martes, 29 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 24

 Paula arrancó, prometiéndose a sí misma terminar El gran azul y dejar que Pedro limpiase la maldita maraña de maleza sin recordar cómo había visto la puesta de sol con él abrazándola por detrás. Llevaba todo el día intentando no encontrarse con Pedro. Aunque no era fácil. Sólo se vieron durante la hora del almuerzo, pero estuvo todo el día pensando en él. De alguna forma, quizá por fuerza de voluntad, El gran azul parecía haber dado un salto adelante. Inclinó a un lado la cabeza, jugó con la brocha y empezó a canturrear. Nada en particular, una melodía que le resultaba conocida. Porque, aunque no fuera la mejor paisajista de la historia, aquel cuadro empezaba a parecer... algo.


-Bright eyes -oyó la voz de Pedro.


-¿Eh?

 

-La canción que estás cantando es Bright eyes, de Simón & Garfunkel.


-¿Y?


-Llevas horas canturreándola.


-¿Ah, sí? No me había dado cuenta.


-¿Te ocurre algo? -preguntó él entonces.


Paula no contestó. En lugar de eso se dió la vuelta y siguió pintando.


-Mi padre solía cantarme esa canción cuando era pequeña -dijo por fin-. Me pidió que le diera un retrato mío cuando tenía siete años para poder llevárselo con él cuando iba de viaje.


Pedro se acercó a la tela y vió, asombrado, el rostro que le había parecido ver una vez. No había duda: la boca, la nariz recta, el pelo rubio y los ojos tristes. Era ella.


-Vaya. Es estupendo.


-Le dí mi autoretrato, enmarcado, el día que cumplió cuarenta años. Sigue siendo mejor que el cuadro por el que gané el premio Archibald. Pero cuando se marchó, mi padre dejó el cuadro en casa. No se lo llevó con él. Eso me dolió tanto que no había vuelto a pintar un retrato mío desde entonces... hasta ahora.


-Eres tú, sí -murmuró Pedro.


-¿Tú qué crees que significa? 


-Los seres humanos hacemos cosas raras para librarnos del dolor o de la pena.


-Sí, es cierto. Tú viniste a vivir aquí cuando tu hermana murió, ¿No?


-Sí.


-¿Por qué?


-Cuando Melina murió, yo estaba al otro lado del mundo intentando convencer a un especialista canadiense para que fuese a Sidney a tratarla. Murió de la mano de una enfermera que sólo llevaba tres días en casa. Cuando volví a Sidney, mi hermana estaba muerta... y entonces empecé a plantearme mi vida. Porque la que había vivido hasta entonces ya no tenía sentido para mí. Así que lo dejé todo, me mudé a la playa y aquí estoy.


A Paula se le encogió el corazón. No sabía qué decir. ¿Qué iba a decirle, que entendía que hubiera salido corriendo porque eso mismo era lo que ella había hecho?


-Y venirme a vivir aquí es la mejor decisión que he tomado en toda mi vida.


«Como podría ser la mejor decisión de la tuya», parecían decir sus ojos.


-Esta casa es un sitio sin recuerdos para mí -murmuró Paula-. Eso era lo que buscaba.


-La cuestión es, ¿por qué ahora? ¿Por qué no te salió El gran azul cuando estabas casada con... Fernando?


-No tengo ni idea. Mi padre y Fernando no se conocieron nunca, aunque podrían haber sido amigotes. Anticuados, machistas, sufriendo la crisis de los cuarenta... Podrían haber pertenecido al mismo club. Y yo sería su mascota.


-Dicen que las chicas buscan hombres que se parecen a sus padres.


-Sí, es posible. Y yo, desde luego, he caído en esa trampa.


-No seas tan dura contigo misma. Perder a alguien así puede dejar una marca terrible en una persona. No es fácil olvidarlo, ¿No?


-Quizá no debería ser fácil. Quizá perdonar debería ser difícil. Porque entonces al menos sabes que es real.


-Sí, lo es. Y terapéutico -sonrió Pedro-. Desde luego, yo llevo días mirando ese cuadro y no sé cómo has podido hacer que esas manchas azules se conviertan en un retrato. Eres una pintora estupenda, Chaves.


-Gracias. 


-Pero hay una cosa...


-¿Sí?


-¿Siempre has sido tan azul?


Paula soltó una carcajada.


-Idiota.


-Oye, que no soy yo el que tiene la cara azul. ¿Has sido exploradora en el Ártico o es que sientes el frío más que los demás? A lo mejor siempre has tenido el secreto sueño de ser un pitufo.


-No digas bobadas...


