La mañana llegó demasiado pronto. Paula rodó para alejarse de la luz y se tapó los ojos con la manta. Volvió a quedarse dormida hasta que él la despertó. En esa ocasión el sol brillaba con más intensidad.
-Vamos, Bella Durmiente, el desayuno ya está casi listo -la voz de Pedro le llegó desde arriba-. Ve a dar tu paseo por el bosque y regresa antes de que se enfríe.
Comida. El estómago vacío se le contrajo. Empezó a sentarse antes de captar el olor. Pescado. Identificarlo hizo que la agonía de obligar a su cuerpo maltrecho a moverse fuera mucho peor. Odiaba el pescado. Su titubeo atrajo la atención de Pedro.
-Tienes las botas a tu lado.
Lo miró y vió que en ese momento estaba agachado del otro lado del fuego. Y también notó dos varas de madera a cada lado de la hoguera con otra reposando entre sus dos extremos bifurcados. Cinco pescados sin cabeza ni cola estaban atravesados sobre el fuego. Hizo una mueca y apartó la vista; alargó la mano para recoger una bota. Cuando la depositó en su regazo, se dió cuenta de que Pedro le había vuelto a poner los cordones. El gesto considerado le sentó mal. Últimamente rara vez despertaba de buen humor, pero, por algún motivo, el hecho de que hubiera tenido un detalle con ella la irritó. Quizá porque sabía que no le caía bien, que no podía caerle bien. Entonces, ¿Por qué torturarla con gestos amables para que pudiera confundirlos por algo que jamás llegaría a ser? Logró doblar una rodilla rígida el tiempo suficiente para calzarse la bota. Había dormido, pero aún se sentía torpe por el cansancio. Y le dolía todo. Moverse le dolía. El estómago le dolía por el hambre. Ponerse la bota le dolía. Y el sol brillaba con tanta fuerza que hasta los párpados le dolían. Pedro miraba a Paula cuando ésta asió los cordones para anudarlos. Notó el momento preciso en que se dio cuenta de que estaban mojados.
-¿Cómo se han mojado? -preguntó con voz aún somnolienta y el ceño fruncido.
-Los cordones blancos de las zapatillas espantaban a los peces -explicó.
Paula se quedó paralizada y una expresión cómica de desagrado apareció en su rostro. Soltó los cordones para inspeccionarse los dedos.
-¿Usaste los cordones de mis botas para capturar peces? -la incredulidad le dió un tono ominoso a su voz.
Ya no había ninguna duda al respecto. Era una damisela caprichosa y malcriada. Pero hermosa. Cansada, con el pelo enmarañado como un manojo de paja, pero aún sexy y atractiva. Una nueva dosis de su personalidad venenosa quizá era lo que necesitaba para desvanecer la sensual excitación de haber pasado toda la noche a su lado. Se la enfadaba con tanta facilidad.
-Probablemente los necesite para conseguir la cena – indicó con indiferencia.
Ella alzó la vista para mirarlo con una mezcla de furia y sorpresa.
-No usaste gusanos para atraer a los peces, ¿Verdad?
La revulsión que exhibió su cara lo divirtió y le provocó un esbozo de sonrisa.
- Aún dormías, así que no podía emplear tu encantadora personalidad.
-¿Has puesto mis cordones cerca de gusanos? –el rostro se le encendió.
-Técnicamente, enganché el gusano a uno de tus alfileres – era una neurótica manifiesta-. Seguro que jamás tocaron tus cordones.
-Pero tocaste mis cordones con dedos manchados por los gusanos –lo miró con expresión hosca.
- Y si vemos a algún conejo, los emplearemos para fabricar una trampa.
-Usarías mis cordones para matar a un conejo –alarmada, no fue una pregunta, sino una acusación.
Por la experiencia de la noche anterior, sabía que Pedro Alfonso era capaz de hacer cualquier cosa que se le antojara con cualquier persona o cosa que quisiera. Pero Paula no podía permitir que matara a un conejo. ¿Y cómo pensaba hacerlo? Una bala significaba una muerte rápida, y quizá el animal no sufriera el miedo de verse atrapado ni supiera que estaba siendo cazado. Pero un conejo capturado en unos cordones padecería un miedo terrible. Percibiría que iba a morir.
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