martes, 30 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 44

Oyó el sonido de cascos cuando un caballo bajó por la pendiente a su espalda. Se puso rígida, luego miró por encima del hombro. Malena, con el pelo recogido en una trenza, avanzó hacia ella. Con su Stetson negro y las espuelas de plata, Malena Duvall era la contrapartida de la mística del vaquero. Fuerte, competente y sensata, era rival para cualquier hombre o animal. Paula nunca había sido más consciente que en ese momento de lo frívola e inútil que había sido su vida. Al mismo tiempo, fue enorme el orgullo que sintió de Malena. Sin apartar la vista de ella, detuvo el caballo a un metro de Paula. Sólo entonces rompió el contacto visual. Desvió la mirada para contemplar el cañón.


-Me alegro de que estés bien -musitó su prima.


A Paula le escocieron los ojos y experimentó gratitud y un poco de alivio. Malena le abría una puerta. Respiró hondo antes de perder el valor.


-No hay excusa para lo que te hice, Malena. Traicioné tu amistad y te dí la espalda en el momento más traumático de tu vida. Jamás me lo perdonaré, y nunca lo olvidaré -tuvo que parar porque las emociones la abrumaban y estaba decidida a no llorar. No quería darle la impresión de que buscaba simpatía. Malena tenía un corazón demasiado blando para que las lágrimas no la ablandaran, y Paula no deseaba eso-. No espero disfrutar otra vez de tu amistad, no la merezco. Lo único que espero es que comprendas cuánto lo siento y que, de algún modo, eso te brinde solaz.


Se le quebró la voz y carraspeó, aunque nada podría eliminar el nudo que tenía en la garganta.


-Eres la mujer más honesta y honorable que conozco. Lamentaré el resto de mi vida no haberte apoyado entonces -volvió a hacer una pausa y apartó la vista del triste perfil de Malena para mirar en la distancia-. Si pudiera regresar a aquel día y empezar otra vez...


Guardó silencio y se mordió el labio. No había modo de volver atrás. Los actos estaban ahí, las palabras crueles se habían pronunciado, las heridas se habían infligido. Siempre quedarían cicatrices terribles. El crujido del cuero de la silla de montar hizo que se volviera. Malena había desmontado. El tintineo metálico de las espuelas cuando avanzó dos pasos hizo que el cuerpo de Paula se pusiera tenso. 


-Te quiero, prima -Malena le dió un fuerte abrazo. 


Paula contuvo el aliento, luego alzó las manos con gesto brusco y titubeante rodeó a Malena con ellas.


-Yo también te quiero -apenas pudo susurrar.


Rafael miraba mientras Malena y Paula se dirigían a pie a la casa desde el nuevo establo, tomadas de la cintura; el sonido de sus risas flotó hasta él. Por el aspecto de sus ojos y narices enrojecidos, habían llorado hasta vaciarse, aunque el aura de felicidad y camaradería que las rodeaba era tan poderoso y vibrante como ellas dos mientras hablaban animadamente y compartían otra carcajada. Una sensación de paz se extendió por su pecho y penetró hasta su corazón. Al fin el pasado quedaba en el pasado, donde pertenecía, y el futuro resplandecía ante todos como oro bruñido. Paula y Malena pasaron aquella velada y el día siguiente recuperando el tiempo perdido. Cuando Malena y Rafael se marcharon al rancho de San Antonio, las dos primas eran más íntimas que nunca. Paula le había confiado algunos detalles del accidente y de los días que pasó con Pedro en las montañas, aunque no logró convencerse de decirle lo que sentía por él. Malena no insistió, pero Paula había visto el brillo especulador en sus ojos. Al día siguiente, un hombre del Rancho PA de Pedro llevó su equipaje a la mansión.


-Tardaron un par de días en localizar el lugar del accidente. El jefe tenía otros asuntos de los que ocuparse y hasta ayer no llegó a casa -la informó el vaquero.


Eso fue suficiente para Paula. Pedro podría haberle llevado las maletas en persona. El hecho de que enviara a uno de sus empleados le indicó que no estaba interesado en volver a verla. Había superado muchas cosas en su vida, y empezaba a acostumbrarse a que Alejandra no la llamaría nunca más... Y lograría superar lo de Pedro. Después de todo, sólo habían estado perdidos tres noches y casi cuatro días. Sumándole otra noche y día en el motel, no era tiempo suficiente para justificar su esperanza secreta de que podría existir la posibilidad de algo más en el futuro. Pero el hecho de que hubiera sido lo bastante tonta para esperarlo de todos modos le provocó más que un poco de angustia. 

Indomable: Capítulo 43

Pobre Paula. Si había vuelto a ser una persona agradable, la gente quizá ya no estuviera dispuesta a aceptarlo. O a ella. Siempre le había costado encajar. Se sentiría horrorizada si hubiera escuchado todo lo que había llegado a oídos de Malena. Fue la muerte de Damián lo que la había destrozado y empujado a adoptar una actitud amarga hacia la vida. Si de verdad había cambiado, esperaba que al fin hubiera superado la horrible forma de morir de Damián. Aunque jamás pudiera creer en Malena o perdonarla, se alegraría si al fin hubiera podido conseguir la paz. Miró por el ventanal de la sala de estar del Broken B, pero no se volvió al oír entrar a Rafael. El que era su marido desde hacía un mes la rodeó con los brazos por detrás. Inclinó la cabeza y apoyó su mejilla contra la de ella. Alzó las manos y asió las de Rafael con suavidad.


-¿Cuándo consideras que deberíamos regresar al Rancho Duvall?


Rafael había mencionado el día anterior que tenían que regresar a su rancho cerca de San Antonio. De momento habían decidido mantener los dos ranchos, dividiéndose entre ellos para que Malena dispusiera de tiempo para considerar si quería vender el Broken B a Pedro Alfonso o no.


-¿Podemos esperar un par de días más? -preguntó.


Rafael la abrazó con más fuerza. Hablaron de Paula, y Malena le confesó su esperanza secreta: Que su prima hubiera cambiado, y, en ese caso, que al fin pudiera aceptar la verdad sobre la muerte de Damián. Y si era capaz de aceptarla, tal vez quisiera cerrar el abismo que había entre ellas.


-Ya has sufrido demasiado por Damián y Paula -musitó él-. No te expongas a más sufrimientos, cariño.


-Dos días más, Rafael.


-Dos días -si Paula Chaves no llamaba a Malena...


Besó el suave cabello de su mujer y no se permitió terminar el pensamiento. 



Lo más duro para Paula no fueron las disculpas que expresó a la gente a la que había tratado tan mal, sino sacar valor para ver a Malena. De algún modo una disculpa parecía banal para el monumental pecado de la traición. Porque la había traicionado. Su profunda amistad, su cariño mutuo, su relación de sangre. Quizá nunca supiera el alcance de la herida que la había infligido a su prima, y no estaba segura de poder vivir consigo misma si llegaba a conocerlo. De niñas, Malena la había aceptado de forma incondicional. Le había ofrecido su amistad y lealtad y para su prima jamás habría sido posible darle la espalda tal como había hecho ella. Cuando la culpa por lo que había hecho pesó más que el miedo a verla, subió al coche y fue hasta el rancho Broken B. Montaba el capón bayo que Rafael le había ensillado. Malena había salido a dar un paseo a caballo, y su marido no la esperaba hasta un par de horas más tarde.


Paula tuvo miedo de perder el valor si tenía que esperar. Rafael se había mostrado reservado. Sintió su agudo escrutinio, pero había aceptado su petición de prestarle un caballo para ir al encuentro de Malena. Él mismo había seleccionado y ensillado al animal. La última mirada que le había lanzado estaba cargada de advertencias. La rehuyó, abrumada por la culpa. Dolía saber lo mucho que recelaban de ella, a pesar de que merecía toda su desconfianza y desprecio, y deseó con todo su corazón haber hecho las cosas de forma diferente, no haber sido tan egoísta y mezquina. No haberle dado la espalda a Malena. Hacía siglos que no montaba a caballo, aunque no tardó mucho en sentirse a gusto encima del bayo. Malena era mejor amazona. Había sido la mejor en todo. A Paula nunca le había importado, porque la había admirado mucho. Hasta no llegar al largo y estrecho paso que atravesaba esa parte del rancho no se dió cuenta de que se hallaba cerca del lugar donde había muerto Damián. Recordaba la zona y lo turbulentas que solían ser las inundaciones al atronar a través del cañón. El agua viajaba en línea recta, y cuando chocaba con un punto en el que se veía bloqueada u obligada a virar, descargaba su máximo impacto. Frenó el caballo y desmontó para acercarse hasta el borde. La cara de Damián anidaba en su mente. Le sorprendió comprender que al mirar el punto donde él había caído no pensara en cómo había muerto sino en lo terrible que debió ser para Malena presenciarlo. Observar cómo se desprendía el reborde y arrastrarse en un intento vano e infructuoso para salvar su vida. 

Indomable: Capítulo 42

 -Bueno, eso es todo, entonces -musitó y apretó las manos con tanta fuerza que le dolieron-. Me despediré ahora, para que los dos podamos emprender la vuelta.


Pedro la miraba fijamente, y daba la impresión de poder penetrar hasta el rincón más apartado de su cerebro. Paula esbozó una sonrisa tensa y esperó que él jamás supiera lo destrozada que estaba por tener que despedirlo y regresar a su vida solitaria y desesperada sin esperanza de gozo. Kiara, como si percibiera que se trataba de un adiós, se lanzó hacia Pedro. Él se agachó para acariciarla.


-Ya nos veremos, Kiara. Cuida tus modales con la señorita Paula.


Se levantó en silencio. La miró con expresión solemne y se llevó la mano a la visera del Stetson en educado saludo vaquero. Luego se marchó. Kiara se quedó con la vista clavada en la puerta cerrada, la cabeza ladeada y gimiendo. Las rodillas de Paula cedieron y cayó sobre el borde de la cama. Le dolía tanto el corazón que tenía ganas de ponerse a gemir como la perra. Regresó a Texas en coche. Fue un viaje largo, tranquilo y agotador. Kiara fue tan callada como ella, y casi todo el trayecto lo hizo con la cabeza colgando del asiento, como si estuviera demasiado deprimida para vivir otro minuto.



Tres días más tarde llegaron a Coulter City a las diez de la noche, y Paula llevó a Kiara directamente a la cama. Carla salió corriendo de la zona del servicio, situada en la parte de atrás de la mansión, al oírla entrar, pero la pequeña doncella desapareció al instante cuando la informó de que no la necesitaba. Las dos durmieron hasta las once de la mañana siguiente. Al levantarse, Kiara parecía recuperada, y con viveza examinó todas las habitaciones de la planta alta. Apenas podía moverse, pero se puso una bata y bajó para dejar salir a la perra al jardín delantero. Al bajar más tarde, se había duchado y peinado. Soltó a Kiara para que fuera a explorar la mansión. No se había molestado mucho con el maquillaje, y se había puesto unos sencillos pantalones grises y una camisa blanca de algodón. En vez de dirigirse al comedor, donde sabía que tenía la larga mesa preparada para el almuerzo, fue a la cocina, donde Juan, Esmeralda y Carla iban a comer.


-Me preguntaba si después de terminar el almuerzo seríais tan amables de reunirse conmigo en la biblio... no, en el salón -esperaba que la elección menos formal de estancia los ayudaría a estar más a gusto-. Tengo algo que decirles a los tres que espero... -se interrumpió-. Si no les importa -añadió, muy incómoda, sin pasar por alto las rápidas miradas que se lanzaron los tres mientras asentían.


-Sí, señorita.


Cuando dió media vuelta para marcharse, Esmeralda preguntó:


-¿Desea que le sirvan ahora el almuerzo, señorita?


-No, gracias, Esmeralda -se volvió-. Ahora mismo no tengo hambre.


Se sintió aliviada al escapar de la cocina, pero la espera en el salón fue angustiosa. Le dolió que el personal apareciera antes de lo esperado, como si hubiera comido a toda velocidad o ni siquiera hubiera terminado. Qué bruja debió haber sido para que esas tres personas estuvieran preocupadas por la posibilidad de no complacerla. Y estaban preocupados, pudo verlo en sus ojos mientras entraban en silencio y formaban en el centro de la habitación. Kiara trotó detrás de ellos y se alineó a su lado.


-Por favor -comenzó, e indicó el sofá y los sillones que lo flanqueaban-. Por favor, sientense... y ponganse cómodos.


De nuevo se miraron, pero se sentaron y la esperaron expectantes. Paula se aclaró la garganta, tan atenazada que temía no poder hablar.


-Quería hablar primero con ustedes, porque creo que ha sido con los tres con quien me he comportado de forma más dura y poco cortés.