-¿Yo?


Estaba sonriendo. Pero no era una sonrisa burlona, era una sonrisa comprensiva, casi compasiva. Y entonces, de repente, tomó su mano y la besó. Dejando una marca que, Paula temía, no sería capaz de borrar nunca.


El Millonario: Capítulo 23

 -¿Nada? Pero...


-Pero... podría haber pasado algo, ya lo sé. Mira, Paula, me gustas. No lo puedo negar. Me gusta charlar contigo, me gusta cómo llevas el pelo. Incluso me gustan tus horribles sandwiches porque sé que los haces con cariño. Y anoche me habría encantado besarte. Yo creo que todo eso es evidente sin que tengamos que hablar de ello, ¿No te parece?


Paula se mordió los labios. Le gustaba. Lo sabía, pero oírselo decir le gustó aún más.


-Pero estás casada -siguió Pedro-. Y yo no soy de los que se toman eso a broma. Sean cuales sean las circunstancias. Y creo que los dos somos suficientemente listos como para saber cuándo algo no puede ser.


Tenía razón. Ésa era la verdad. Nada iba a pasar entre ellos. Genial. Fabuloso. Pero le habría gustado preguntar por qué le resultaba tan fácil cuando para ella...


-¿Qué tal si damos un paseo para bajar la cena?


-Sí, claro. ¿Por qué no?


Pedro señaló el muelle, rodeado de gaviotas que se lanzaban sobre el agua para buscar restos de pescado. Paula tenía que caminar despacio para no resbalar sobre los tablones mojados, y cuando él le ofreció su mano, la rechazó. En cambio, se quitó las zapatillas y siguió paseando descalza, como era su costumbre.


-Ahí está Belvedere -dijo Pedro entonces, señalando con la mano.


Paula miró el acantilado y encontró su gran esperanza blanca entre una gran masa de arbustos. Vió las rocas y luego...


-¡Y ahí está la playa! -gritó. 


No era precisamente el paraíso de los surfistas, pero había un trocito de arena blanca justo debajo de su casa, como había soñado. Y al verlo sintió que su corazón se llenaba de... ¿De orgullo? ¿De felicidad?


-¿Puedes ver tu casa desde aquí, Pedro?


-Está por ahí, en algún sitio.


Algo en su tono de voz hizo que Paula lo mirase, sorprendida. ¿Por ahí, en algún sitio? Entonces se dió cuenta de que no sabía dónde vivía.


-¿Dónde?


-Por ahí. 


-Venga, enséñamela. Tú te pasas el día en mi casa y yo ni siquiera sé dónde vives. ¿Qué es, una caravana o una mansión? En realidad, no sé nada de tí. Podrías estar casado y tener diez hijos.


-No estoy casado -dijo él, muy serio.


-Muy bien. Pues nada, no me lo cuentes.


¿Habría estado casado? ¿Tendría novia? ¿Tendría familia? No había dicho que no tuviera hijos.


-Paula...


-¿Sí?


-¿No habíamos quedado en... dejarlo estar? Tenemos que relajarnos.


-Sí, de acuerdo, es verdad.


-¿Tienes frío?


-No, estoy bien.


A pesar de eso, Pedro le pasó un brazo por los hombros y frotó sus manos... sus delgadísimas manos, sus manos de palmas duras. Sin darse cuenta, enredó los dedos en los suyos y se quedaron así, mirando la puesta de sol durante un rato.


-Esto es bonito, ¿Verdad?


-Sí, mucho.


Paula pensó que era la primera vez que se tocaban. ¿Eso estaba bien? No sabía la respuesta, pero sí se dió cuenta de que no era ella sola la que se sentía desorientada. Pedro también lo estaba y, como ella, no sabía qué hacer.


-No estás nada relajada.


-No, pero lo estoy intentando. Gracias por cenar conmigo, Pedro. Lo he pasado muy bien.


-Yo también.


Unos minutos después volvieron a la puerta del pub.


-Nos vemos el lunes, Paula.


-Hasta el lunes -sonrió ella, subiendo al jeep.


Pedro la saludó con la mano y empezó a subir colina arriba... ¿Viviría en el hotel Sorrento? ¿En un coche abandonado? ¿En una cabaña? 

El Millonario: Capítulo 22

 Muy bien, iba a entrar, a saludarla y a decirle adiós. Sí, era un hombre que sabía lo que quería. Pedro se dejó caer sobre la silla y soltó una carcajada que despertó miradas a su alrededor.


-¿Qué estaba haciendo? Quizá era el hecho de que no pudiera tenerla lo que la hacía aún más atractiva.


