-Desde luego -musitó. Asimismo le ofreció el frasco de champú que aún no había guardado-. Puedes usarlo también.
-Muchas gracias -aceptó el champú; entonces se dirigió al lugar donde ella se había bañado.
Paula lo siguió gracias a la iluminación que proporcionaba la luna, con el fin de comprobar cuánto habría podido ver de ella mientras se bañaba. Había mantenido la espalda hacia el agua, pero quizá de vez en cuando miró por encima del hombro. Lo que vió fue cómo se desvestía. Primero se quitó la camisa. La luz no era buena, pero captaba lo suficiente para saber qué hacía. Por algún motivo perverso, no apartó los ojos, y sólo se obligó a hacerlo cuando sus movimientos sugirieron que iba a quitarse los vaqueros. Se concentró en buscar en el neceser la crema y las gasas para los pies. Pero tenía las piernas tan rígidas que doblar la rodilla para acercar el pie para aplicársela le provocó un amago de calambre. Tras unos intentos frustrantes, al final se rindió y estiró las piernas mientras aguardaba que los espasmos desaparecieran. Acababa de reclinarse sobre las manos para descansar cuando a su espalda oyó que el ramaje se agitaba. El sonido la paralizó. Su mente recreó la imagen del oso pardo. Un bufido bajo y otra sacudida de hojas envió una oleada de terror ciego a su corazón ¡El oso los había encontrado! El grito le puso a Pedro la piel de gallina; emergió a la superficie para observar el campamento. Paula corría hacia él por la hierba, aullando como un fantasma. Automáticamente escrutó los árboles a su espalda y no vió nada. Salió desnudo del agua justo a tiempo para que ella se tirara a sus brazos. La recibió y retrocedió medio paso cuando su cuerpo pequeño chocó con el suyo.
-¡Oso! ¡Oso, oso, oso, oso!
Él miró por encima de su cabeza en busca del animal. No vió nada, de modo que observó con más atención, tratando de captar una forma oscura o alguna señal de movimiento. La luna lo iluminaba todo con un suave resplandor, pero aún así no era capaz de percibir nada. Mientras tanto, Paula se aferraba a él como una sanguijuela. Temblaba tanto que oía cómo le castañeteaban los dientes, y le clavaba las uñas con fuerza en la espalda. La soltó para desprender las afiladas zarpas de su piel. Era sorprendentemente fuerte, y se negó a soltarlo con facilidad. Al final consiguió ponerle las manos delante de ella. Entonces recordó su desnudez. No tendría que haberse preocupado. Dominada por la histeria, ella le agarró el brazo para girar en torno a él y usar su cuerpo como escudo. Las manos le sujetaron la cintura para mantenerlo delante de ella, y clavó en su piel todas las uñas que no se le habían roto, como si fueran diminutas tenazas.
-¡Por el amor de Dios, deja de arañarme! -la orden hosca de algún modo logró atravesar su histeria, aunque tuvo que arrancarse las manos de la cintura y mantenerlas a distancia segura.
Paula se sintió más horrorizada por su indiferencia. ¿Es que no lo había entendido? ¿Aún no lo había visto? ¡El oso los había encontrado!
-¡Un oso! ¡Hay un oso!
Pedro giró la cabeza para hablarle por encima del hombro.
-¿Dónde? ¿Llegaste a verlo?
El énfasis escéptico sobre el verbo «Ver» mitigó parte del terror. Se asomó por su costado para otear el campamento, en especial los árboles del fondo.
-Te pregunté si viste a un oso -calló un instante como si se le hubiera ocurrido algo-. ¿O sólo oíste moverse algo entre el follaje?
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