Malena Bodine Duvall había oído hablar del accidente aéreo de su prima. Varias veces llamó a la mansión, pero cortó antes de poder marcar el último número. Toda Coulter City bullía con rumores sobre Paula chaves. Tanto que las historias habían llegado hasta el Broken B. La opinión general era que Paula debió creer que iba a morir y había experimentado una especie de conversión religiosa. Eso o recibió un golpe en la cabeza y no podía recordar quién era. Había estado perdida en las montañas con Pedro Alfonso durante casi cuatro días. Como se sabía que Pedro era un hombre duro y directo, casi todos especulaban con que había conseguido domar a la fierecilla. Cómo había logrado esa proeza era causa de atrevidas teorías. 

Indomable: Capítulo 41

¿Cómo se había perdido todo? Los últimos días habían sido algunos de los más traumáticos y hermosos de su vida. Y de pronto se terminaban. El frágil eslabón emocional que creía que se había forjado entre ellos sólo parecía el resultado de una imaginación demasiado activa. Paula se había enamorado profundamente de él. Le parecía que semejante acontecimiento debería ser compartido, afectarlos a los dos por igual. Pero en ese momento le pareció dolorosamente claro que ella había sido la única afectada, la única en enamorarse. Oh, Dios, ¿Qué iba a hacer? Se sentía desgarrada por dentro, inquieta y dolida. El orgullo no le permitiría mostrarlo, de modo que se esforzó por mantener la misma distancia emocional que Pedro había alcanzado sin apenas esfuerzo.


-Y bien, ¿Cómo piensas volver a Texas? -le preguntó. Ésa podía ser una buena prueba. Si entraba en sus planes, podría tomarlo como una señal de esperanza. Si no...


-Pensé en alquilar un helicóptero con piloto para tratar de localizar el lugar del accidente. Si lo logro, haré que te envíen el equipaje a tu casa. ¿Tú volverás en avión?


No podría haber dejado las cosas más claras. Paula sintió que se rompía por dentro.


-No sé si seré capaz de volver a subir a un avión.


-Será mejor que lo consigas. A menos que a partir de ahora pienses ir en coche a todas partes.


Sabía que él tenía razón, pero la idea la desasosegaba. Miró a Kiara, que no los perdía de vista mientras seguía la conversación.


-Si me llevo a Kiara conmigo, no quiero pensar que estará encerrada en algún compartimento de carga. ¿O piensas quedártela tú?


-Puedes llevártela tú -meneó la cabeza-. Los únicos perros que encajan en mi estilo de vida son los sabuesos o los pastores. Podría hacer una excepción con ella, pero si quieres proporcionarle un buen hogar, adelante.


-¿Te comentó el veterinario si creía que sus dueños podían aparecer? -odió el modo en que se le quebró la voz. Esperaba que Pedro lo atribuyera a Kiara y no a un corazón roto.


-No consideraba que hubiera muchas posibilidades. Dijo que lo más probable es que alguien de vacaciones la hubiera perdido. Si analizamos la zona en la que la encontramos, lo más factible es que los dueños abandonaran su búsqueda hace días.


-¿Me harás saber si alguien se pone en contacto contigo por ella? - preguntó, anhelando ya cualquier excusa para volver a hablar con él aunque ello significara una mala noticia sobre Kiara. Por otro lado, si la perrita tenía una familia en alguna parte...


-Sí.


Paula apretó las manos con nerviosismo. Ya estaba. El adiós educado.


-Bueno, supongo que tendré que llamar a una agencia de alquiler de coches.


-Yo me ocuparé del coste del vehículo y de la habitación -la informó.


-Logré cargar con mi bolso de vuelta hasta la civilización -se puso rígida-. Tengo tarjetas de crédito y suficiente dinero.


-Te lo debo. Por las inconveniencias del accidente. Me ocuparé de costear tus molestias.


-No hay motivo para ello -Paula meneó la cabeza-. Tú te negaste a dejar que te pagara el viaje, de modo que no fue un vuelo contratado. Además, te obligué a llevarme contigo.


-Ya deberías saber... -pero Paula lo cortó.


-No quiero oírlo -dijo con presteza, adoptando ese tono imperioso que tanto éxito le había dado en los últimos años. 


La desconcertó la facilidad con que podía recuperarlo. Quizá, después de todo, no tenía tan buen carácter para llevar a cabo el cambio en su vida. Ese pensamiento hizo que se sintiera más abatida.


-Lo que tú digas, señorita Paula -aceptó Pedro con indiferencia, haciendo que a ella se le helara el alma.


«Por favor, Pedro, no me odies de nuevo. De verdad he cambiado, lo prometo. En cuanto salgas de esta habitación podré derrumbarme en privado, y prometo no volver a ser la bruja que era antes. Por favor, averigualo algún día. Que te importe para que lo averigües». 

jueves, 25 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 40

Prácticamente la arrastró de vuelta al campamento. Kiara los siguió al trote. La perra gimió ante la indignidad de la correa. Pedro había decidido que la cuerda era demasiado pesada para una perra tan pequeña, de modo que abrió una de las cajas de pantys y con estos improvisó una. Habían avanzado poco cuando la perra volvió a cojear, de modo que  la acomodó bajo su brazo. Caminaron durante una hora. Justo cuando él iba a desviarse del sendero en dirección a la corriente, se detuvo.


-¿Oyes eso?


Paula se paró a su lado y prestó atención. No pudo captar nada inusual por encima del sonido de los pájaros y el crujido ocasional de las hojas bajo la leve brisa. Pedro reemprendió la marcha por el sendero a un ritmo más veloz. Ella percibió su urgencia, y eso le provocó una cierta excitación.


-¿Qué ha sido? -preguntó ansiosa.


-Esperemos para comprobarlo -fue la respuesta cauta de él, aunque no impidió que sus esperanzas se desbocaran.


Aunque hacía un rato que marchaban en línea descendente, el sendero comenzó a hacerse bastante cuesta abajo. Los pies de Paula resbalaron varias veces, aunque logró mantenerse erguida. Pedro llegó primero al fondo, luego esperó que se reuniera con él. Al llegar a su lado, ella vió un prado herboso. Formaba parte de un valle. La corriente que habían estado siguiendo... Dió por hecho que era la misma, lo atravesaba. En el otro extremo del valle, junto a la ladera de otra montaña, se veía una sección de camino asfaltado. Por la derecha de pronto apareció un coche blanco que pasó a toda velocidad por la parte de carretera que les resultaba visible. Desde la otra dirección avanzó más despacio una minicaravana. Paula no pudo contener su excitación y se volvió hacia Pedro para agarrarle el brazo.


-No me lo creo... ¡Lo conseguimos! -lo soltó y se lanzó a sus brazos.


Pedro se puso rígido un momento, luego le devolvió el abrazo. La estrechó con fuerza y le cortó el aliento. Paula percibió el significado del gesto, pero no lo entendió. Cuando se echó atrás para mirarlo, él se inclinó y la besó. Un beso breve e insatisfactorio, pero lo interpretó como la liberación emocional de haber conseguido al fin escapar del bosque. Su rostro se suavizó en una amplia sonrisa. Los ojos oscuros le brillaban.


-Veamos si alguien nos lleva. 


De pronto Paula no sintió más dolor en el cuerpo, y avanzó con él por la extensión verde en dirección a la colina rocosa debajo de la carretera, tan excitada que apenas podía contenerse de emprender la carrera. Pedro puso a Kiara en el bolso y se pasó la correa al hombro. La cuesta era tan empinada que prácticamente se vieron obligados a ascender a rastras. En cuanto llegaron a la superficie asfaltada, apareció otra minicaravana. Pedro agitó los brazos. Entonces su aventura en las montañas llegó a un final súbito. La pequeña familia que iba en el vehículo hizo espacio para su equipo y los llevó hasta el puesto de los rangers. Después de proporcionarles un resumen de lo sucedido, los transportaron hasta Colorado Springs; Pedro fue al aeropuerto para presentar el informe necesario. Paula se duchó, llamó al servicio de habitaciones y compartió la comida con Kiara. Ambos cayeron en un sueño exhausto antes de que Linc regresara al motel. 


A la mañana siguiente la despertaron unos ladridos felices ante la puerta que comunicaba los dos cuartos. Algo había sucedido durante su separación de una noche. Lo supo en cuanto vió la cara de Pedro. Esa mañana se mostraba distante. Se ofreció a sacar a Kiara, pero no se reunió con ella cuando Paula pidió el desayuno en la habitación. Hacía unos minutos que él había salido cuando sonó el teléfono. Era Pedro que la llamaba para decirle que había llevado a Kiara a un veterinario que había calle abajo para que la examinara y la vacunara. Como desconocían la historia del animal, consideró que era una necesidad. Cuando regresaron una hora más tarde, la perra había sido bañada y peinada y lucía una correa respetable.


-Me sentí extraño al pasear a una perra tan elegante por la calle -Pedro esbozaba una mueca irónica.


-¿Así que es una Yorkshire?


-Ha quedado bien, ¿No crees? -asintió-. En la clínica calcularon que debía tener un año de edad. Cuesta creer que debajo de esas greñas sucias había un pedigrí de alta alcurnia. Dejé mi nombre y mi teléfono por si alguien denuncia su desaparición.


Reinó un silencio incómodo. Todo había sucedido tan deprisa. Primero el puma, luego encontrar la carretera, después el repentino regreso a la civilización. El sentido de camaradería que hubieran podido labrar en las montañas casi había desaparecido. Habían sobrevivido juntos a un accidente de avión y a cuatro días de aislamiento difícil y de pronto volvían a ser desconocidos. Tres noches atrás, Pedro le había hecho perder la cabeza con sus besos. Y dos noches antes la había obligado a enfrentarse a la persona en que se había convertido, cambiando para siempre su actitud hacia el mundo y afectando el modo en que se comportaría el resto de su vida. Pero al mirarse en la habitación del motel, se sentían tan cautos y recelosos como si se hubieran conocido aquella mañana. A Paula empezaron a escocerle los ojos.


Indomable: Capítulo 39

Gritó amenazas y órdenes a voz en cuello sin dejar de agitar el palo y tratar de parecer más feroz que el puma. Todo sucedió en unas pocas y frenéticas palpitaciones ajenas al tiempo. Tan rápidamente que al principio pensó que había alucinado. Un instante el felino estaba agazapado con las orejas tan pegadas a la cabeza que resultaban casi invisibles, y al siguiente se lanzó a un costado y desapareció entre los árboles con un movimiento tan mercurial que dio la impresión de desvanecerse delante de sus ojos. Paula se detuvo y permaneció como una estatua. Kiara calló, su cuerpecito tan rígido como si escuchara el sonido de la retirada del felino para cerciorarse de que se había ido. La voz de Pedro atronó detrás de las dos.


-¿En qué demonios estabas pensando?


La evidente furia de él era una sorpresa y Paula se volvió como sumida en una bruma. Avanzaba hacia ella con el rostro enrojecido por la ira, los ojos encendidos.


-¿No oíste mis gritos? ¡Ese puma te podría haber abatido en segundos para arrastrarte a la maleza antes de que hubieras podido mover un dedo!


Ella esbozó una sonrisa extraña. De pronto se sintió rara, pero el corazón rebosaba de euforia.


-Lo asusté -indicó, tan asombrada que tuvo que repetir las palabras-. Lo asusté.


Pedro se detuvo delante de ella, tan furioso que parecía una columna de granito. Impasible, la extraña sonrisa de Paula se amplió. Y entonces se desmayó.




Paula despertó para oír un impresionante recital de juramentos. Abrió los ojos y se dió cuenta de que yacía a medias en el suelo y en los brazos de Pedro. Él la miraba con ojos turbulentos.


-Pequeña tonta.


Su declaración le hirió los sentimientos, pero la sensación de la palma de su mano en la mejilla era apaciguadora. De repente Paula lo recordó todo y contuvo el aliento.


-El felino...


-Eres afortunada de que no tuviera hambre.


-¿Cómo lo sabes? -frunció el ceño ante ese comentario extraño.


-Colina arriba ví el cuerpo reciente de un ciervo. Bueno, lo que queda de él.


Ella intentó sentarse. Pedro se lo permitió, pero mantuvo un brazo a su alrededor. El movimiento la mareó y se llevó una mano a la frente.


-Entonces, ¿No fue una alucinación? ¿Existió realmente el puma?


-Claro que sí -rugió-. ¿Qué pensabas que era?


Paula tembló y giró la cabeza para mirarlo con recelo. Su furia la sorprendía. Siempre era tan sosegado, mantenía tanto el control. Verlo de esa manera la perturbaba.


-Sabía que era un puma -informó-. Lo que pasa es que todo sucedió tan deprisa. En un momento iba a matar a Kiara y al siguiente se desvaneció.