-¡Pepe!


Pedro levantó la mirada y se encontró con su primo Ariel.


-Hola, ¿Qué haces tú por aquí?


-Cenando con la familia -contestó Ariel, señalando por encima del hombro una mesa donde estaban Carla y las cuatro niñas.


-Qué romántico.


-Bueno, cuéntame qué pasa contigo y con Lady Chaves. No me digas que esto es una cita. Está casada, no sé si lo sabes.


-Sí, lo sé. Pero nos hemos encontrado aquí... ¿Y tú cómo sabes que está casada, por cierto?


-Las hermanas Barclay me lo contaron el otro día.


-¿Y no se te ocurrió contármelo a mí?


Ariel se encogió de hombros.


-No sabía que te interesara esa información. ¿Te interesa?


Pedro miró a Paula, que estaba hablando con el camarero.


-Ha pedido el divorcio.


-Ya, bueno, pero sigue casada.


-Lo sé.


-Bueno, ten cuidado. No hagas nada malo -sonrió su primo, despidiéndose con la mano.


Pedro no tuvo oportunidad de hacer ninguna promesa porque Paula lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. Una sonrisa cauta, discreta. Pero él no pudo evitar devolvérsela. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para recordarse a sí mismo por qué no había podido dormir o por qué ir de pesca lo había aburrido por primera vez en su vida a pesar de que hacía un tiempo maravilloso. Seguía deseando a Paula. Pero Paula Chaves no era libre. 



Después de una hora de cotilleos sobre la gente del pueblo, sobre el primo de Pedro y su banda de mujeres y sobre una señora que pensaba que «manitas» era sinónimo de «conquistador» y se negaba a darle los buenos días, a Paula le dolía la cara de tanto reírse. Y de fingir que lo estaba pasando realmente bien. Pedro, con vaqueros oscuros y un jersey de color verde oliva y sin una gota de sudor, tenía un aspecto más masculino que nunca. Y ella no podía negar que algo había ocurrido esa noche, cuando estuvo a punto de besarla. Cada vez que lo miraba, que oía su voz, sentía un anhelo, un deseo que no podía controlar.


-Tenemos que hablar -dijo, sin pensar.


De repente, Pedro bajó la cabeza y empezó a golpeársela con la mesa.


-¿Qué haces? -rió ella.


-¿No sabes que ésas son las tres palabras que un hombre más teme?


-¿Además de «en qué estás pensando»? -sonrió Paula.


Pedro volvió a golpearse la cabeza con la mesa.


-Pedro, por favor, que la gente está mirando...


-Sí, es verdad. Pero éste no es el mejor sitio para hablar. Aquí hasta las paredes oyen.


-Pero tenemos que hablar sobre lo que pasó anoche.


-Sí, espera... vamos a pagar la cuenta.


-Pago yo.


-No, de eso nada.


-Insisto, pago yo -repitió Paula-. Tú estás trabajando por un cuadro.


-Muy bien, como quieras.


Después de pagar, se levantaron y él puso una mano en su espalda. Sólo tendría que haber movido la mano unos centímetros y la habría tomado por la cintura.


-¿Dónde vamos?


-No, sé, a la playa por ejemplo. Y anoche no pasó nada. 

El Millonario: Capítulo 21

 Aunque también era un error pensar que todo iba a salir mal. ¿Por qué? ¿Por qué no podía tener esperanzas? ¿Por qué no podía ser positiva? Paula decidió comprar el estéreo y olvidarse de todo lo demás. Una hora después, un poco mareada por el dinero que había gastado, se dirigió al Torrento Sea Captain, un pub en el primer piso de un hotel frente a la playa. Era temprano y había comido más de lo normal, pero la idea de tomar unas patatas y una cerveza fría le resultaba muy apetecible. De modo que estacionó el jeep y entró en el pub, que estaba lleno de jubilados. También vió algunas caras que le resultaban familiares de sus raros paseos por el pueblo. Incluso la saludaron amablemente varias personas, lo cual le hizo lamentar lo poco sociable que se había mostrado desde que llegó allí. En la puerta, sintió como si todo el mundo la mirase. El estruendo del pub, el crujido de las sillas, el choque de las bolas de billar y las risas de fondo eran casi abrumadores, acostumbrada como estaba al silencio. La alegría que sentía empezó a convertirse en un dolor de cabeza. Quizá era demasiado... o demasiado pronto. Quizá se estaba engañando a sí misma al pensar que podía relajarse, ser feliz. Quizá debería volver a casa y ponerse a pintar...


