jueves, 11 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 23

Entonces, ¿Cómo lo mataría? ¿Lo estrangularía? ¿Lo golpearía con una piedra? Era demasiado espantoso para pensar en ello.


-No necesitas matar a un conejo pequeño e inofensivo. Yo no como carne.


-Quizá si la comieras de vez en cuando -fue la rápida réplica-, no soltarías tantas dentelladas a las personas -la observación directa hizo que se quedara sin aire-. Y antes de que empieces con uno de tus «Cómo te atreves», ponte las botas y ve a hacer tus necesidades -clavó la vista en su pelo-. Quizá quieras tomarte un minuto después de desayunar para cepillarte esa maraña y buscarte algún piojo.


-¿Piojos? -la ira de Paula se desvaneció de golpe. Se olvidó del conejo imaginario y de su cruel destino. Abrió los ojos sorprendida.


-Los piojos de los bosques puede que no hagan daño, pero igualmente debemos quitárnoslos. Son ellos los que... -calló con perturbadora insinuación y ajustó la madera que sostenía los pescados-. Si nos observamos por la mañana y por la noche, no debe haber ningún problema. Pero no los arranques. Probaremos con tu quitaesmaltes para soltarlos.


El terror descendió sobre Paula. De pronto sintió que los piojos se arrastraban por debajo de su ropa y en el pelo. Nunca había pensado en ellos. Puede que en osos, pumas y lobos, pero no en piojos. Linc le había proporcionado una pesadilla nueva a la que enfrentarse. El horror que sentía debió reflejarse en su cara, porque él exhibió una mueca sarcástica.


-No te preocupes. Aunque te muerda un piojo infectado, lo más probable es que podamos llegar a un médico antes de que caigas enferma.


-Entonces, ¿Por qué los mencionas? -preguntó irritada.


-A la intemperie debes usar la cabeza.


Molesta pero menos asustada, desvió la mirada e intentó concentrarse en calzarse las botas y anudar los cordones mojados. Al final se puso de pie. Sin ayuda de su atormentador, que parecía interesado en cada uno de sus movimientos. El esfuerzo de incorporarse le dio plena conciencia de lo miserable que se sentía. Varios pasos cautelosos alrededor de la hoguera le descargaron los músculos contraídos de las piernas lo suficiente para encontrar el mismo sendero estrecho entre los árboles que había usado la noche anterior. Se había adentrado entre el follaje cuando oyó la voz de Pedro.


-Ten cuidado con la hiedra y el zumaque venenosos.


Paula tuvo la certeza de que había muerto en el accidente aéreo, porque se habían cumplido sus peores miedos: Estaba en el infierno. Le dolía tanto el cuerpo que apenas era capaz de seguirlo. A últimas horas de la tarde su estómago parecía un barril de cincuenta litros a rebosar de espacio vacío. Era como si los leves bocados de pescado que se había obligado a tragar aquella mañana no hubieran existido. ¡Lo que daría en ese momento por una porción de esas horribles cosas! Lo único bueno era que la piel ya no se le ponía de gallina con piojos imaginarios. Todo su cuerpo era un manojo de dolor embotador. Hasta la crema protectora que se había aplicado fanáticamente sobre cara, manos y brazos había fallado. Seguro que sufría inimaginables daños en su delicada piel. Y Pedro caminaba por delante de ella como si estuviera tan fresco y fuerte como cuando empezaron. Llevaban caminando una eternidad. Ese día la tierra era más llana que el día anterior. Habían atravesado dos valles que parecían pequeños junto a las montañas, pero eso había sido muchos kilómetros antes. Ya había perdido la perspectiva de la distancia. Al menos habían recuperado los árboles, que los protegían del sol abrasador. Avanzaban en paralelo a un ancho arroyo. Quizá el mismo de la noche anterior, quizá otro. Había perdido el sentido de la orientación. Necesitaba una bebida fresca, una mesa llena de comida, un baño y aproximadamente una semana de sueño y de cuidados médicos. Sin embargo, Pedro parecía medrar en las montañas. Cocinar sobre una hoguera, dormir en el suelo duro, avanzar a través del bosque, pescar con los cordones de sus botas, para él todo era una gran aventura de macho. Había intentado que parara un poco para poder quitarse las botas y meter los pies en el agua, pero no le había hecho caso. Sentía los pies como si se le hubieran hinchado hasta adquirir el tamaño de pelotas de baloncesto y el dolor de las ampollas era agónico. La última vez que había intentado que se detuviera, la había llamado quejica. Ya no le hablaba más. Al mediodía había agotado su amplio repertorio de insultos. Pero se había dado cuenta de que no podía oírla por lo adelantado que marchaba, de modo que el esfuerzo no valía el despilfarro de energía y aire. 

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