El pequeño perro jadeaba detrás de Pedro, evitando los obstáculos cuando podía o saltando por encima de ellos. Al mediodía Paula tuvo la certeza de que el animal estaba cansado. Cuando notó que cojeaba, llamó a Pedro. Éste retrocedió hasta donde se habían detenido los dos y dejó el bolso en el suelo. Se agachó para inspeccionar al animal.
-Parece otra hembra con ampollas en los pies -dijo mientras recogía al perro y lo acomodaba bajo el brazo; luego asió la correa del bolso y continuó.
Paula los siguió, envidiando al animal por el paseo. Caminó detrás de Pedro toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. Por ese entonces se hallaba tan exhausta que le fallaba la coordinación. Cada paso parecía adentrarlos en el peligro y la privación. Habían realizado varias paradas para descansar, pero sin comer nada. Sentía el estómago tan encogido como una uva pasa. Estaba tan hambrienta que todos los platos que nunca le habían gustado desfilaron por su mente para provocarla. Sintió remordimiento por las comidas no terminadas y por las dietas innecesarias a las que se había sometido. Esa tarde un leve sonido retumbante la distrajo y avivó algo sus esperanzas.
-¿Nos estaremos acercando a un camino o carretera? -se sintió extasiada por la posibilidad.
-Truenos -Pedro ahogó su excitación con esa única palabra.
La enfureció. Sin duda se equivocaba. Los fragmentos de cielo azul que podía ver por entre el follaje no mostraban ni rastro de nubes, de modo que se aferró a la esperanza de que se acercaban al rescate. Parecían moverse en dirección al sonido, y se mostró exultante ante la idea de que él se equivocara y ella tuviera razón. A la media hora el retumbar lejano se hizo más nítido y cercano. Y Pedro tenía razón. La luz empezaba a oscurecerse. Paula alzó la vista un par de veces y el corazón se le encogió al ver las nubes que empezaban a hacer acto de presencia en el cielo. Poco después, los truenos sacudieron la tierra. Pedro puso rumbo hacia la corriente y ella lo siguió, agradecida por la marcha descendente. Al haberse alejado todo el día del agua, le pareció que tardaban una eternidad en encontrarla. Empezaron a caer las primeras gotas gordas de lluvia, pero Pedro no dejó de avanzar entre los árboles. Los guió hacia una pequeña colina situada justo encima de la orilla; la lluvia ya era más constante y fina. Cuando sacó el rollo de plástico del bolso, estaban casi empapados. Pasó el plástico por encima de una rama baja que apuntaba hacia la corriente y formó un refugio tosco. Paula entró con el perro y arrastró sus cosas, seguida segundos después por Pedro. En cuanto quedaron bajo el plástico, la lluvia comenzó a arreciar, rugiendo mientras aporreaba su frágil techo. Paula tuvo que soportar una nueva miseria en el picor que le producía la ropa mojada. Los truenos eran ensordecedores y todo temblaba con cada estallido. Cuando el perrito se puso a gemir, tuvo ganas de imitarlo. Bajó la mano para consolarlo, pero la de Pedro llegó primero. El animal saltó a su regazo y se acurrucó contra su cuerpo. Cuando él lo rodeó con el brazo, dejó de llorar.
-Habríamos sido inteligentes si hubiéramos recogido un poco de leña antes - comentó. Le pasó el animal y salió del refugio.
El perro comenzó a llorar otra vez en cuanto Pedro lo soltó, y Paula tuvo que sujetarlo con fuerza para evitar que saliera tras él. El hecho de que saliera a enfrentarse a los elementos para buscar leña era otro indicio de su fuerte carácter. Agradeció su forma de ser, pero cada cosa buena que hacía, cada idea inteligente que se le ocurría, le hacía sentir el peso de su inferioridad. ¿Por qué no se le había ocurrido a ella antes de que lloviera con tanta intensidad? No sólo se sentía inferior, sino pequeña y egoísta. Cuando Pedro regresó cargado de madera, estaba chorreando. Paula le hizo sitio y contuvo al perro mientras él se quitaba la camisa.
-Perdóname, señorita Paula, pero debo quitármelos -se echó hacia atrás para bajar la cremallera de los vaqueros. Ella apartó la vista. No había nada de intimidad y disponía de poco espacio para cambiarse de ropa, pero lo consiguió. En repetidas ocasiones su brazo la rozó, y a Paula le sorprendió la facilidad con que la excitaba su movimiento no intencionado-. Tú misma debes quitarte esa blusa mojada -comentó al quitarle al animal de los brazos.
Sus miradas se encontraron en la tenue luz bajo el plástico. Ella sintió la sacudida del contacto. Percibió un leve destello de interés y deseo masculinos, y sus ojos se apartaron.
-Creo que esperaré -encogió las rodillas y cruzó los brazos en torno a ella. El movimiento le resultó doloroso, ya que se había puesto rígida de estar sentada.
Ambos permanecieron en silencio mientras la lluvia continuaba hasta que se convirtió en un esporádico goteo sobre el plástico.
-No sé si tendremos suficiente leña seca para mantener una hoguera toda la noche o asar otro conejo. Te dejo la elección a tí.
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