-¿Mesa para uno? -le preguntó una joven con un delantal y un chicle en la boca.


¿Mesa para uno? Paula no recordaba cuándo fue la última vez que comió sola en un restaurante. Pero ésa era otra costumbre que había que cambiar.


-¿Señorita?

-¡Sí, por favor! -sonrió Paula entonces, entusiasmada.


La joven la miró como si estuviera loca. Pero hasta eso le pareció gracioso.


El olor a pescadito frito que salía del pub llamó la atención de Pedro, que estaba dando un paseo por el pueblo. Miró hacia el interior distraídamente... y se detuvo de golpe al ver a Paula. Estaba sola y, por su expresión concentrada, la carta del pub debía de estar escrita en sánscrito. Considerando el día que había tenido, un día en el que ir de pesca, leer una novela de Dick Francis tumbado en su hamaca, correr diez kilómetros y jugar a la Playstation con las niñas de Ariel no había conseguido relajarlo ni siquiera un poco, sabía que debería seguir adelante. Incluso había ido a Sorrento a buscar trabajo para olvidarse del jardín de ella. Para olvidarse de sus tentadores labios, de sus ojos. Y del hecho de que, a pesar de ser dos personas decentes, habían estado a punto de engañar a su marido. De modo que podía entrar, saludarla y luego decirle adiós. La semana siguiente pasaría rápido y después de eso seguirían adelante con sus vidas. Por separado. Pedro casi se convenció a sí mismo de que el repentino agujero que sentía en el estómago era de hambre.


-Hola.


Paula levantó la cabeza.


-¿Qué haces aquí? Pensé que estarías pescando -dijo, sorprendida. .


-He pescado esta mañana. ¿Has pedido ya? -preguntó Pedro, tomando una carta de la mesa de al lado. ¿No iba a saludarla y despedirse después?


-Ah, no. Llevo aquí veinte minutos y creo que se han olvidado de mí.


-Porque hay que pedir en la barra.


-¿En la barra? Pero la chica... en fin, ¿Te importa vigilar mi bolso mientras pido?


-No, no.


Paula sacó el monedero del bolso y se levantó para ir a la barra.


-Y ya que vas, pídeme un pescadito frito con patatas -dijo Pedro entonces.


-¿Vas a quedarte a cenar?


-Pues sí, gracias. Me encantaría.


¿Qué estaba haciendo?


-Muy bien, yo tomaré lo mismo -sonrió Paula.


-Ah, esta noche estás desconocida. Cenar en el pueblo, ir sin manchas de pintura por la vida. Casi no te conozco.


-Me conoces perfectamente -replicó ella, arrugando el ceño-. Bueno, voy a pedir...


-Sí, sí. 

jueves, 24 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 20

 -Ah, ya... perdona.


-Fernando es un abogado especializado en el mundo del arte. Era mi abogado. Pero resulta que ha estado acostándose con una abogada de su bufete... durante los dos últimos años.


Paula no parpadeó. Ni una sola vez. Pero Pedro se daba cuenta de cuánto le dolía decir aquello. Que su expresión fuera impenetrable no era más que un mecanismo de defensa.


-Ella representa a jugadores de fútbol sobre todo. Ahora está embarazada... de mi marido. Así que el día que me marché de Melbourne, pedí el divorcio.


Pedro asintió con la cabeza.


-¿Y yo qué soy, una especie de venganza?


-No -contestó ella-. Hace meses que no veo a Fernando. Sólo hemos hablado a través de abogados desde que me fui de Melbourne. De modo que no sabe nada de mi vida.


-Ya veo -suspiró Pedro, sin saber qué decir-. Creo que debería irme, Paula.


-Sí, seguramente es lo mejor.


Pedro dió un paso hacia los escalones, pero sabía que se daría de tortas durante todo el fin de semana si la dejaba sola. Él había dado el primer paso y él debería cortar aquello. Porque, además de ser preciosa y fascinante, Paula no había hecho nada malo.


-Has hecho bien contándome lo de Fernando.


Paula tardó más de lo que él esperaba en asentir con la cabeza y luego, sin decir una palabra, Pedro bajó los escalones y se dirigió a su camioneta. Sólo esperaba que ese fin de semana no estuviera lleno de imágenes de sus ojos, de su cuello, de ese aroma suyo. De Paula Chaves. Pintora. Excéntrica. Y mujer casada.



