Pedro vió el terror en sus ojos. También pudo ver que estaba en shock. Paula Chaves podía ser vanidosa y estar obsesionada con su aspecto, pero no era estúpida. Al menos tenía el suficiente sentido común para saber que no podían cargar con todo por las montañas. Su fijación con el equipaje era una negación de lo que los aguardaba: un recorrido largo y probablemente peligroso por ese entorno agreste. Y sin duda la peor penuria imaginable para una pequeña aristócrata consentida como ella. Sintió el peso del frasco de valium en el bolsillo. Si no era capaz de enfrentarse a las sacudidas violentas de la vida sin estar sedada, jamás lograría salir de eso. El instinto lo advirtió de no mimarla. Si no, se desmoronaría. Si lograba llegar hasta su legendario temperamento y distraerla, ambos se beneficiarían. La soltó. Hizo caso omiso del modo en que se frotó la muñeca, como si intentara aliviar el dolor. No tendría que haber sentido ninguno. Titubeó un momento más para estudiar su rostro. No lo miraba; tenía la vista clavada a la izquierda de la maleta que había en la hierba. Sus dedos delgados y perfectamente cuidados aún se cerraban en torno a la muñeca, pero el movimiento que realizaba era distraído. Estaba claro que tenía la mente en otras cosas, y por la expresión de abierta vulnerabilidad, le faltaba poco para venirse abajo. Contempló la maleta. Vió una serie bien doblada y apilada de braguitas y las agarró. Fueron las primeras cosas que volaron sobre la hierba; se cercioró de que cayeran en el punto exacto en que se concentraban sus ojos. Luego salió un sujetador tenue antes de dedicarse al contenido entero de la maleta y contar en silencio los segundos. Dos... Tres...
-¿Cómo te atreves?
De nuevo había empleado ese ronco gruñido felino. Fingió no prestarle atención al levantar una bata de satén azul y quitarle el cinturón. Dejó la bata junto a la maleta, pero arrojó el cinturón a su bolso. A éste lo siguieron dos pares de calcetines blancos y gruesos y un juego de pantys. Luego, un pliegue de red captó su atención; lo sacó. Era una especie de bolso, sin duda para la ropa sucia, y tenía un buen tamaño. Tiró con fuerza de la red para probar su resistencia antes de arrojarla también al bolso. Paula seguía mirándolo, indignada por el trato tosco que le daba a sus pertenencias. Estaba claro que sólo pretendía seleccionar unas pocas cosas antes de obligarla a dejarlo todo atrás. Agarró las braguitas y el sujetador y se los llevó al pecho. ¡Santo cielo, no podía ir a ninguna parte sin ropa interior limpia! Con cautela debido al trato rudo que le dedicaba a sus cosas, recogió la bata de satén y envolvió la ropa interior dentro. Sacó la red de su bolso y metió la bata enrollada dentro. A continuación Pedro extrajo la funda para el calzado y sacó las zapatillas que ella había incluido. Las tiró en su dirección; cayeron a sus pies.
-Póntelas y quítale los cordones a las botas que llevas ahora.
Paula contempló las zapatillas y luego las botas ligeras.
-Son botas de senderismo -dijo, esforzándose por mantener la voz firme mientras desafiaba su orden. Discutir con Pedro era lo único que se le ocurría para distraerla del terror.
-De diseño -espetó él-. La piel es como papel comparada con la de las zapatillas -ella volvió a mirarse los pies, y tuvo que reconocer que Pedro tenía razón sobre su robustez-. Cambiate los malditos zapatos, princesa. La luz del día no dura para siempre.
Recogió las cosas que había descartado y volvió a meterlas en la maleta antes de cerrarla. Luego abrió la cremallera de la funda donde Paula llevaba la ropa para hurgar entre las prendas cuidadosamente guardadas. Añadió otro cinturón a su bolso, luego dos pares de vaqueros bien planchados y dos camisas de algodón. Ella los recogió de inmediato y los introdujo en la bolsa de red. Menos mal que no tendría que luchar con él por llevar ropa extra. Al menos después podría ponerse algo limpio. Después. ¿Cuánto después? ¿Cuántas horas necesitarían para regresar a pie a la civilización? Su siguiente pensamiento, que quizá no llegara a tiempo a Aspen para ver a su madre, le provocó una oleada de pánico.
-¿Cuánto tardaremos en llegar a Aspen?
Pedro la miró con expresión sarcástica y la recorrió de arriba abajo.
-Por tu rapidez, alrededor de un mes -cerró la cremallera de la funda y la arrojó sobre la maleta antes de ponerse de pie.
Paula no fue capaz de moverse cuando sintió el impacto de la implicación de que quizá no llegaran a tiempo a Aspen. Si avergonzaba a su madre con su nuevo marido no apareciendo, Alejandra no la llamaría nunca más. Perdería para siempre la oportunidad de acercarse a ella. Jamás sabría que ya no era fea. Jamás lamentaría haber abandonado a su única hija.
-Muévete, encanto.
La orden la sacó de su ensimismamiento. La palabra «Encanto» no era algo cariñoso en su boca. Odió la condescendencia machista de su tono. Y odiaba el apodo de «Princesa». Entrecerró los ojos con súbita inspiración.
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