Igual que de niña, carecía de verdadero valor para alguien. El dinero le había puesto un precio, pero no le había adjudicado valor humano.
-Estás haciéndote un lío, cariño.
Las palabras bajas la sacudieron y el corazón le dió un vuelco. La voz de Pedro había sonado a su lado mientras las manos de Paula se enredaban en la manta. Giró la cabeza en su dirección y respiró sobresaltada al ver lo cerca que tenía su cara.
-Yo me ocuparé -susurró.
El corazón le palpitaba con fuerza y le agitaba todo el cuerpo. Tuvo que esforzarse para mostrarse desagradable.
-Como te plazca -se irguió y se apoyó sobre los talones.
Y de inmediato provocó un agónico calambre. El grito sorprendido que lanzó murió bruscamente al morderse el labio y tumbarse de lado para enderezar la pierna. El rostro le ardía de vergüenza por esa manifestación sonora, pero las lágrimas que bajaron por sus mejillas le causaron una humillación que no había sentido en años. Pedro reaccionó en el acto, la colocó de espaldas y alargó la mano hacia su tobillo. Paula se mordió el labio con más fuerza cuando le alzó la pierna, pero en el instante en que él hundió las yemas de los dedos en el músculo contraído comenzó a sentir alivio. Él se acercó al pie y le levantó la pierna un poco más, usando la otra mano para sujetárselo y doblarle los dedos hacia delante. En segundos el calambre comenzó a reducirse. Él apretó más el músculo para obligarlo a descargarse. Su contacto era mágico, y el calambre desapareció hasta que fueron sus dedos los que le provocaron dolor. Como si pudiera percibirlo, relajó la presión. El aliento que ella había estado conteniendo se liberó de su interior en una oleada de debilidad. La tensión salió de su cuerpo mientras Pedro le mantenía doblado el pie y continuaba trabajando en el músculo. Ése fue el momento en que su contacto comenzó a afectarle de otro modo. Despacio alivió la presión sobre los dedos de su pie y se lo soltó para deslizar la mano hasta su tobillo y unirse a la otra mano en el masaje profundo. Su contacto era celestial. Firme, hábil y tan, tan bienvenido. El anhelo hondo y el maravilloso calor sensual empezaban otra vez, y Paula experimentó los primeros aguijonazos de otra clase de dolor. Entonces deseó haber podido incorporarse para eliminar el calambre. De ese modo Pedro no habría podido tocarla de esa forma y ella no habría yacido sumida en la agonía y esperanzas renovadas. Sin mirarlo, mantuvo la vista clavada con obstinación en las estrellas.
-Vuelves a tensarte -musitó él-. Relájate o volverás a sentir calambres.
¿Cómo podía relajarse? La tensión era un efecto secundario de tratar de resistir lo que él provocaba que sintiera y anhelara. Era una perdedora; resultaba imposible que alguna vez pudiera ganar. Se hallaba en peligro sin importar lo que hiciera. Además, si se relajaba, se hallaría más que nunca vulnerable ante él. Pero entonces Pedro la soltaría y Paula perdería el increíble placer de su contacto. Y si se mantenía tensa, volvería a experimentar otro doloroso calambre. Finalmente se obligó a quedarse laxa e intentó no prestar atención al sentimiento desolador que la recorrió. Él depositó su pie en la manta pero no quitó las manos de la pierna. Pudo sentir su mirada en la cara, percibió la intensidad de su escrutinio, pero no se permitió mirarlo. Debía conseguir que dejara de tocarla.
-Gracias -dijo con suavidad aunque con suficiente indiferencia para que él se molestara.
-Quiero besarte.
La distancia que con tanto ahínco intentaba alcanzar quedó destrozada por sus palabras. La sorpresa inició un terremoto por su cuerpo. Lo miró con ojos muy abiertos. El rostro de Pedro estaba tallado en granito. Costaba creer que hubiera hablado. Si alguna vez había existido una expresión menos romántica y apasionada y más inflexible, ésa era la suya. Pero sus ojos oscuros ardían y Paula supo que había oído bien. El corazón estuvo a punto de estallarle cuando subió despacio hasta sus muslos. Se acercó a ella de rodillas, sin dejar de deslizar las manos hasta las caderas, luego a la cintura. Paula observaba hipnotizada mientras él ascendía lentamente. Más y más cerca hasta que movió una pierna y metió la rodilla entre las suyas. La abierta sexualidad del acto lanzó una avalancha de deseo por su cuerpo. Y entonces tuvo su cara encima de la suya. Había colocado un antebrazo bajo su cabeza. Sintió su mano cálida por el costado hasta que la cerró con agónica delicadeza sobre su pecho. Acomodó su cuerpo grande encima. Sólo pudo contemplarlo cuando se inclinó y redujo la breve distancia que lo separaba de sus labios. Los dedos de él tantearon la extremidad de su pecho a través de la tela de la camisa y el sujetador, y cuando alcanzaron su objetivo y aprisionaron el punto pequeño y sensible, experimentó una explosión caliente y sensual en lo más hondo de su cuerpo.
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