Para Paula, el sábado fue un día horrible. El gran azul seguía siendo grande y azul; y ella apenas podía concentrarse y mucho menos descifrar lo que estaba pintando. Irritada, tiró la brocha en un bote de aguarrás y subió a su dormitorio.  Las sábanas blancas estaban hechas un lío, la evidencia de otra noche en blanco. Había dos almohadas a un lado de la cama. Su lado. Donde dormía sola. Donde llevaba seis meses durmiendo sola. Suspirando, se metió en la ducha. Nada como el agua fresca para aclarar los pensamientos. Por el momento, el horizonte de Port Phillip Bay no había producido nada, pero la falta de progreso era culpa suya. Tomó una esponja y un jabón con olor a canela y empezó a frotarse vigorosamente de la cabeza a los pies, intentando olvidar la mayor de las distracciones. Pedro. Estaría por allí, pescando, pensando mal de ella? Aunque lo entendería, claro. Debería haberle contado que estaba casada mucho antes. Una cosa era segura: no podía seguir encerrada en la casa por más tiempo. La idea de seguir peregrinando de habitación en habitación le resultaba sencillamente insoportable. Tenía que salir, ver gente, olvidarse de todo... ¿Y qué mejor manera de hacerlo que salir de compras? Eso haría. Iría a comprar un estéreo. Y no se acercaría al muelle, por supuesto.


Con unos vaqueros nuevos, una rebequita de manga cóctel que había encontrado en el armario y unas zapatillas de deporte que le resultaban un poco incómodas porque llevaba meses paseando descalza, Paula subió al jeep y se dirigió a Sorrento. El pueblo estaba lleno de familias de Melbourne que iban a pasar allí el fin de semana; todos alegres, haciendo fotos, con atuendo playero. Nadie parecía tener una sola preocupación en Sorrento, pensó. Por fin, encontró una tienda de electrónica y preguntó por el estéreo más barato que tuvieran. Pero todos eran más caros de lo que esperaba... ¿Debía comprarlo?, se preguntó. ¿Y esos sofás tan bonitos de color café que había visto en la tienda de muebles? ¿Podía gastarse ese dinero? Le molestaba dudar tanto, darle tantas vueltas a las cosas... Entonces recordó algo que Pedro había dicho: «En la vida, nada sale como uno espera. Nunca. Así que yo he aprendido a no esperar nada. De esa forma, sólo puedes recibir sorpresas agradables». 

El Millonario: Capítulo 19

 Pero no debería sentir eso. No estaba lista. No era capaz de hacerlo. No estaba bien. Ni mental, ni emocional, ni moralmente... Sintió frío en el cuello cuando Tom se apartó. Pero sus ardientes ojos pardos seguían clavados en ella. Y no había ninguna duda de lo que iba a pasar. Iban a besarse e iba a ser un beso de ésos que te hacen temblar de arriba abajo. Y, aunque en aquel momento lo deseaba más que nada en el mundo, su conciencia y su memoria le dieron razones para apartarse.


-Pedro.


-Sí, Paula. Dime lo que quieres.


-Quiero... que esperes.


Lo empujó un poco hacia atrás. Un poco, sin ganas. Pero fue suficiente como para romper aquel extraño hechizo.


-¿Qué ocurre? -preguntó él, mirándola a los ojos de tal forma que casi se le olvidó lo que iba a decir. Casi.


Pero el peor error que podía cometer era romper una vieja costumbre creando una nueva.


-Pedro, no puedo. No puedo, de verdad.


-¿Por qué?


-Porque... estoy casada. 


Pedro soltó una carcajada. No era exactamente la reacción que ninguno de los dos habría esperado ante el anuncio, pero era eso o liarse a patadas con el banco.


-¿Has dicho que estás casada?


Paula asintió con la cabeza, un mechón de pelo rubio cayendo sobre su frente.


-No es una broma.


Pedro sabía que no era una broma. No era por eso por lo que se habíareído. Lo había hecho porque la situación le parecía increíblemente irónica. Allí estaba, dispuesto a dar el primer paso, a olvidarse de las precauciones, a olvidar su modus operandi con las mujeres, y, de repente, Paula decía... eso.


-¿Y dónde está tu marido?


-Fernando sigue viviendo en Melbourne.


Fernando. Fernando seguía viviendo en Melbourne. Cuando la miró, se dio cuenta de que estaba temblando. Violentamente. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no tomarla entre sus brazos. ¿Por qué estaba temblando? ¿Y por qué sentía él aquel deseo de abrazarla? Siempre le habían gustado las mujeres fuertes, seguras de sí mismas. Incluso las que daban el primer paso y nunca derramaban una lágrima cuando llegaba el momento de decirse adiós. Nunca le habían gustado las mujeres frágiles, caóticas, las cabezotas que podían vivir seis meses sin un sofá porque eran artistas y excéntricas.


