La pregunta parecía tan sensata que sintió que se ruborizaba. Con sus propios ojos se dio cuenta de que no había ningún oso. El terror comenzó a desvanecerse, aunque no pudo dejar de temblar.
-Contéstame.
De pronto Paula no quiso responderle y se apartó de su espalda. Pero el firme apretón con el que le sujetaba las muñecas evitó que se alejara más de unos centímetros. No lo había visto, sólo había oído un crujido de hojas y la respiración de algún animal. Había millones de animales en el bosque, millones de animales pequeños e inofensivos que podrían haber provocado ese sonido. Carraspeó y postergó la confesión unos momentos más, reacia a admitir nada. Al hablar percibió la culpa que impregnaba sus palabras.
-Pen... pensé... escuché un ruido, algo res... respiró. Una especie de estornudo o gruñido, un sonido raro...
Calló porque parecía una idiota. Una mujer histérica que había oído un sonido raro y sacado una enorme conclusión. Una pequeña cobarde que había huido de un peligro imaginario. De pronto se sintió tan humillada que casi deseó haber visto a un oso. Al menos habría podido morir con algo de orgullo. No había gloria en la cobardía.
-¿Oíste un estornudo? -la risita de Pedro melló su orgullo-. Entonces, ¿Por qué no hiciste algo educado como decir «Jesús» y pasarle un pañuelo?
-Muy gracioso -Paula sintió que se encendía-. ¿Y qué payaso eres tú?
-El payaso desnudo.
La respuesta le provocó un escalofrío. Paula había estado mirando lo que podía ver de su perfil por encima de su hombro. Bajó el mentón. Los ojos descendieron y descendieron. Aunque Pedro se hallaba entre ella y la hoguera, había suficiente luz de luna para iluminar de forma espectacular la exhibición de definición muscular y fibrosa perfección de la espléndida espalda de Pedro Alfonso. Su espléndida espalda totalmente desnuda. Su garganta dejó escapar un gorjeo de consternación. Una oleada de calor le abrasó las mejillas. Revivió cada sensación que había experimentado al arrojarse a sus brazos y pegarse a su espalda en una especie de curiosa reacción retardada. ¡Había sentido todo! El único modo en que podría haber sido consciente de más detalles masculinos era si hubiera estado tan desnuda como él.
-Santo cielo -soltó de manera apenas audible, aunque él lo oyó.
-Tomo eso como un cumplido, señorita Paula -indicó con arrogante diversión en la voz.
Paula intentó soltarse, pero él se mostró renuente a dejarla. Era como si esa bestia cargada de testosterona retrasara su fuga para que pudiera echarle un mejor vistazo. Pero su vista era perfecta. No era posible verlo mejor. En cuanto le soltó las muñecas, lo rodeó y regresó con paso forzado hacia el campamento, tan agitada en su interior, tan excitada, que no supo cómo fue capaz de soportarlo. En el momento en que Pedro regresó a paso lento desde el agua, ella ya casi había abandonado los intentos de aplicarse crema en las plantas enrojecidas de sus pies. Literalmente era incapaz de doblar las rodillas más de unos centímetros sin provocar otro calambre. El dolor la había distraído de pensar en él. Pero en cuanto él penetró en el círculo de luz de la hoguera, se dió cuenta de que la distracción había sido momentánea. En novelas había leído palabras tontas que ponían «lo devoró con la mirada», y eso le provocó una risita. Aunque las palabras no resultaban tan graciosas cuando realmente lo estaba devorando con la mirada. Si los ojos hubieran sido capaces de inhalar, eso era lo que habría hecho con la visión masculina que tenía del otro lado del fuego. Era tan grande y de aspecto tan duro, con los hombros anchos y la cintura estrecha. Masculino. Algo había cambiado entre ellos en la orilla del arroyo.
El contacto, la contemplación, las sensaciones salvajes y lujuriosas... Esas cosas eran las que habían afectado a Paula. ¿Qué lo habría afectado a él? Hacía días que su aspecto era caótico, pero sabía que tenía un buen cuerpo, de modo que quizá fuera eso. ¿Quién sabía a cuánto sexo estaba acostumbrado Pedro Alfonso? No cabía duda de que tenía más experiencia que ella. Había acertado al adivinar que era virgen. Por otro lado, era mujer y él estaba convenientemente cerca. Pedro parecía estar divirtiéndose con todos los aspectos de su viaje por las montañas. Quizá esa aventura masculina había potenciado su apetito varonil. Tal vez ella formaba parte de esa diversión agreste. Desvió la vista, sintiéndose reducida al bajo rango de mero objeto sexual. Eso era una mujer cuando el hombre que la acompañaba no la respetaba o quería de verdad. ¿Y por qué? ¿Por qué sólo era la mujer la que podía verse devaluada en una relación de hombre-mujer y no el hombre?
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