¿Qué le había pasado al avión? ¿Por qué Pedro no había empleado la radio para pedir ayuda? ¿No podrían haberse quedado cerca del aparato y encendido un fuego como señal o algo parecido? Seguro que había una alternativa más cuerda que atravesar a pie la mitad de las Montañas Rocosas. Pedro iba deprisa adrede, quizá para atormentarla. Se hallaba en inferioridad física con él, y era obvio que pretendía aprovecharla en su contra. Sabía que no le caía bien. Pero, ¿Y qué? Le sucedía con todo el mundo, y no iba a morir de un corazón roto. A ella tampoco le caía bien. En todo caso, esa horrenda aventura neutralizaría la loca atracción que sentía por él. Dudaba mucho de que su contacto pudiera activar otra vez esa sorprendente descarga eléctrica que sintió cuando le apresó la muñeca. La reacción femenina que experimentó cuando tropezó contra su cuerpo grande y sólido en el aeropuerto seguro que nunca más volvería a producirse, después de haber sufrido una sobredosis de su personalidad machista y dominante con sus modales toscos y duros. Eso le proporcionó a sus doloridas piernas una oleada nueva de energía que aprovechó para reducir la distancia que los separaba. Se hallaba tan jadeante por el esfuerzo en altitud que se sintió mareada cuando lo alcanzó. Logró agarrarse a la parte de atrás de su camisa en el preciso instante en que una extraña serie de puntos negros dominó su visión. Y entonces él universo, la camisa azul de Pedro, los malditos árboles... Todo, se apagó.
Soñaba con lluvia. Caía sobre su cara en forma de gotas deliciosamente frescas. La desagradable pesadilla que había estado experimentando sobre accidentes aéreos, montañas y árboles se perdió bajo el frescor revitalizante del agua sobre su piel. Paula se obligó a abrir los ojos para contemplar la maravillosa lluvia. Los rasgos severos y atractivos de Pedro Alfonso adquirieron tanta precisión que se quedó boquiabierta. La pesadilla regresó en toda su intensidad. Pedro sostenía una toallita que había sacado de su neceser. Pudo sentir su brazo detrás del cuello y los hombros sosteniéndole la cabeza. Dobló los dedos largos y exprimió algunas gotas más de agua sobre ella, aunque era consciente de que había recuperado el sentido. Irritada, le apartó la mano y se sentó de golpe. Una oleada de mareo la obligó a llevarse una mano a la frente, pero el movimiento súbito fue torpe y descoordinado. Los dedos recios de Pedro le sujetaron el hombro para mantenerla erguida.
-Despacio, princesa. Sin duda se debe a la altitud.
-Deja de llamarme así -la voz crispada se vió perdida por una extraña falta de aire mientras luchaba contra el mareo. Tenía la boca seca. Su cerebro abotargado al final registró la toalla empapada y bajó la mano para mirarlo con expresión ansiosa-. Agua... tenías agua.
Pedro giró la cabeza e indicó un punto en alguna parte detrás de Paula.
-Agua de lluvia que quedaba en un charco somero en las rocas. Nada que esté lo bastante sediento para beber.
-¿Vertiste agua que no beberías en mi cara? -la sed de Paula se mitigó.
Disgustada por el pensamiento, con celeridad pasó los dedos por los puntos húmedos en su piel.
-Ahora la has convertido en barro -le sujetó la mano para detenerla. Una comisura de sus labios se elevó en gesto divertido.
Horrorizada, Paula contempló sus dedos sucios. Olvidó el mareo y tanteó el suelo a su alrededor, vio el neceser y se arrastró los pocos centímetros que le quedaban por alcanzarlo. Lo abrió y sacó un espejo de mano para mirarse la cara. Unas marcas mugrientas resaltadas por porciones de piel quemada por el sol le cruzaban la frente y una mejilla. Pedro introdujo la toalla en su visión periférica. Se la quitó, sin pensar que era agua sucia, y con toques diestros se limpió el rostro. Pero incluso al terminar, la cara distaba mucho de estar limpia. El maquillaje y el rímel se le habían corrido. No quedaba ni rastro de base, y probablemente el carmín era lo primero que había desaparecido. Con celeridad intentó quitarse el resto de maquillaje cuando captó un vistazo de su pelo. Enredado con hojas y colgando en mechones parecidos a cuerdas, era un completo desastre. Soltó un gemido de consternación, pero antes de poder hacer algo, el espejo y la toalla le fueron arrebatados de los dedos.
-No te molestes en ponerte hermosa para mí -dijo Pedro con aspereza mientras los guardaba en el estuche-. Sólo nos queda otra hora de luz para encontrar un arroyo y un lugar donde dormir –alargó el brazo y la puso de pie-. Y espero que puedas caminar por tus propios medios.
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