-Tu marido está en Melbourne -repitió-. Y supongo que ha estado allí todo este tiempo.


-Sí.


-¿Por qué? ¿El de ustedes es un... matrimonio abierto, de ésos de los que hablan ahora? ¿Él tiene a su amante en Melbourne mientras tú te los buscas en la playa?


Paula apretó los dientes.


-Mi marido tiene una sola amante en Melbourne. Que yo sepa. 

El Millonario: Capítulo 18

 -Dicen que las inversiones inmobiliarias son las más inteligentes. Si algo le pasará a la casa, siempre podrías poner una tienda de campaña en la parcela.


El corazón de Paula se encogió de forma inesperada al pensar que algo pudiera ocurrirle a Belvedere.


-Arriba, en mi cuarto, hay un trozo de papel pintado que está a punto de desprenderse. Muchas veces he pensado tirar de él, pero... no sé, me da miedo ver lo que hay debajo. Me da miedo que sea una viga maestra y la casa se caiga a pedazos.


Pedro soltó una carcajada. Luego, percatándose de que lo decía en serio, miró el suelo de madera, que necesitaba reparación, y la escayola del techo, que se caía a pedazos. Ella siguió la dirección de su mirada hasta el estudio, que podían ver desde allí... el trapo tirado en el suelo, las manchas de pintura en la madera, la falta de muebles. Podría meter todas sus posesiones en el jeep y marcharse... y no habría prueba alguna de que hubiese vivido allí alguna vez.Eso fue como un puñetazo en el estómago. ¿Por qué había imaginado que estaba haciendo lo correcto viviendo de esa manera? ¿Para demostrarle a la gente que podía hacerlo, que podía estar sola? Pensó entonces en la nevera llena de queso y frutas exóticas y se sintió más orgullosa de esa decisión que de la mayoría de las que había tomado durante los últimos seis meses.


-¿Qué te parece? ¿Qué debo hacer?


-A mí me parece que está bien como está.


-Pero si está hecha un desastre. Con esa recomendación, no me extraña que te echaran del negocio de las reformas.


-No es un desastre, Paula. Es única y encantadora. No hay que hacer grandes reformas, sólo algunos toques aquí y allá.


-¿Tú crees?


-Estoy seguro. Con un poco de cariño, esta casa podría convertirse en un sitio maravilloso.


Lo decía de una manera... casi como si estuviera hablando de ella, no de la casa.  Paula tragó saliva. Iba a seguir hablando pero, de repente, Tom se levantó y estiró los brazos.


-En fin, se ha hecho de noche. Será mejor que me vaya.


Tenía razón. Mientras hablaban, el sol se había puesto y sólo la luz de la luna iluminaba el porche.


-Gracias por la cerveza.


-De nada -sonrió Paula, levantándose.


Iba a decirle adiós, pero no podía hacerlo. Apenas podía sentir sus pies, mucho menos pedirle que se movieran. Lo que sentía por dentro era demasiado complejo. No sabía lo que Pedro quería de ella y mucho menos lo que ella quería de él... Pero fue Pedro el que se rindió. Dió un paso hacia ella y se inclinó un poco para mirarla a los ojos. Luego levantó una mano para acariciar su mejilla y, de repente, Puala se dió cuenta de que no podía respirar. Más para conservar el equilibrio que para invitarlo a nada, ella levantó una mano para ponerla sobre su torso. Sintió un temblor dentro de su pecho y sólo entonces reconoció la profundidad de la atracción que sentía por él. Había aparecido sin que se diera cuenta, sin que ella quisiera. Pero allí estaba.


-Nadie debería oler tan bien, Paula Chaves -murmuró Pedro.


Luego inclinó la cabeza y Paula temió y deseó que fuera a besarla... pero él cambió de dirección en el último momento y enterró la cara en su cuello para respirar el aroma de su colonia.


-Tenías razón sobre el chico martini. Me siento completamente impotente ante un buen perfume.


-¿Ah, sí?


-Sí.


-Siempre lo he llevado para... ocultar el olor de la pintura y el aguarrás. Y por muchas duchas que me dé o por muchas veces que me lave las manos, no se va.


-Una razón más para que me guste tanto ese cuadro tuyo.


Paula sonrió. No sólo con los labios, sino con los ojos, con todo el cuerpo. Sentía que se abría, como una flor, que algo en ella despertaba a la vida. 

El Millonario: Capítulo 17

 -Un chico martini es alguien a quien le gustan las cosas buenas de la

vida.


-¿No le gustan a todo el mundo? 