-Te podría haber desgarrado el cuello con igual facilidad.


-No podía quedarme quieta y dejar que matara a la perra -Paula meneó la cabeza.


-La perra no estaba donde se suponía que debía estar -posó las manos en sus hombros y la sacudió un poco-. Habría sido una pena que el puma la matara, pero ella se interpuso en su camino. En cuanto tú decidiste lanzarte hacia el felino, fue tu vida la que corrió peligro. ¿Y por qué? Si ese felino hubiera ido contra tí... -calló y volvió a maldecir. Para sorpresa de ella, se inclinó y le plantó un beso breve y fuerte, luego se levantó y la incorporó con él-. ¿Puedes andar? -Paula asintió, aunque la cabeza le daba vueltas por el beso inesperado y las rodillas le temblaban-. Entonces recojamos las cosas y continuemos. Prepararemos una correa para la pequeña alborotadora para que no vuelva a provocar a ningún animal peligroso. 

Indomable: Capítulo 38

 -Tendrás que realizarte un escáner y llevarlo como prueba -sonrió.


Paula también sonrió y apoyó la cabeza en el árbol. El súbito gruñido de Kiara atrajo su atención. La pequeña perra se había puesto de pie y miraba hacia la izquierda del sendero en el que se hallaban. Tenía el pelo erizado y su gruñido agudo vibraba con una ferocidad casi cómica, pero no había duda de que los alertaba de un peligro. Sintió algo de alarma.


-¿Qué crees que es? -su mente imaginó a otro oso o a algún depredador grande.


-Esta mañana hizo lo mismo con el conejo y al menos con media docena de ardillas antes de que te despertaras -Pedro se lo tomó con más calma.


Pero los gruñidos de Kiara fueron frecuentes mientras recogían sus cosas y proseguían la marcha. Paula se dió cuenta de que Pedro se mostraba más alerta y vigilante al escrutar la vegetación que los rodeaba. 


Pasado un rato, la tensión se redujo a un nivel más normal de atención. Kiara siguió gruñendo de vez en cuando, pero ella ya no supo si la perra había abandonado la idea de convencerlos de la presencia de una amenaza invisible o no había nada más grande que un animal inofensivo. Poco después Pedro se desvió hacia el arroyo. Debían ser las tres de la tarde, pero había decidido que tenían que acampar pronto. Le ordenó a Kiara que permaneciera con Paula mientras iba a recoger leña. Ella se dedicó a reunir hojas en un punto que parecía bueno para encender una hoguera sobre una pequeña elevación cerca de la corriente. Kiara se quedó a su lado, pero sin dejar de dar vueltas por el campamento, con el pelo erizado y gruñendo. Sin la presencia tranquilizadora de Pedro, Paula empezó a sentirse nerviosa. Debido a su vulnerabilidad ante cualquier animal salvaje, oteó la zona y divisó una rama muerta de aproximadamente un metro de largo y el grosor de su brazo. Se dirigió a recogerla y la blandió con ambas manos para probar un golpe contra un tronco cercano. El impacto le sacudió los brazos, pero la madera demostró ser sólida y si se veía obligada a empuñarla por algún motivo grave, sería una maza razonable. Iba a dar otro golpe experimental al aire cuando Kiara se puso a gruñir y a ladrar y salió disparada en la dirección que había tomado Pedro. Paula titubeó, pero era evidente que la ferocidad de la perra significaba que iba tras algo. Empuñó el arma recién encontrada y la siguió. Unos metros más arriba Kiara viró, sin dejar de ladrar. El espantoso aullido que soltó entonces hizo que el corazón le diera un vuelco. La diminuta Kiara no era rival para un animal más grande que un conejo, sin importar su aparente ferocidad. Corrió entre los árboles hacia la procedencia del aullido. Aunque Paula estaba aterrorizada y preparada para algo parecido al tamaño de Godzilla, se sobresaltó al irrumpir en un pequeño claro y ver a ese enorme felino dorado sobre un saliente rocoso. La roca no se encontraba a más de un metro del suelo, pero el animal se agazapaba sobre ella y miraba a la pequeña Kiara con muerte en los ojos. Paula se paralizó con la maza en las manos, demasiado petrificada para moverse. El gran felino lanzó una garra letal en la dirección de la perra. Aunque el arco ni se acercó a dos metros de donde ladraba Kiara, ésta gimió como si las largas zarpas la hubieran hecho trizas.


-¡Kiara! -Paula intentó llamar al animal a su lado con la remota esperanza de que pudieran retroceder y dejar en paz al felino, pero la perra apenas la obedeció.


Kiara retrocedió unos tres metros y se detuvo. Casi en el mismo instante, el cuerpo enorme del felino fluyó con elegancia por la cara del saliente con el afán de seguirla. Se mantuvo sobre terreno más elevado que el de Kiara, aunque sin dejar de avanzar hacia el ruidoso animal, lentamente y de forma amenazadora, con las fauces abiertas emitiendo siseos roncos. La perra no dejó de retroceder, pero el felino se movía como en cámara lenta para mantener la distancia. Paula trató de retroceder, pero Kiara se paró, como si intentara protegerla, y comenzó a ladrar con tanta intensidad y ferocidad que se quedó afónica. El felino se agazapó y ella supo que iba a saltar. Kiara era demasiado terca para irse y el depredador se sentía demasiado atraído por su pequeña y peluda presa como para encontrar otra cosa que hacer. En cuanto saltara, Kiara moriría. Un segundo más tarde, Paula avanzó gritando y blandiendo la maza en el aire. Fue levemente consciente de que el felino se sobresaltó y se agazapó aún más; entrecerró los ojos y clavó la vista en ella. Pero había adoptado una postura defensiva, o al menos eso le pareció, por lo que aprovechó la ventaja de la sorpresa y continuó su avance. 

Indomable: Capítulo 37

Recordó a su chofer, Juan, a su cocinera, Esmeralda, y a su doncella, Carla. Era un milagro que Juan no hubiera lanzado su coche por un risco, que Esmeralda no le hubiera dado setas venenosas y Carla no le hubiera partido un plumero en la cabeza. En su temor de dejar que alguien se acercara a ella, Paula se había mostrado seca, superior y arrogante con cada uno de ellos. Se sentía tan avergonzada por su conducta que dedicó gran parte de la mañana a tratar de imaginar cómo se disculparía, cómo los compensaría. Y de ello pasó a pensar en todas las personas a las que había agraviado en esos últimos años. La cantidad de gente a la que debía compensar era abrumadora. Y luego pensó en Malena. Su prima carnal, su amiga más antigua y querida. Rememoró a Damián y el modo en que murió, y de pronto supo con absoluta certeza que Malena, sin importar lo mucho que le desagradara Damián y los celos que tenía de él, jamás habría hecho algo para poner en peligro su vida. Si Malena dijo que no había podido salvarlo de ahogarse en aquella inundación súbita, entonces ésa era la verdad. Su prima jamás había mentido, ni siquiera para salir de algún atolladero con su padre y su madrastra. No habría sido capaz de mentir sobre la muerte de Damián. ¿Cuan herida había quedado por el abandono de Paula y su odiosa negativa a creer en ella? Existía la posibilidad de que tuviera que enfrentarse al hecho de que había algunas cosas que nunca podría reparar, algunos puentes quemados que jamás podría volver a levantar. Y para Malena nunca podría volver a ser lo mismo. Paula la había traicionado de una manera que habría sido imposible para otra persona, por lo amigas que eran. Tendría que haber sido la defensora más firme de su prima y su máxima aliada. El hecho de que se hubiera comportado como la peor enemiga de Malena era algo que ninguna de las dos podría llegar a superar. Esa carga que sentía en su interior le pesó una tonelada. Se hizo insoportable y de pronto careció de la energía de poner un pie delante del otro. A primeras horas de la tarde apenas fue consciente del momento en que Pedro paró para descansar. Tenía el corazón agitado por Malena y la enormidad de lo que había hecho. Encontró un sitio donde sentarse y con cuidado se dejó caer con la espalda apoyada en un árbol. Se hallaba tan abatida que tenía la mirada perdida.


-¿Te preocupa algo?


Pedro se había sentado a su izquierda y estirado las largas piernas. Kiara se había tumbado junto a sus pies. Los miraba a los dos.


-¿Crees que alguna vez podré compensar las cosas que he hecho? -lo miró fugazmente y soltó la pregunta sin rodeos.


Pedro guardó silencio tanto rato que a Paula la ansiedad se le hizo intolerable. Al llegar al punto en que empezaba a pensar que quizá fuera mejor para todo el mundo que nunca la encontraran, él contestó.


-Imagino que eso depende de si lamentas haber hecho mal y quieres repararlo porque la gente se lo merece, o si sólo lo lamentas porque quieres ganarte su buena voluntad para sentirte mejor o ser más popular.


-No puedo negar que no desee sentirme mejor -confesó; la voz se le cortó unos momentos, pero con valentía continuó-: Debo hacer algo para enfrentarme a esta culpa. Pero sinceramente deseo disculparme y compensar mis actos pasados -se mordió el labio con fuerza para contener las lágrimas y reprimir la enorme oleada de emoción que le dificultaba hablar-. Sin importar cómo lo acepte la gente, se lo debo. Aunque jamás pueda aceptar mis disculpas, o a mí, debo hacerlo. No puedo ser la persona que fui ni un momento más, y tampoco puedo volver y comportarme de manera distinta sin reconocer las cosas malas que he hecho -respiró hondo para contener las lágrimas y soltó una risa amarga-. Puede que ya no sepa quién soy, y quizá no sepa cómo actuar con todos ellos, pero debo hacer algo. Espero no terminar de estropearlo.


-Tus instintos son mejores de lo que crees, Paula -la voz de Pedro transmitió un tono sosegado de raciocinio y sencilla sabiduría-. Tienes el corazón en el sitio adecuado.


Lo miró y esbozó una sonrisa débil e insegura.


-Algunas personas afirmarían que no poseo corazón. 

martes, 23 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 36

No se molestó en atender sus pies. Cuando él se ofreció a hacerlo, se negó, y se sintió aliviada al ver que no insistía. Por tercera noche se tendió a su lado en la manta, dándole la espalda. Pero en esa ocasión, cuando la tapó, también le rodeó la cintura con el brazo y la acurrucó contra su cuerpo. Fue como si de repente la pegaran contra la superficie de un horno al rojo vivo. Se puso rígida e hizo lo que pudo para resistir. Intentó apartarse, pero Pedro endureció el brazo y la pegó más contra él. La inundó un fuego súbito de deseo.


-Duérmete, cariño -susurró él con su ronco acento de Texas.


Paula se aferró al término cariñoso. Quizá no la odiara, quizá estuviera dispuesto a brindarle una oportunidad. No tenía ni idea de qué hacer con ella, pero de algún modo ya lo averiguaría. El perro se acomodó contra sus pies con un suspiro de satisfacción. El calor del cuerpo grande de Pedro al fin consiguió que ella dejara de temblar. Era como estar en el cielo en sus brazos. Clavó la vista en el fuego y pensó en su vida, en Malena, hasta que los párpados fueron demasiado pesados para mantenerlos abiertos.


-Cuida tus modales.


La orden de Pedro fue brusca y baja, y la sobresaltó. Parpadeó ante la suave luz del amanecer. El perro gimió y él lo silenció. Aliviada al ver que no se dirigía a ella, se cobijó bajo la manta, tan cansada que al instante volvió a quedarse dormida. Un rato después, sintió la mano de él en su hombro.


-El desayuno está listo -anunció con voz amable pero distante.


Ella notó el pesado vacío en su interior antes de recordar los acontecimientos de la noche anterior. Y entonces quiso taparse la cabeza con la manta y dormir durante semanas. Pero Pedro esperaba que se levantara. Se sentó y se adelantó con torso rígido para recoger las botas. Estaban limpias, sin el barro que las había cubierto la noche anterior. Lo miró mientras hacía girar al conejo sobre el fuego. El perro seguía cada uno de sus movimientos. Haber limpiado sus botas era un gesto amable, igual que la primera mañana cuando le puso los cordones. Sin embargo, esa mañana no intentó analizar sus motivos. 


-Gra... gracias por limpiarme las botas -musitó con titubeos, luego se sintió muy avergonzada porque no estaba acostumbrada a profesar gratitud. Aunque sonó bien, y eso la alivió un poco.


Pedro giró la cabeza y clavó sus ojos en ella.


-¿Te sientes mejor?


La mirada penetrante la atravesó hasta el cerebro. Sentía como si pudiera leerle la mente. Ciertamente había leído todo lo que había creído que el mundo desconocía sobre ella. Su capacidad le provocó cierto recelo.


