia y las piernas flacas, pero toda ella era de oro. Y mil veces superior a la mujer que ocupó su lugar». No podría haber expresado su opinión con más claridad. Lo único que le brindaba esperanza era el hecho de que en el pasado le había caído bien y había aprobado su actitud.
-Será mejor que entres y te pongas ropa seca -la voz baja llegó hasta las sombras donde permanecía ella-. Se hace tarde.
Estaba helada y los dientes le castañeteaban. Cuando pudo obligarse a marchar hacia el fuego, temblaba de frío y miedo. No fue capaz de mirarlo. El perrito ladró un saludo, pero Paula se encontraba demasiado desanimada para poder responder. Se quitó las botas embarradas y las dejó fuera del refugio, se agachó y entró. Sentía tanto frío que no le preocupó la idea de cambiarse delante de Pedro. Aunque él le dió la espalda para brindarle la intimidad que pudo, el hecho de que se quitó toda la ropa mojada para ponerse prendas secas a medio metro de él hizo que sintiera algo raro en su interior. Una mezcla de exultación, terror y excitación. En ese momento llegó a la conclusión de que estaba loca. «No existe algo parecido a un niño feo, Paula. Padres malos con un corazón feo tal vez, pero no niños feos». Valía la pena estar loca por un alguien que creía eso. Pedro también era un buen hombre, amable, a pesar de su brusquedad, un hombre en quien se podía confiar. Algo en Paula se relajó, algo melancólico y perdido en ella cobró un poco de calor. Pero la esperanza aún era peligrosa, y quizá siempre lo fuera. El anhelo era letal, pero el que Pedro despertaba en ella era demasiado poderoso para oponérsele. Debería soportarlo en silencio. Sola.
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