-Si, bueno, me refiero al buen vino, la langosta, el caviar... nada de patatas fritas en una bolsa. Además, como te gusta tanto El gran azul, ya ha quedado claro que te interesa el arte.


Pedro la miró de arriba abajo. Y, por el calor de su mirada, quedaba bien claro qué estaba apreciando en aquel momento. Pero cuando la miró a los ojos, su mirada era burlona.


-No, a mí me gustan las patatas fritas.


Paula soltó una carcajada.


-¿En serio?


-Y hace mucho tiempo que no pruebo la langosta.


-Bueno, ¿Y qué vas a hacer ahora que tu amable jefa te ha dado el fin de semana libre?


-Pescar.


-¿En un barco?


-Quizá. O en el muelle. En esta época del año se pueden pescar calamares desde allí.


-¿Y luego qué?


-Luego... seguiré pescando. Y si pesco algo, y si los peces son suficientemente grandes, los limpiaré, les quitaré las espinas los meteré en una olla y...


-No, quería decir qué más vas a hacer, además de pescar. Este fin de semana hará sol y no tienes que usar la sierra mecánica.


-¿Qué haces tú cuando no estás pintando?


Paula se quedó callada. Porque la verdad era que desde que llegó a Portsea no había hecho prácticamente nada. En Melbourne visitaba las galerías de arte, iba a fiestas, daba entrevistas, impartía clases de dibujo, iba de compras, hacía amigos... Allí, se mordía las uñas, paseaba de forma incesante, tomaba demasiado café e iba a dar una vuelta por el pueblo en su jeep porque no tenía otra cosa que hacer.


-Ya hemos dejado claro que yo no soy un chico martini -insistió Pedro-. Y supongo que tu vida aquí es muy diferente de la que llevabas en Melbourne.


-Sí, bueno, claro que es diferente. Es la primera vez que vivo sola. 


-¿En serio?


-Sí. Mi padre nos dejó cuando yo tenía dieciséis años y yo, en plena angustia adolescente, me fui a vivir con la familia de mi novio de entonces. Como te puedes imaginar, eso duró quince días. Pero siempre he vivido con alguien desde entonces.


-Y ahora eres libre para hacer lo que te dé la gana. No tienes que darle explicaciones a nadie.


-No.


-Este sitio tiene sus ventajas, ¿No crees?


-Sí, es verdad. Pero echo de menos... no sé, la sensación de que no hay suficientes horas en el día. El tiempo aquí es como un horizonte interminable.


-Ah, ese futuro por escribir -sonrió él.


-A mí me pone nerviosa.


-A mí me hace sentir cómodo. En la vida, nada sale como uno espera. Nunca. Así que he aprendido a no esperar nada. De esa forma, sólo puedes recibir sorpresas agradables.


-¿Y eso te funciona?


-Me funciona. Aunque la verdad, al principio, echaba de menos tener compañía constante.


-Yo no me puedo quejar -suspiró Paula-. Tengo a mis amigas al menos una vez por semana, tengo a Smiley... y al chico que me trae las provisiones desde Rye... aunque el pobre no es capaz de decir dos palabras seguidas. Y ahora... en fin, te tengo a tí.


Pedro la miró entonces, un poco sorprendido. Paula sabía que ésa sería su reacción, pero lo había dicho de todas formas. Quizá era el efecto de la cerveza. Se había acostumbrado a tenerlo cerca y una semana más tarde desaparecería para siempre. Quizá podrían... ¿Qué? ¿Ser amigos? ¿Ir de pesca juntos? Una vez él dijo que podían ir a jugar a los bolos.


-Me parece muy bien que cuentes conmigo.


Paula carraspeó, nerviosa.


-Bueno, señor manitas, tengo una pregunta para tí: ¿He cometido el error más grande de mi vida comprando esta casa? 

martes, 22 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 16

 Había esperado dormir bien así. Pero, por el momento, el asunto no estaba funcionando. Quizá si compraba un estéreo y ponía algo de música...


-Ah, qué fresca -murmuró él, después de tomar un trago de cerveza.


Paula también tomó un trago.


-Sí, está bien.


-Tus amigas son un grupo muy interesante.


-Espero que no te molestasen.


-¿A mí? No, fueron muy amables.


-¿Ellas, amables? Nunca. La amabilidad es sólo una máscara para la gente que no se atreve a decir las cosas a la cara, y mis amigas lo dicen todo... hasta lo que no deberían decir.

 

Pedro parpadeó. Y Paula pensó entonces en lo amables que habían sido el uno con el otro desde ese día. Recordaba los «gracias», los «buenos días», los «hasta mañana, Paula», «hasta mañana, Pedro».