-Estoy bien


Él le permitió mostrarse esquiva. ¿Qué otra cosa podría haberle dicho? « ¿Me siento muy mal por haber sido una persona horrenda?» Estoy bien era la verdad. Había sobrevivido a la noche anterior. Tenía que estar bien para haberlo conseguido.


-Esta mañana andamos escasos de pescado fresco -comentó, y aunque no sonrió, sus ojos reflejaron humor-. Probablemente tendremos que luchar con Kiara por nuestra parte de conejo -como si la perra ya reconociera su nombre, ladró, se sentó y levantó las embarradas patas delanteras para suplicar. La postura fue graciosa y provocó una leve risa en Paula-. Imaginé que había que bautizarla -le dijo-. Es del tamaño de un mosquito de Texas, y por si aún no lo has descubierto, tiene piojos.


El día anterior ese comentario habría podido significar el fin del mundo para Paula, pero en ese momento sólo pensó en la desdicha del animal.


-¿Crees que un baño con alguno de los productos que llevo en el neceser podría eliminarlos? -preguntó.


-No lo sé. El agua podría resultarle demasiado fría al no disponer de medios inmediatos para secarla. Las perras como ella son un poco delicadas. Quizá deberíamos intentarlo si vemos que se despeja del todo y sale el sol.


Paula no podía dejar de pensar en lo fácil que resultaba la conversación entre ellos. Bajó la vista y acercó las botas. Se obligó a ponerse el cuero endurecido y luego se levantó. Esa mañana se sentía menos entumecida y dolorida, y eso la animó un poco.


-Es hora de mi paseo mañanero -esbozó una sonrisa leve; le resultó un poco antinatural, pero lo hizo de todos modos. 


Guardar sus escasas pertenencias y apagar el fuego se había convertido en algo tan habitual que terminaron con rapidez y emprendieron la marcha. Paula intentó olvidar la desesperanza de otra caminata interminable. Ese día estaba dispuesta a encontrar algo con lo que disfrutar. Aún sentía el hondo y vacío peso del dolor, pero en él había una extraña paz. Tenía la peculiar impresión de que no había nada por lo que pelear, ningún motivo para estar tan en guardia para protegerse. Necesitó casi toda la mañana para darse cuenta de que ya no estaba tensa ni ansiosa. Perder la última oportunidad con su madre todavía la entristecía, aunque ya no sentía que debía aferrarse al dolor. En su lugar pensó en toda la gente a la que había herido con su arrogancia y palabras afiladas, con su esnobismo y mal genio.


Indomable: Capítulo 35

Pedro no hizo ningún intento por detenerla. Sabía que sus palabras habían golpeado con fuerza. Necesitaba tiempo para ella sola. No se había inventado la historia sobre la niña dulce que había sido. No era necesario. Fue por esa niña por lo que se atrevió a enfrentarse a Paula. Probablemente el motivo por el que dejó que volara con él a Colorado. Paula Chaves tenía potencial. Y no se equivocaba, no había recibido nada a cambio de ser buena; su dulzura había servido poco para aliviar la tragedia de su vida. En ese momento se sentía furiosa con el mundo, una víctima profesional que exigía compensación y hacía que todo el mundo pagara por los pecados de unos pocos. Él no le había hecho nada, ni la mayoría de la gente a la que había pisoteado. Si existía alguna oportunidad para ella, alguna esperanza, quizá esa aventura por las montañas la ayudara. La pequeña déspota necesitaba que la obligaran a salir de su pequeño reino, debía corregir su modo de pensar y su actitud hacia el mundo. En lo más hondo sabía que su mayor desafío radicaba en modificar la forma en que pensaba sobre sí misma, tanto para la niña herida que llevaba en su interior como para la reina airada que había llegado a ser. Paula Chaves tenía una conciencia; sabía que obraba mal. Se sentía tan culpable por las cosas que había hecho que eso la volvía neurótica. La infelicidad en su vida adulta era obra propia, y sólo ella podía cambiarla.


Pedro se sentía poderosamente atraído por Paula, fascinado por su complejidad y conmovido por su vulnerabilidad. No experimentaba remordimiento por haberla obligado a enfrentarse consigo misma. Esperaba que decidiera ser la buena persona que era capaz de ser, porque había mucho en ella por lo que valía la pena arriesgarse. Regresó cansinamente al refugio mucho después de oscurecer, guiada por la cálida luz de la hoguera que podía ver a través de los árboles. Se quedó a buena distancia del círculo de luz y observó a Pedro. Había logrado extender el plástico por encima de las ramas hasta formar más un dosel que una tienda. Los truenos retumbaban en la distancia, pero se alejaban de ellos. Una luna débil se filtraba por entre las copas de los árboles, indicando que quizá esa noche no lloviera. Había llorado hasta la extenuación, sintiendo en el alma una agonía próxima a la muerte. Aún estaba muy avergonzada. Se encontraba tan vacía por dentro que la piel le parecía un fino caparazón de papel. Quería realizar algo para arreglar todo lo malo que había hecho, pero no sabía cómo. No estaba segura de que alguien se lo permitiera. La faceta rebelde en ella rechazó la idea de que Pedro Alfonso, con su popular sencillez de vaquero, pudiera analizarla y transmitirle semejante reproche. Pero su parte sincera reconocía que él había exhibido una percepción brillante. Y dolorosa. ¡Dios, cuánto debía despreciarla! «Puede que tuviera la ortodoncia y las piernas flacas, pero toda ella era de oro. Y mil veces superior a la mujer que ocupó su lugar». No podría haber expresado su opinión con más claridad. Lo único que le brindaba esperanza era el hecho de que en el pasado le había caído bien y había aprobado su actitud.


-Será mejor que entres y te pongas ropa seca -la voz baja llegó hasta las sombras donde permanecía ella-. Se hace tarde.


Estaba helada y los dientes le castañeteaban. Cuando pudo obligarse a marchar hacia el fuego, temblaba de frío y miedo. No fue capaz de mirarlo. El perrito ladró un saludo, pero Paula se encontraba demasiado desanimada para poder responder. Se quitó las botas embarradas y las dejó fuera del refugio, se agachó y entró. Sentía tanto frío que no le preocupó la idea de cambiarse delante de Pedro. Aunque él le dió la espalda para brindarle la intimidad que pudo, el hecho de que se quitó toda la ropa mojada para ponerse prendas secas a medio metro de él hizo que sintiera algo raro en su interior. Una mezcla de exultación, terror y excitación. En ese momento llegó a la conclusión de que estaba loca. «No existe algo parecido a un niño feo, Paula. Padres malos con un corazón feo tal vez, pero no niños feos». Valía la pena estar loca por un alguien que creía eso. Pedro también era un buen hombre, amable, a pesar de su brusquedad, un hombre en quien se podía confiar. Algo en Paula se relajó, algo melancólico y perdido en ella cobró un poco de calor. Pero la esperanza aún era peligrosa, y quizá siempre lo fuera. El anhelo era letal, pero el que Pedro despertaba en ella era demasiado poderoso para oponérsele. Debería soportarlo en silencio. Sola.

Indomable: Capítulo 34

Paula sintió una furia irracional e instantánea. Estaba frustrada, mojada y aterrada por tener que soportar otro momento a la intemperie. Y encima en ese momento se veían reducidos a tener que elegir entre dos desdichas: permanecer calientes y secos mientras se morían de hambre, o comer y congelarse toda la noche. Siempre y cuando pudieran conseguir algo para comer cuando la tormenta pasara, si lo hacía.


-Oh, en absoluto, la elección es tuya, Jeremiah Johnson -soltó, encogiéndose interiormente por la maldad de sus malos modales.


Él no respondió. Paula pensó que era una bruja mezquina y desagradecida. Y si tenía alguna duda sobre sus defectos abismales, Pedro se reclinó en el suelo seco y con calma comenzó a enumerarlas.


-Te recuerdo de cuando trabajé en el rancho de tu abuela. Debías tener quince años cuando te ví por primera vez. Lo que hacías cuando te dejaba el chofer era salir corriendo hacia los establos para ver a los potrillos. Casi siempre te dirigías al granero o a los pastizales antes incluso de haberte cambiado de ropa.


Hizo una pausa, como si el recuerdo significara algo para él. Paula recordó esos tiempos con sorprendente claridad. La sorprendió que alguien le hubiera prestado atención entonces, y más que Pedro pudiera revivirlos de un modo que sugería que le eran gratos.


-Tenías la boca llena de alambres y las piernas tan largas y flacas como un potrillo. Y un tacto muy suave con los animales -continuó con suavidad, pero algo en su tono le indicó que pretendía ser claro-. En aquellos días, tu trato era amable con todo el mundo. Se te veía tan tímida que te sonrojabas cada vez que alguien te decía algo, pero siempre eras amable y dulce con todos. No parecía importarte quién pudiera ser, nunca dejabas de mostrarte educada y respetuosa.


«No como ahora». No pronunció esas palabras, pero ella las oyó nítidamente en el silencio que siguió. Se sentía muy incómoda.


-Era una niña fea -dijo con voz ahogada, casi contra su voluntad. El reconocimiento la aturdió, y no supo si intentaba defenderse o explicar la diferencia entre la niña lastimosamente necesitada que había sido o la adulta insoportable en que se había convertido.


-Esa niña era dulce y especial -soslayó su comentario-. Jamás entenderé por qué la cambiaste -bajó la voz-. Puede que tuviera la ortodoncia y las piernas flacas, pero toda ella era de oro. Y mil veces superior a la mujer que ocupó su lugar. 


Las palabras sosegadas fueron como una estaca que atravesaron su corazón. Una emoción desbordante subió por su interior. Apretó los dientes para contenerla.


-¿Y qué recibió por ser tan buena? -no pudo evitar el comentario amargo-. Su dulzura jamás compensó su fealdad. Ni siquiera... -calló antes de soltarlo todo: «Ni siquiera ante mi padre y mi madre».


-No existe algo parecido a un niño feo, Paula -la voz de Pedro se tornó dura-. Padres malos con un corazón feo tal vez, pero no niños feos.


No pudo evitar el impulso de volverse y mirarlo. La absoluta sinceridad que vió en sus ojos le estrujó el corazón de forma despiadada. Se sentía emocionada por su declaración, y ése fue el momento preciso en que Paula Chaves se enamoró profunda e irrevocablemente. Pero el dolor y los miedos de toda una vida la dominaron. Pedro era el último hombre al que debería amar. Era demasiado bueno para ella, no lo merecía. Aunque sucediera el milagro y él pudiera sentir algo que no fuera desprecio, su extraño y oscuro defecto garantizaría que lo perdería. Como había perdido a todo el mundo que había amado.


-Lo siento por tí, Paula. Tus padres no obraron bien contigo, y tu abuela fue muy mezquina. Debieron herirte mucho, pero nada de eso te da el derecho a descargarte sobre otras personas.


Ella giró la cabeza como si la hubiera abofeteado. Experimentó la vergüenza más profunda de toda su vida. De pronto no le importó que lloviera otra vez con fuerza. No podía soportar oír una palabra más, su corazón no aguantaría escuchar otra dura verdad. Se lanzó a la tormenta y resbaló pendiente abajo hasta la corriente. Luego corrió por la zona llana de la orilla alejándose del refugio. Se hallaba demasiado débil para correr mucho y se apoyo en el tronco de un árbol pequeño. Lloró, dolida por la niña triste que había sido y cayó de rodillas, avergonzada por la persona en que se había convertido. 

Indomable: Capítulo 33

El pequeño perro jadeaba detrás de Pedro, evitando los obstáculos cuando podía o saltando por encima de ellos. Al mediodía Paula tuvo la certeza de que el animal estaba cansado. Cuando notó que cojeaba, llamó a Pedro. Éste retrocedió hasta donde se habían detenido los dos y dejó el bolso en el suelo. Se agachó para inspeccionar al animal.


-Parece otra hembra con ampollas en los pies -dijo mientras recogía al perro y lo acomodaba bajo el brazo; luego asió la correa del bolso y continuó.


Paula los siguió, envidiando al animal por el paseo. Caminó detrás de Pedro toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. Por ese entonces se hallaba tan exhausta que le fallaba la coordinación. Cada paso parecía adentrarlos en el peligro y la privación. Habían realizado varias paradas para descansar, pero sin comer nada. Sentía el estómago tan encogido como una uva pasa. Estaba tan hambrienta que todos los platos que nunca le habían gustado desfilaron por su mente para provocarla. Sintió remordimiento por las comidas no terminadas y por las dietas innecesarias a las que se había sometido. Esa tarde un leve sonido retumbante la distrajo y avivó algo sus esperanzas.


-¿Nos estaremos acercando a un camino o carretera? -se sintió extasiada por la posibilidad.


-Truenos -Pedro ahogó su excitación con esa única palabra.


La enfureció. Sin duda se equivocaba. Los fragmentos de cielo azul que podía ver por entre el follaje no mostraban ni rastro de nubes, de modo que se aferró a la esperanza de que se acercaban al rescate. Parecían moverse en dirección al sonido, y se mostró exultante ante la idea de que él se equivocara y ella tuviera razón. A la media hora el retumbar lejano se hizo más nítido y cercano. Y Pedro tenía razón. La luz empezaba a oscurecerse. Paula alzó la vista un par de veces y el corazón se le encogió al ver las nubes que empezaban a hacer acto de presencia en el cielo. Poco después, los truenos sacudieron la tierra. Pedro puso rumbo hacia la corriente y ella lo siguió, agradecida por la marcha descendente. Al haberse alejado todo el día del agua, le pareció que tardaban una eternidad en encontrarla. Empezaron a caer las primeras gotas gordas de lluvia, pero Pedro no dejó de avanzar entre los árboles. Los guió hacia una pequeña colina situada justo encima de la orilla; la lluvia ya era más constante y fina. Cuando sacó el rollo de plástico del bolso, estaban casi empapados.  Pasó el plástico por encima de una rama baja que apuntaba hacia la corriente y formó un refugio tosco. Paula entró con el perro y arrastró sus cosas, seguida segundos después por Pedro. En cuanto quedaron bajo el plástico, la lluvia comenzó a arreciar, rugiendo mientras aporreaba su frágil techo. Paula tuvo que soportar una nueva miseria en el picor que le producía la ropa mojada. Los truenos eran ensordecedores y todo temblaba con cada estallido. Cuando el perrito se puso a gemir, tuvo ganas de imitarlo. Bajó la mano para consolarlo, pero la de Pedro llegó primero. El animal saltó a su regazo y se acurrucó contra su cuerpo. Cuando él lo rodeó con el brazo, dejó de llorar.


-Habríamos sido inteligentes si hubiéramos recogido un poco de leña antes - comentó. Le pasó el animal y salió del refugio.


El perro comenzó a llorar otra vez en cuanto Pedro lo soltó, y Paula tuvo que sujetarlo con fuerza para evitar que saliera tras él. El hecho de que saliera a enfrentarse a los elementos para buscar leña era otro indicio de su fuerte carácter. Agradeció su forma de ser, pero cada cosa buena que hacía, cada idea inteligente que se le ocurría, le hacía sentir el peso de su inferioridad. ¿Por qué no se le había ocurrido a ella antes de que lloviera con tanta intensidad? No sólo se sentía inferior, sino pequeña y egoísta. Cuando Pedro regresó cargado de madera, estaba chorreando. Paula le hizo sitio y contuvo al perro mientras él se quitaba la camisa.


-Perdóname, señorita Paula, pero debo quitármelos -se echó hacia atrás para bajar la cremallera de los vaqueros. Ella apartó la vista. No había nada de intimidad y disponía de poco espacio para cambiarse de ropa, pero lo consiguió. En repetidas ocasiones su brazo la rozó, y a Paula le sorprendió la facilidad con que la excitaba su movimiento no intencionado-. Tú misma debes quitarte esa blusa mojada -comentó al quitarle al animal de los brazos.


Sus miradas se encontraron en la tenue luz bajo el plástico. Ella sintió la sacudida del contacto. Percibió un leve destello de interés y deseo masculinos, y sus ojos se apartaron.


-Creo que esperaré -encogió las rodillas y cruzó los brazos en torno a ella. El movimiento le resultó doloroso, ya que se había puesto rígida de estar sentada.


Ambos permanecieron en silencio mientras la lluvia continuaba hasta que se convirtió en un esporádico goteo sobre el plástico.


-No sé si tendremos suficiente leña seca para mantener una hoguera toda la noche o asar otro conejo. Te dejo la elección a tí. 

jueves, 18 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 32

Paula se sintió aterrada por la idea. A partir de ese momento no perdió de vista al perro. No quería que la atacara por sorpresa, como hacían algunos animales. Al concluir su habitual paseo mañanero en el bosque y ponerse la blusa roja y los pantalones caquis para otro día extenuante, Pedro ya había capturado dos peces. Se reunió con él junto al agua para observar. El perro siguió cada uno de sus movimientos y se sentó a cierta distancia en la orilla. Incluso a un metro, Paula pudo ver que el pobre temblaba y que sus ojos irradiaban ansiedad. Decidió que ése era tan buen momento como cualquiera para preguntarle a Pedro cuáles eran sus posibilidades.


-¿Crees que alguien nos está buscando?


-Si sabe dónde hacerlo -repuso al rato, después de mirarla unos instantes-. No sé si alguien oyó mi llamada de socorro por la radio. Es probable que tu madre haya llamado a las autoridades al ver que no aparecías.


Paula rehuyó su mirada. No quería reconocer que su madre ya se habría ido de Aspen y que no existía ni la más remota posibilidad de que Alejandra hubiera contactado con nadie.


-He estado atento a algún avión que sobrevolara la zona, para poder lanzar una bengala -añadió él.


-Seguro que alguien informó de tu desaparición -aventuró ella esperanzada.


Pedro era el tipo de persona que se echaba en falta.


-Mi viaje era privado y sin tiempo establecido -meneó la cabeza-. Además, se suponía que en todo momento iba a estar despejado, de modo que el plan de vuelo no tenía una fecha determinada -calló-. Nadie sabría que había que iniciar una búsqueda y preparar un equipo de rescate.


-Entonces... Creo que eso significa que nadie va a buscarnos -la afirmación de ella captó su atención.


-¿Qué te hace decir eso? -el tono sombrío de su voz era la primera insinuación de que no estaba muy entusiasmado al encontrarse perdido entre las montañas.


-Que mi madre me invitó, pero no le dije cuando iba a ir, ni si lo haría. Aunque llamara a mi casa, el personal de servicio no sabe que iba a volar contigo -no fue capaz de mirarlo-. ¿Cuánto crees que nos queda? -quería escuchar una conjetura positiva, algo que avivara sus esperanzas.


-Nos hallamos en el centro de todo lo que viste cuando aterrizamos. Son muchos kilómetros.


-Gracias, Daniel Borne, por esa nota de prensa optimista -quiso esconder su abatimiento detrás del sarcasmo.


Él no respondió y ella no intentó continuar la conversación. Al rato, Pedro se dirigió corriente arriba. Cuando regresó al campamento, había capturado cuatro peces. Paula se obligó a mirar cómo limpiaba los pescados. Menos mal que tenía un buen cuchillo. Después de empalarlos para asarlos, tiró las cabezas, las colas y las entrañas al arroyo. Le indicó que para evitar atraer a depredadores. El perro regresó con ellos al campamento, pero sin dejar de mantener la distancia. Cuando los pescados estuvieron hechos, el apetito de Paula no era mejor que el del día anterior, aunque esa mañana por un motivo distinto. Estaba deprimida. Era su tercer día en las montañas. Parecía que los días iban a extenderse interminablemente en una pesadilla de agotamiento y desesperanza. Sólo era cuestión de tiempo que un animal los atacara o les sucediera algún desastre. Como no pudo probar más de dos bocados, le dio el resto de su comida al perro hambriento. Pero a pesar de recibir casi todo de ella, mostró su predilección por él. Después de comer, el animal saltó al regazo de él y se quedó allí temblando. Pedro le echó un vistazo y anunció que era una hembra. Paula lo observó, conmovida por la gentileza que mostraba con el pequeño animal, pero decepcionada porque lo hubiera elegido a él. Nunca había sido la favorita de nadie, y ese pequeño defecto al parecer se extendía a los perros. Debía ser realmente patética por estar celosa de la popularidad de Pedro con el perro. Consternada consigo misma, se lavó en la corriente y se cepilló los dientes. Guardaron las cosas, apagaron el fuego y emprendieron otra interminable marcha. Ese día fue peor que los dos anteriores. Prácticamente en todo momento caminaron por una vegetación densa, y tuvieron que esquivar troncos caídos, dar rodeos y superar pequeñas elevaciones y hondonadas que poco a poco empezaron a parecer más altas y profundas. Se vieron obligados a alejarse del arroyo porque la marcha por la orilla era mucho más dificultosa. A Paula le preocupó que hubieran perdido su fuente de agua. 

Indomable: Capítulo 31

Paula despertó lentamente a la mañana siguiente. No recordaba haberse sentido jamás tan segura y satisfecha. Permaneció en una especie de neblina, disfrutando de la novedad de las dulces y raras emociones de algún sueño que debió haber tenido. Se acurrucó para aferrarse a ese sentimiento cálido. En ese momento descubrió dónde estaba y qué hacía. Tenía la mejilla apoyada en el pecho de Pedro. La sorpresa la despertó del todo y alzó la cabeza. Estaba de costado de cara a él, pero el brazo y la pierna izquierdos se hallaban cruzados sobre su gran cuerpo de modo que prácticamente estaba encima. Pedro la rodeaba con el brazo izquierdo y tenía la mano floja alrededor de su muñeca. ¿Cuándo había sucedido eso? Después del beso que se habían dado la noche anterior, su intención había sido mostrarse fría y distante por la mañana. Pero como despertara en ese momento, sería imposible explicárselo. ¡Ni siquiera era capaz de explicárselo a sí misma! Debía bajarse de él. Empezó a alejar la muñeca de su mano, pero en cuanto se movió, él abrió los ojos y los clavó en su cara asombrada. Sintió que se ruborizaba. La boca maravillosamente varonil de Pedro exhibió una curva divertida, y ella intentó que no llegara a la conclusión obvia.


-¿Cómo te atreves? -preguntó con voz ronca por el sueño. La indignación era una distracción perfecta para lo que él debía estar pensando.


Intentó apartar la mano, pero los dedos de Pedro se cerraron al instante, como si hubiera esperado eso. Trató de quitar la pierna de encima de su cuerpo, pero de algún modo se había enredado en la manta. Él dobló el brazo y la mantuvo cerca.


-No juegues a ser la virgen indignada, señorita Paula -musitó.


-Qué ego colosal debes tener -fue lo siguiente que intentó ella.


-Sincero.


Volvió a tratar de soltarse, y en esa ocasión él la dejó. En su precipitación por liberar la pierna, logró enredarla más. Al final Pedro metió la mano bajo la manta, le agarró el muslo con arrebatadora familiaridad y la liberó. Paula llevó a cabo una huida incómoda y terminó con las manos y las rodillas sobre la hierba. Intentó levantarse, y se encontró nariz con nariz con una pequeña cara peluda. Su grito atravesó el amanecer. Pedro la sujetó y la alejó de la amenaza peluda. Ella se retorció para sujetarse a él en busca de protección, pero no fue capaz de apartar la vista del animal. Sobresaltado por el grito, el perro pequeño se agazapó en la hierba, tembloroso y aterrado. La tensión en el robusto cuerpo de Pedro se evaporó al verlo y se quitó las manos de ella de encima.


-Quizá éste sea tu oso -Paula dejó que la hiciera a un lado, observándolo mientras se ponía en cuclillas y silbaba-. Ven, amiguito -instó-. Es muy ruidosa pero no muerde.


Ella estaba aturdida por la visión del pequeño perro. Casi todo negro, exhibía algo de marrón en torno a la cara y en las patas. El pelo largo se le veía sucio, y tenía enredadas un par de ramas y unas hojas en el pelaje. Respondió a la voz de Pedro gimiendo y agachando la cabeza. Daba la impresión de que no sabía si quedarse o salir corriendo. La batalla evidente que libraba entre el anhelo y el temor conquistó el corazón de Paula. Pedro siguió habiéndole en voz baja, pero el perro, sin importar lo mucho que deseara acercarse, mantuvo una distancia segura. Lo dejó cuando el animal mostró indicios de huir.


-Lo mejor será no agobiarlo. Prepararemos el desayuno y entonces veremos qué hace -alargó las manos hacia sus botas y dió la impresión de olvidarse del perro. Quitó los cordones de las botas de Paula y las dejó a su lado-. Dedícate a tus cosas para que vea que no pretendemos hacerle daño. No hagas movimientos bruscos. Cuando los pescados estén listos, no resistirá mantener la distancia.


-¿Cómo llegó aquí? -de pronto tuvo la esperanza de que el perro fuera señal de que se hallaban cerca de una carretera u otro indicio de civilización.


-O se perdió o fue abandonado. Un perro dócil no sobreviviría mucho tiempo aquí. Es un milagro que no haya sido la merienda de algún animal salvaje.


-Entonces, no estamos muy lejos de conseguir ayuda, ¿No? -lo miró con súbita esperanza.


-Tal vez -la miró con expresión sombría-. Pero si nos halláramos tan cerca de otros seres humanos, el perro podría haberlos encontrado antes que a nosotros -se dirigió hacia la orilla y habló por encima del hombro-. Si se acerca, no dejes que te muerda. No sabemos si su antiguo dueño lo mantenía vacunado. 

Indomable: Capítulo 30

Contuvo el aliento con clara sonoridad a la luz de las llamas. Tenía los ojos como platos, y se movían de forma errática de los ojos de él a sus labios y viceversa. En el último segundo, cuando la boca de Pedro estuvo tan cerca que pudo sentir su calor, Paula sintió pánico. En cuanto los labios la rozaron, giró la cabeza con brusquedad, y la ligera fricción de apartarlos de los suyos le produjo partes iguales de terror y excitación. « ¡Soy la única mujer en estas montañas!» El pensamiento fue un intento desesperado por retener una hebra de autoconservación. Impertérrito, él le mordisqueó la oreja y el cuerpo de ella se sacudió de placer. Su aliento surtía el efecto de un huracán. De algún modo consiguió interponer las manos entre ellos. La rodilla de Pedro subió por el interior de sus muslos en suave contraataque. Los labios jugaron con el lóbulo de su oreja y Paula se sintió sacudida por leves temblores de placer y miedo. Necesitó todas sus fuerzas para formar mentalmente las palabras y obligarse a expresarlas para que se detuviera.


-Levántate -el hecho de que carecieran de indignación o verdadera afirmación la consternó.


Intentó escurrirse por debajo, pero Pedrocerró los dedos en torno al pelo de su nuca y con suavidad forzó su cabeza hacia él. Los dedos de su otra mano jugaban con el pezón de su pecho, excitándolo. Paula sintió andanada tras andanada de saetas ardientes a través del cuerpo. Con osadía él incrustó la rodilla entre sus piernas. Al mismo tiempo, sus labios la reclamaron y su suerte quedó echada. El contacto inicial de su boca fue tierno y persuasivo, haciendo que ella perdiera todo rastro de pensamiento coherente. La presión fuerte de su boca le separó los labios. Luego la lengua penetró de forma agresiva. El impacto de la intimidad la dejó jadeante y le proporcionó un acceso más profundo. Durante varios minutos, la tocó, invadió y exploró en un beso tan carnal que la mareó. Ya era imposible resistirse a algo. Las manos de Paula subieron por su torso y encontraron su cuello. Sin ninguna barrera, Pedro apoyó más el peso sobre ella, que no pudo evitar devolverle el beso, para entregar todo gramo de pasión y emoción en ese acto.  A partir de ahí la situación se tornó más salvaje y desinhibida. Pedro le desabrochó los botones de la blusa e introdujo la mano. Paula no supo cómo los dedos superaron el sujetador hasta alcanzar su piel, ni le importó. Se ahogaba en un mar de sensaciones en el gozo jamás soñado de estar tan cerca de otro ser humano. Con las manos le recorrió los brazos, los hombros, la cara, el pelo. El impulso primitivo de conectar completamente con Pedro, de absorberlo y permitir que la absorbiera, hizo que soltara un gemido bajo. Toda su vida había ansiado el amor, y de pronto Pedro le ofrecía lo que siempre había querido en un increíble banquete de caricias, sabores y dulces placeres. El corazón de Paula se abrió por completo a él y el certero conocimiento de que le brindaba las riquezas de la intimidad le provocó un temblor de gratitud y gozo. Y por ello no fue capaz de comprender que apartara despacio la boca de ella. Sus dedos aún hacían cosas maravillosas con su pecho, pero incluso eso se detuvo al alejar la mano y apoyar la mandíbula contra su mejilla. Los dos respiraban entrecortadamente y no podían hablar. Había concluido. En su corazón ella supo que algo iba mal y le aterraba lo que pudiera suceder. Tenía el cuerpo excitado y se afanó por acallarlo. Pedro recuperó el aliento antes que ella. ¿Cómo podía ser posible que algo tan increíble sucediera con un hombre y no fuera suficiente para él? Acababa de tener la experiencia más espectacular de su vida, pero sabía que Pedro estaba a punto de estropearla. Su oscuro defecto debía ser más terrible de lo que había pensado. «Por favor, Pedro, no lo estropees». Algo en su interior se encogió. Apartó los brazos de su cuello y le empujó el pecho para darle a entender que quería que la soltara. Pero él sólo alzó la cabeza y la miró. Paula apartó la vista. Pedro la abrazó con más fuerza.


-¿Adonde vas a ir?


-A cualquier parte menos aquí -tenía la voz tan áspera que apenas resultaba audible. Y hablaba en serio. El último sitio donde quería estar era con él. No porque no pudiera soportarlo, sino porque no toleraba tanta proximidad cuando sabía que para ella significaba mucho más de lo que él podría llegar a sentir-. Ahora quiero dormir -mantuvo el rostro vuelto para no tener que mirarlo a los ojos. 


El cálido peso de su cuerpo hacía imposible que el suyo se calmara. También avivó un poco su ego saber que el de Pedro tampoco se había calmado. No era tan virginal como para no poder reconocer que él estaba excitado. Paula realizó otro movimiento inquieto y Pedro se apartó; giró hasta quedar de costado y al rato sintió que la cubría con la manta. Él yació lo bastante cerca como para quemarla con el calor de su cuerpo. Pero no la tocó. Que no lo hiciera le dejó el corazón más atribulado que nunca. 

Indomable: Capítulo 29

Igual que de niña, carecía de verdadero valor para alguien. El dinero le había puesto un precio, pero no le había adjudicado valor humano.


-Estás haciéndote un lío, cariño.


Las palabras bajas la sacudieron y el corazón le dió un vuelco. La voz de Pedro había sonado a su lado mientras las manos de Paula se enredaban en la manta. Giró la cabeza en su dirección y respiró sobresaltada al ver lo cerca que tenía su cara.


-Yo me ocuparé -susurró.


El corazón le palpitaba con fuerza y le agitaba todo el cuerpo. Tuvo que esforzarse para mostrarse desagradable.


-Como te plazca -se irguió y se apoyó sobre los talones.


Y de inmediato provocó un agónico calambre. El grito sorprendido que lanzó murió bruscamente al morderse el labio y tumbarse de lado para enderezar la pierna. El rostro le ardía de vergüenza por esa manifestación sonora, pero las lágrimas que bajaron por sus mejillas le causaron una humillación que no había sentido en años. Pedro reaccionó en el acto, la colocó de espaldas y alargó la mano hacia su tobillo. Paula se mordió el labio con más fuerza cuando le alzó la pierna, pero en el instante en que él hundió las yemas de los dedos en el músculo contraído comenzó a sentir alivio. Él se acercó al pie y le levantó la pierna un poco más, usando la otra mano para sujetárselo y doblarle los dedos hacia delante. En segundos el calambre comenzó a reducirse. Él apretó más el músculo para obligarlo a descargarse. Su contacto era mágico, y el calambre desapareció hasta que fueron sus dedos los que le provocaron dolor. Como si pudiera percibirlo, relajó la presión. El aliento que ella había estado conteniendo se liberó de su interior en una oleada de debilidad. La tensión salió de su cuerpo mientras Pedro le mantenía doblado el pie y continuaba trabajando en el músculo. Ése fue el momento en que su contacto comenzó a afectarle de otro modo. Despacio alivió la presión sobre los dedos de su pie y se lo soltó para deslizar la mano hasta su tobillo y unirse a la otra mano en el masaje profundo. Su contacto era celestial. Firme, hábil y tan, tan bienvenido. El anhelo hondo y el maravilloso calor sensual empezaban otra vez, y Paula experimentó los primeros aguijonazos de otra clase de dolor. Entonces deseó haber podido incorporarse para eliminar el calambre. De ese modo Pedro no habría podido tocarla de esa forma y ella no habría yacido sumida en la agonía y esperanzas renovadas. Sin mirarlo, mantuvo la vista clavada con obstinación en las estrellas.


-Vuelves a tensarte -musitó él-. Relájate o volverás a sentir calambres. 


¿Cómo podía relajarse? La tensión era un efecto secundario de tratar de resistir lo que él provocaba que sintiera y anhelara. Era una perdedora; resultaba imposible que alguna vez pudiera ganar. Se hallaba en peligro sin importar lo que hiciera. Además, si se relajaba, se hallaría más que nunca vulnerable ante él. Pero entonces Pedro la soltaría y Paula perdería el increíble placer de su contacto. Y si se mantenía tensa, volvería a experimentar otro doloroso calambre. Finalmente se obligó a quedarse laxa e intentó no prestar atención al sentimiento desolador que la recorrió. Él depositó su pie en la manta pero no quitó las manos de la pierna. Pudo sentir su mirada en la cara, percibió la intensidad de su escrutinio, pero no se permitió mirarlo. Debía conseguir que dejara de tocarla.


-Gracias -dijo con suavidad aunque con suficiente indiferencia para que él se molestara.


-Quiero besarte.


La distancia que con tanto ahínco intentaba alcanzar quedó destrozada por sus palabras. La sorpresa inició un terremoto por su cuerpo. Lo miró con ojos muy abiertos. El rostro de Pedro estaba tallado en granito. Costaba creer que hubiera hablado. Si alguna vez había existido una expresión menos romántica y apasionada y más inflexible, ésa era la suya. Pero sus ojos oscuros ardían y Paula supo que había oído bien. El corazón estuvo a punto de estallarle cuando subió despacio hasta sus muslos. Se acercó a ella de rodillas, sin dejar de deslizar las manos hasta las caderas, luego a la cintura. Paula observaba hipnotizada mientras él ascendía lentamente. Más y más cerca hasta que movió una pierna y metió la rodilla entre las suyas. La abierta sexualidad del acto lanzó una avalancha de deseo por su cuerpo. Y entonces tuvo su cara encima de la suya. Había colocado un antebrazo bajo su cabeza. Sintió su mano cálida por el costado hasta que la cerró con agónica delicadeza sobre su pecho. Acomodó su cuerpo grande encima. Sólo pudo contemplarlo cuando se inclinó y redujo la breve distancia que lo separaba de sus labios. Los dedos de él tantearon la extremidad de su pecho a través de la tela de la camisa y el sujetador, y cuando alcanzaron su objetivo y aprisionaron el punto pequeño y sensible, experimentó una explosión caliente y sensual en lo más hondo de su cuerpo. 

martes, 16 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 28

 -Pensé que ya te habías ocupado de esos pies -dijo con evidente desaprobación.


Le agradó que intentara dominarla, porque así podía quitarse de la mente las relaciones entre hombre y mujer y volver a detestarlo.


-Por desgracia, aún tengo conectados los pies a las piernas -explicó.


Pedro había empezado a ponerse en cuclillas del otro lado del fuego, pero al oír sus palabras, se irguió.


-¿Es tu modo de decir que no puedes llegar hasta tus pies?


Rodeó la hoguera, se agachó junto a ella y le sujetó el tobillo izquierdo con sus dedos largos para alzarlo con cuidado e inspeccionarlo. En cuanto la tocó ella sintió la descarga de excitación. Cuando empleó la otra mano para situarle el pie bajo una luz mejor, Paula se tuvo que morder el labio. Las incendiarias sensaciones que crepitaron por todos sus nervios eran más poderosas que las de la noche anterior, y tan maravillosas que casi no podía soportarlo. Después de un día de agonía, era susceptible a cualquier cosa agradable, y eso eran las manos duras y fuertes de Pedro.


-Se ven bastante rojos y despellejados, pero no han empeorado -indicó-. Quizá debas usar la crema por la mañana y por la noche -depositó el pie sobre la manta y recogió el tubo antibiótico y las gasas.


Paula aguantó otro episodio erótico con sus pies. En esa ocasión resultó mucho más intenso. Igual que la noche anterior, se apoyó en la manta y literalmente se derritió. Las sensaciones maravillosas, y peligrosas, terminaron demasiado pronto cuando Pedro concluyó y guardó las cosas en el neceser. Entonces se levantó y se dirigió al otro lado del fuego para agacharse. Rompió algunas ramas en trozos y las tendió sobre las llamas. Ella se esforzó para sentarse. El aire estaba frío y la hoguera agradable. La tensa corriente subterránea existente entre ellos la ponía ansiosa. Se hallaba anhelante, nerviosa y agitada. El placer del contacto de Pedro lo había iniciado todo, y temía estar acercándose al desastre emocional.


-¿Hay algún peligro en que dejes de tomar el Valium de golpe?


La pregunta la sorprendió. Su primera reacción fue la ira, pero la segunda resultaba mucho más amenazadora. Después de ocuparse de sus pies por segunda vez, el hecho de que le preocupara también eso le dolía. Hacía que se sintiera abrigada por dentro y cuidada. Sentimientos letales.


-Podría haberlo si fuera una adicta -espetó, aunque en su interior temblaba.


-¿Estás segura? -la miró con expresión sombría. 


-Sólo me lo recetaron para un fin de semana -se sorprendió defendiéndose. Irritada consigo misma, continuó para distraerlo-. Si te hubieras molestado en leer toda la etiqueta, verías que sólo había seis píldoras.


-¿Y qué tenía de terrible ese fin de semana? -preguntó con mueca divertida-. Claro está, antes de iniciar nuestro viaje.


El humor exhibido por él la aplacó un poco. ¿Qué importaba si se lo contaba a alguien? Quizá se sintiera menos trágica sobre su madre si se lo revelaba. Mejor aún, si lo hacía, tal vez soltara algún comentario que la enfadara, y eso la ayudaría a soslayar el dolor. Como siempre.


-Iba a... Conocer a la nueva familia de mi madre.


En cuanto pronunció las palabras supo que él había comprendido la importancia de su significado. De pronto el corazón le latió con fuerza por el terror y el remordimiento. La mirada suave que le lanzó la ahogó un poco y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Horrorizada y humillada, se esforzó por darse la vuelta y arrastrarse sobre manos y rodillas a su parte de la manta.


-¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre?


La pregunta formulada en voz baja la paralizó unos instantes, antes de recuperarse e intentar alisar la manta. Tenía los ojos anegados y la visión borrosa. Menos mal que él no podía verle la cara.


-¿Paula?


Esa única palabra o, más bien, el modo suave en que la pronunció, hizo que una lágrima cayera sobre la manta. Sollozó y contuvo el aliento por lo alto que había sonado.


-¿Qué quieres? -espetó con toda la arrogancia que pudo acopiar. Intentó acallar otro sollozo, pero sin éxito.


-Así que fue hace mucho tiempo.


Algo en su voz insinuaba que sabía que no la veía desde hacía años. Más prueba de que todo el mundo en Coulter City hablaba de ella a su espalda. Era rica, podía comprar casi todo lo que quería, pero jamás había sido capaz de frenar los rumores. Se la consideraba una niña trágica, rara y no deseada que había crecido, se había enriquecido y era hermosa y odiosa. Unas pocas personas la compadecían, aunque no la mayoría, pero todas se mostraban enfermizamente dulces delante de ella, porque poseía mucho dinero y casi todos deseaban una parte del pastel. 

Indomable: Capítulo 27

La pregunta parecía tan sensata que sintió que se ruborizaba. Con sus propios ojos se dio cuenta de que no había ningún oso. El terror comenzó a desvanecerse, aunque no pudo dejar de temblar.


-Contéstame.


De pronto Paula no quiso responderle y se apartó de su espalda. Pero el firme apretón con el que le sujetaba las muñecas evitó que se alejara más de unos centímetros. No lo había visto, sólo había oído un crujido de hojas y la respiración de algún animal. Había millones de animales en el bosque, millones de animales pequeños e inofensivos que podrían haber provocado ese sonido. Carraspeó y postergó la confesión unos momentos más, reacia a admitir nada. Al hablar percibió la culpa que impregnaba sus palabras.


-Pen... pensé... escuché un ruido, algo res... respiró. Una especie de estornudo o gruñido, un sonido raro...


Calló porque parecía una idiota. Una mujer histérica que había oído un sonido raro y sacado una enorme conclusión. Una pequeña cobarde que había huido de un peligro imaginario. De pronto se sintió tan humillada que casi deseó haber visto a un oso. Al menos habría podido morir con algo de orgullo. No había gloria en la cobardía.


-¿Oíste un estornudo? -la risita de Pedro melló su orgullo-. Entonces, ¿Por qué no hiciste algo educado como decir «Jesús» y pasarle un pañuelo?


-Muy gracioso -Paula sintió que se encendía-. ¿Y qué payaso eres tú?


-El payaso desnudo.


La respuesta le provocó un escalofrío. Paula había estado mirando lo que podía ver de su perfil por encima de su hombro. Bajó el mentón. Los ojos descendieron y descendieron. Aunque Pedro se hallaba entre ella y la hoguera, había suficiente luz de luna para iluminar de forma espectacular la exhibición de definición muscular y fibrosa perfección de la espléndida espalda de Pedro Alfonso. Su espléndida espalda totalmente desnuda. Su garganta dejó escapar un gorjeo de consternación. Una oleada de calor le abrasó las mejillas. Revivió cada sensación que había experimentado al arrojarse a sus brazos y pegarse a su espalda en una especie de curiosa reacción retardada. ¡Había sentido todo! El único modo en que podría haber sido consciente de más detalles masculinos era si hubiera estado tan desnuda como él.


-Santo cielo -soltó de manera apenas audible, aunque él lo oyó.


-Tomo eso como un cumplido, señorita Paula -indicó con arrogante diversión en la voz.


Paula intentó soltarse, pero él se mostró renuente a dejarla. Era como si esa bestia cargada de testosterona retrasara su fuga para que pudiera echarle un mejor vistazo. Pero su vista era perfecta. No era posible verlo mejor. En cuanto le soltó las muñecas, lo rodeó y regresó con paso forzado hacia el campamento, tan agitada en su interior, tan excitada, que no supo cómo fue capaz de soportarlo. En el momento en que Pedro regresó a paso lento desde el agua, ella ya casi había abandonado los intentos de aplicarse crema en las plantas enrojecidas de sus pies. Literalmente era incapaz de doblar las rodillas más de unos centímetros sin provocar otro calambre. El dolor la había distraído de pensar en él. Pero en cuanto él penetró en el círculo de luz de la hoguera, se dió cuenta de que la distracción había sido momentánea. En novelas había leído palabras tontas que ponían «lo devoró con la mirada», y eso le provocó una risita. Aunque las palabras no resultaban tan graciosas cuando realmente lo estaba devorando con la mirada. Si los ojos hubieran sido capaces de inhalar, eso era lo que habría hecho con la visión masculina que tenía del otro lado del fuego. Era tan grande y de aspecto tan duro, con los hombros anchos y la cintura estrecha. Masculino. Algo había cambiado entre ellos en la orilla del arroyo.


El contacto, la contemplación, las sensaciones salvajes y lujuriosas... Esas cosas eran las que habían afectado a Paula. ¿Qué lo habría afectado a él? Hacía días que su aspecto era caótico, pero sabía que tenía un buen cuerpo, de modo que quizá fuera eso. ¿Quién sabía a cuánto sexo estaba acostumbrado Pedro Alfonso? No cabía duda de que tenía más experiencia que ella. Había acertado al adivinar que era virgen. Por otro lado, era mujer y él estaba convenientemente cerca. Pedro parecía estar divirtiéndose con todos los aspectos de su viaje por las montañas. Quizá esa aventura masculina había potenciado su apetito varonil. Tal vez ella formaba parte de esa diversión agreste. Desvió la vista, sintiéndose reducida al bajo rango de mero objeto sexual. Eso era una mujer cuando el hombre que la acompañaba no la respetaba o quería de verdad. ¿Y por qué? ¿Por qué sólo era la mujer la que podía verse devaluada en una relación de hombre-mujer y no el hombre? 

Indomable: Capítulo 26

 -Desde luego -musitó. Asimismo le ofreció el frasco de champú que aún no había guardado-. Puedes usarlo también.


-Muchas gracias -aceptó el champú; entonces se dirigió al lugar donde ella se había bañado.


Paula lo siguió gracias a la iluminación que proporcionaba la luna, con el fin de comprobar cuánto habría podido ver de ella mientras se bañaba. Había mantenido la espalda hacia el agua, pero quizá de vez en cuando miró por encima del hombro. Lo que vió fue cómo se desvestía. Primero se quitó la camisa. La luz no era buena, pero captaba lo suficiente para saber qué hacía. Por algún motivo perverso, no apartó los ojos, y sólo se obligó a hacerlo cuando sus movimientos sugirieron que iba a quitarse los vaqueros. Se concentró en buscar en el neceser la crema y las gasas para los pies. Pero tenía las piernas tan rígidas que doblar la rodilla para acercar el pie para aplicársela le provocó un amago de calambre. Tras unos intentos frustrantes, al final se rindió y estiró las piernas mientras aguardaba que los espasmos desaparecieran. Acababa de reclinarse sobre las manos para descansar cuando a su espalda oyó que el ramaje se agitaba. El sonido la paralizó. Su mente recreó la imagen del oso pardo. Un bufido bajo y otra sacudida de hojas envió una oleada de terror ciego a su corazón ¡El oso los había encontrado!  El grito le puso a Pedro la piel de gallina; emergió a la superficie para observar el campamento. Paula corría hacia él por la hierba, aullando como un fantasma. Automáticamente escrutó los árboles a su espalda y no vió nada. Salió desnudo del agua justo a tiempo para que ella se tirara a sus brazos. La recibió y retrocedió medio paso cuando su cuerpo pequeño chocó con el suyo.


-¡Oso! ¡Oso, oso, oso, oso!


Él miró por encima de su cabeza en busca del animal. No vió nada, de modo que observó con más atención, tratando de captar una forma oscura o alguna señal de movimiento. La luna lo iluminaba todo con un suave resplandor, pero aún así no era capaz de percibir nada. Mientras tanto, Paula se aferraba a él como una sanguijuela. Temblaba tanto que oía cómo le castañeteaban los dientes, y le clavaba las uñas con fuerza en la espalda. La soltó para desprender las afiladas zarpas de su piel. Era sorprendentemente fuerte, y se negó a soltarlo con facilidad. Al final consiguió ponerle las manos delante de ella. Entonces recordó su desnudez. No tendría que haberse preocupado. Dominada por la histeria, ella le agarró el brazo para girar en torno a él y usar su cuerpo como escudo. Las manos le sujetaron la cintura para mantenerlo delante de ella, y clavó en su piel todas las uñas que no se le habían roto, como si fueran diminutas tenazas.


-¡Por el amor de Dios, deja de arañarme! -la orden hosca de algún modo logró atravesar su histeria, aunque tuvo que arrancarse las manos de la cintura y mantenerlas a distancia segura.


Paula se sintió más horrorizada por su indiferencia. ¿Es que no lo había entendido? ¿Aún no lo había visto? ¡El oso los había encontrado!


-¡Un oso! ¡Hay un oso!


Pedro giró la cabeza para hablarle por encima del hombro.


-¿Dónde? ¿Llegaste a verlo?


El énfasis escéptico sobre el verbo «Ver» mitigó parte del terror. Se asomó por su costado para otear el campamento, en especial los árboles del fondo.


-Te pregunté si viste a un oso -calló un instante como si se le hubiera ocurrido algo-. ¿O sólo oíste moverse algo entre el follaje?

Indomable: Capítulo 25

Pero ese tipo de dependencia, de debilidad, era peligrosa para alguien como ella. Estaba demasiado hambrienta y no era capaz de confiar en que no se volviera loca al probar algo que jamás podría conducir a algo más. O a nada permanente. De pronto se sintió más desgraciada por dentro que por fuera. Si sobrevivía a esa ordalía, su cuerpo se recuperaría. Lo que la volvía tan sombría era el conocimiento de que su corazón jamás se recuperaría después de haber probado un poco de esperanza. Cuando encontraron un sitio donde acampar cerca del arroyo, se sentía tan exhausta que no le importó que Pedro usara los cordones de sus botas y sus zapatillas para formar una tosca trampa con ramas para un conejo. Había encendido una hoguera y extendido la manta mientras Paula se adentraba entre los árboles en su viaje íntimo. Al regresar, se derrumbó sobre la manta y se quedó dormida al instante. No debían de ser más de las cuatro de la tarde, pero durmió como un tronco. 


Cuando Pedro la despertó, había oscurecido. La sorprendió ver que la luna había salido y que iluminaba el valle en el que se hallaban, prolongando la que proporcionaba la hoguera. El olor a conejo asado era lo único que podría haberla convencido de salir a gatas de la manta y realizar el esfuerzo de lavarse en la corriente para poder comer. Cerró los ojos para no tener que contemplar el pequeño y tostado cadáver sobre el fuego. Sentía el corazón lleno de culpabilidad, pero estaba tan hambrienta que apenas pudo evitar unas lágrimas de alivio al dar el primer bocado de comida. La culpa la dominó por dos veces, y casi no fue capaz de obligarse a dar un cuarto y quinto mordiscos. Aunque el estómago vacío le imposibilitó la resistencia. Al terminar el último trozo de carne había saciado su endiablado apetito. Se limpió las manos grasientas en los pantalones caquis sucios, demasiado absorta en el conejo como para importarle haber hecho algo tan desagradable. Además, la camisa roja y los pantalones estaban estropeados ya, razón por la que se los había vuelto a poner esa mañana después de que se secaran durante la noche. Había querido guardar la ropa limpia para cuando llegaran a la civilización. Si es que lo hacían. Era domingo por la noche. Alejandra había comentado que sólo se quedarían en Aspen hasta el domingo por la tarde. Lo que hubiera ocurrido cuando Paula no apareció, ya había pasado. Sin duda Alejandra la había descartado de su vida. Para siempre. Contempló el fuego, sintiéndose trágica. Comer algo y dormir un poco le había hecho restablecer las fuerzas, y poco a poco comenzó a sentir menos dolor y agotamiento en el cuerpo. Se hallaban en una situación realmente lóbrega. Con anterioridad se había sentido tan desdichada que no había podido meditar en ello. Pero en ese momento sólo podía pensar en todo el tiempo que llevaban en las montañas. Le alegró que Pedro la distrajera.


-Si no te alejas mucho probablemente sea seguro que te refresques un poco en la corriente. Lava bien esos puntos ampollados para curarlos antes de irte a dormir.


La idea de tomar un baño le elevó la moral, pero el esfuerzo que necesitaría para sacar el jabón y la ropa limpia la hizo reaccionar lentamente. Además, recordaba con absoluta claridad lo fría que estaba el agua. Poco a poco acopió la suficiente ambición para moverse. Tuvo que arrastrarse hasta el neceser y el bolso de red. Se le pasó por la cabeza la idea de ir a gatas hasta un lugar resguardado un poco corriente arriba, pero la hierba era demasiado alta y no fue capaz de olvidarse de las serpientes. Logró levantarse en el momento en que Pedro se incorporaba para ayudarla. Intentó no prestarle atención. A pesar de todo, cada vez que lo miraba del otro lado de la hoguera, tenía que obligarse a no clavarle la vista. Ese día no se había afeitado, y en el rostro exhibía la sombra oscura de un proscrito. ¿Por qué de repente eso le resultaba atractivo? Por lo general los hombres que no se afeitaban la repelían. Daban la impresión de ser sucios y desaliñados. Pero en Pedro eso parecía otra indicación de virilidad en su forma más elevada. El baño resultó tan traumático y frío como había temido, aunque sus pies hinchados y su piel quemada por el sol agradecieron el agua helada. Logró cepillarse los dientes y luego lavarse el pelo. Al salir del agua, se dio cuenta de que no tenía toalla con que recogerse el cabello ni con que secarse. Y el aire nocturno era fresco. Irritada, hurgó en el bolso de red y sacó su segundo par de vaqueros limpios. Podría usarlos como toalla y aún tener los otros para ponerse. Cuando terminó de secarse, se vistió. Enfundarse los calcetines no fue tan duro como intentar calzarse las botas. Incluso sin los cordones eran demasiado pequeñas para sus pies hinchados. Al fin regresó con cautela junto al fuego sólo con los calcetines. Pedro seguía sentado delante de la hoguera, con su juego limpio de ropa al lado. Cuando Paula se dirigió a la manta y se derrumbó en ella, él se levantó.


-Si no te importa prestarme tu jabón, iré a lavarme. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

Indomable: Capítulo 24

Cuando de pronto desapareció, sintió un escalofrío de inquietud. Lo había mantenido a la vista toda la jornada, pero sólo porque él no había decidido establecer un récord de marcha como el día anterior. ¿Adonde había ido? Los pasos desmañados de Paula se aceleraron. Se había salido del sendero, aunque no estaba segura del lugar exacto. Iba a hacer acopio de energía para llamarlo cuando sintió que algo se acercaba por detrás. Algo grande, fuerte y abrumador la agarró, sacándola del sendero y arrastrándola hacia los árboles a tanta velocidad que sólo pudo jadear. Una dura mano masculina se cerró sobre su boca antes de que pudiera gritar. El gruñido ronco de la voz de Pedro fue aterrador y tranquilizador.


-Corre, maldita sea, o serás la cena de un animal.


Paula no pudo pensar, sólo fue capaz de reaccionar. Aunque se hallaba tan exhausta y rígida que apenas podía caminar, de pronto revivió y se puso a trastabillar por entre los árboles a un ritmo entrecortado para escapar del peligro innominado que acechaba en alguna parte a su espalda. Pedro le quitó la mano de la boca y dejó de empujar. Le aferró el brazo y la guió a su lado por la cuesta empinada, lejos del arroyo. La prensión sobre su brazo era fuerte y dolorosa, pero a ella no le importaba siempre y cuando la llevara consigo. Las piernas le cedieron justo cuando llegaban a la cima. Tenía los pulmones en llamas y trabajando como un fuelle. La cabeza le daba vueltas y las rodillas estaban demasiado gelatinosas para sostenerla. El terror le provocó náuseas. ¡Sea lo que fuere de lo que escapaban, la iba a alcanzar ya! Pedro no podría cargarla y salvarse él. Y jamás se sacrificaría por ella. El oso, no podía ser algo inferior a un oso, la capturaría. ¡A ella! ¡Paula Chaves, devorada por un oso! ¡Por qué no habría muerto en el accidente! ¡Oh, Dios! Pedro dejó que se derrumbara, aunque la ayudó y no permitió que aterrizara con mucha dureza. ¿Por qué no la dejaba caer? Podría aprovechar el tiempo para escapar. Mientras el oso se concentraba en despedazarla y engullirla, él podría correr kilómetros. Un sollozo de puro horror sacudió su cuerpo y le desgarró el pecho y la garganta reseca. Miró atrás esperando ver al oso, pero no había nada. Titubeó unos momentos, tratando de emplear algo de fuerza para incorporarse mientras aún existía una leve posibilidad de escapar, pero él se lo impidió.


-Ya ha pasado todo -anunció-. Mira allí -señaló pendiente abajo a la derecha, a un claro entre los árboles. Desde donde estaban podían ver un trecho del arroyo. Pasados unos momentos, un enorme oso pardo apareció a la vista-. Era imposible saber si ya había comido o no, de modo que lo mejor era largarse antes de que nos oliera.


Paula estaba en el suelo apoyada sobre un codo, pero el hecho de que se había salvado del oso hizo desaparecer el terror y la tensión de su cuerpo. Al verlo tan lejos y ajeno a su presencia experimentó un alivio monumental; giró sobre su estómago y quedó tendida boca abajo, con la mejilla sobre el antebrazo mientras intentaba recuperar el aliento.


-Odio esto -gruñó, pero sin rastro de lágrimas en la voz.


Pedro debía reconocérselo. Se quejaba con frecuencia cuando se sentía desdichada, pero no se derrumbaba. Para ser una aristócrata consentida, había pasado por un infierno, pero aparte de un sollozo de temor cuando ya no podía correr más y pensaba que iba a morir, no se había disuelto en un charco de lágrimas. No pudo evitar admirar la férrea sustancia que había mezclada con todo ese fuego y vinagre.


-Cuando recuperes el aire, continuaremos por entre estos árboles hasta que nos hayamos alejado bastante del oso para establecer el campamento.


-¿Cómo sabremos que ya nos hemos alejado? -logró articular.


-Comprobaremos la orilla del arroyo en busca de huellas de zarpas. Eso nos indicará que no hemos parado en uno de sus puntos favoritos para abrevar.


La respuesta sensata la reconfortó. Resultaba evidente que Pedro era un hombre que pensaba. Quizá no tuviera una educación completa, pero se trataba de una persona muy inteligente. Sin embargo, había ganado varias fortunas, de modo que lo que hubiera necesitado para alcanzar el éxito no había requerido un diploma universitario, ni siquiera de instituto. En todo momento había percibido que era más inteligente y capaz que ella, pero no había deseado reconocerle ese mérito. El mundo de Paula era mucho más seguro y menos doloroso cuando ella reinaba suprema en él. Quizá se debiera a la extenuación y al abatimiento, quizá porque se había visto obligada a vivir mucho más allá de sus posibilidades, pero de pronto se sintió aliviada por hallarse en compañía de un hombre duro, macho, dominante e inteligente como él. Con Pedro había logrado degustar lo agradable que sería tener a alguien más fuerte que la cuidara, que la guiara a un sitio mejor que el que podía alcanzar por sus propios medios. De ese modo no tendría que enfrentarse sola a la carga de la vida. Al menos durante un tiempo. 

Indomable: Capítulo 23

Entonces, ¿Cómo lo mataría? ¿Lo estrangularía? ¿Lo golpearía con una piedra? Era demasiado espantoso para pensar en ello.


-No necesitas matar a un conejo pequeño e inofensivo. Yo no como carne.


-Quizá si la comieras de vez en cuando -fue la rápida réplica-, no soltarías tantas dentelladas a las personas -la observación directa hizo que se quedara sin aire-. Y antes de que empieces con uno de tus «Cómo te atreves», ponte las botas y ve a hacer tus necesidades -clavó la vista en su pelo-. Quizá quieras tomarte un minuto después de desayunar para cepillarte esa maraña y buscarte algún piojo.


-¿Piojos? -la ira de Paula se desvaneció de golpe. Se olvidó del conejo imaginario y de su cruel destino. Abrió los ojos sorprendida.


-Los piojos de los bosques puede que no hagan daño, pero igualmente debemos quitárnoslos. Son ellos los que... -calló con perturbadora insinuación y ajustó la madera que sostenía los pescados-. Si nos observamos por la mañana y por la noche, no debe haber ningún problema. Pero no los arranques. Probaremos con tu quitaesmaltes para soltarlos.


El terror descendió sobre Paula. De pronto sintió que los piojos se arrastraban por debajo de su ropa y en el pelo. Nunca había pensado en ellos. Puede que en osos, pumas y lobos, pero no en piojos. Linc le había proporcionado una pesadilla nueva a la que enfrentarse. El horror que sentía debió reflejarse en su cara, porque él exhibió una mueca sarcástica.


-No te preocupes. Aunque te muerda un piojo infectado, lo más probable es que podamos llegar a un médico antes de que caigas enferma.


-Entonces, ¿Por qué los mencionas? -preguntó irritada.


-A la intemperie debes usar la cabeza.


Molesta pero menos asustada, desvió la mirada e intentó concentrarse en calzarse las botas y anudar los cordones mojados. Al final se puso de pie. Sin ayuda de su atormentador, que parecía interesado en cada uno de sus movimientos. El esfuerzo de incorporarse le dio plena conciencia de lo miserable que se sentía. Varios pasos cautelosos alrededor de la hoguera le descargaron los músculos contraídos de las piernas lo suficiente para encontrar el mismo sendero estrecho entre los árboles que había usado la noche anterior. Se había adentrado entre el follaje cuando oyó la voz de Pedro.


-Ten cuidado con la hiedra y el zumaque venenosos.


Paula tuvo la certeza de que había muerto en el accidente aéreo, porque se habían cumplido sus peores miedos: Estaba en el infierno. Le dolía tanto el cuerpo que apenas era capaz de seguirlo. A últimas horas de la tarde su estómago parecía un barril de cincuenta litros a rebosar de espacio vacío. Era como si los leves bocados de pescado que se había obligado a tragar aquella mañana no hubieran existido. ¡Lo que daría en ese momento por una porción de esas horribles cosas! Lo único bueno era que la piel ya no se le ponía de gallina con piojos imaginarios. Todo su cuerpo era un manojo de dolor embotador. Hasta la crema protectora que se había aplicado fanáticamente sobre cara, manos y brazos había fallado. Seguro que sufría inimaginables daños en su delicada piel. Y Pedro caminaba por delante de ella como si estuviera tan fresco y fuerte como cuando empezaron. Llevaban caminando una eternidad. Ese día la tierra era más llana que el día anterior. Habían atravesado dos valles que parecían pequeños junto a las montañas, pero eso había sido muchos kilómetros antes. Ya había perdido la perspectiva de la distancia. Al menos habían recuperado los árboles, que los protegían del sol abrasador. Avanzaban en paralelo a un ancho arroyo. Quizá el mismo de la noche anterior, quizá otro. Había perdido el sentido de la orientación. Necesitaba una bebida fresca, una mesa llena de comida, un baño y aproximadamente una semana de sueño y de cuidados médicos. Sin embargo, Pedro parecía medrar en las montañas. Cocinar sobre una hoguera, dormir en el suelo duro, avanzar a través del bosque, pescar con los cordones de sus botas, para él todo era una gran aventura de macho. Había intentado que parara un poco para poder quitarse las botas y meter los pies en el agua, pero no le había hecho caso. Sentía los pies como si se le hubieran hinchado hasta adquirir el tamaño de pelotas de baloncesto y el dolor de las ampollas era agónico. La última vez que había intentado que se detuviera, la había llamado quejica. Ya no le hablaba más. Al mediodía había agotado su amplio repertorio de insultos. Pero se había dado cuenta de que no podía oírla por lo adelantado que marchaba, de modo que el esfuerzo no valía el despilfarro de energía y aire.