-Me parece que a la pelirroja no le gusté nada. ¿Por qué? ¿Algún día la adelanté en la carretera o algo así?


-Lo dudo. Aunque Florencia es ferozmente protectora con todas nosotras... Por eso debiste de pensar que no le gustabas. Al fin y al cabo, habías invadido el sancta santorum de las mujeres. No te lo tomes como algo personal.


-Muy bien. Me gustó conocer a Brenda Caruthers. No sabía que viviera aquí.


-Brenda es la razón por la que compré esta casa.


-¿Ella te ayudó a encontrarla?


-No. Este enorme elefante blanco fue cosa mía. Hace dos años decidí comprar una casa de verano en Portsea porque... en fin, era una reacción por algo que estaba pasando en casa. Ésta fue la primera que me ofrecieron y la compré sin verla.


-¿Siempre eres tan espontánea?


Paula se encogió de hombros.


-Tengo mis momentos. Curiosamente, comprar esta casa y venirme a vivir aquí fueron dos de los más sorprendentes.


-Ya. Esperaba que fueras una persona de carácter impetuoso. 


¿Esperaba? Debía haber querido decir «imaginaba».


-Hablame de Laura -dijo Pedro entonces.


-¿De Laura? Es tremenda, ¿Verdad? Pero es demasiado joven para tí.


-Oye, que yo no... ¿Y qué edad crees que tengo?


Paula inclinó a un lado la cabeza, examinándolo en silencio.


-No sé... si digo que unos cuarenta seguramente me tirarás la cerveza a la cara -contestó por fin-. Y si digo que tienes veintinueve, como yo, te echarás a mis pies. Así que, entre una y otra edad.


-Has acertado. Pero no tengas miedo, Paula, nunca te tiraría una cerveza a la cara. Tengo demasiada sed.


-¿He elegido una buena?


-Es estupenda -contestó él, moviendo la botella.


-¿De verdad?


-De verdad. Es buenísima.


-Ah... estoy empezando a preguntarme si debajo de ese aspecto de hombre tranquilo bebedor de cerveza no se esconderá un chico martini.


En realidad, le gustaba la idea de que Pedro fuese un bebedor de cerveza y no de martini o de vodka. Le daba una cualidad más... real, más masculina incluso. Especialmente ya que, por primera vez desde que llegó a Port-sea, disfrutaba tomando una cerveza como lo haría cualquier otra chica de su edad.


-¿Se puede saber qué es un chico martini?


-Un nombre que lleva vaqueros Diesel y unos mocasines de doscientos dólares para desbrozar el jardín -sonrió Paula, señalando sus zapatos.


Por un momento, le pareció que Pedro se ponía colorado. Pero ella sabía mejor que nadie que la ropa no hacía a un hombre. Un tipo con un estupendo traje de chaqueta de Armani podía ser el mayor villano del planeta. Y con el dinero que ella ganaba vendiendo un solo retrato, podía comprar accesorios de Salvatore Ferra-gamo, los más caros del mundo. Pero eso no significaba nada. Eso no decía nada de una persona.


El Millonario: Capítulo 15

 -¿Por qué crees que me ha costado tanto encontrar a alguien que quite la maleza? -preguntó ella, pasándose una mano por el cuello.


-¿Te encuentras bien?


-¿Eh?


-Que si te encuentras bien. Parece que te duele el cuello.


-¿Qué pasa con mi cuello?


Pedro soltó una carcajada. Nunca encontraría valor para pedirle que saliera a cenar con él. Nunca había conocido a nadie tan difícil.


-No has dejado de tocarte el cuello desde que entraste.


-Sí, bueno, no pasa nada, estoy bien.


-Ya -sonrió él. Ni bajo tortura le diría que le dolía algo-. En fin, había venido para decirte que me marcho.


-Muy bien -dijo Paula, pensativa-. O podrías quedarte a tomar una cerveza.


Quizá porque quería saber si lo de la cerveza era de verdad, ya que no le habría sorprendido nada que no tuviese ni leche en la nevera, o quizá porque la idea de tomar una cerveza fría era muy apetitosa con aquel calor, Pedro aceptó.


-¿Por qué no sales al porche? Allí hace más fresco. Yo voy enseguida.


-Muy bien.


Paula fue a la cocina para sacar una cerveza de la nevera... y para meter la cabeza un rato y disfrutar del fresco. Encontró la cerveza escondida entre un montón de cosas que había comprado el día anterior, cuando recibió una carta del banco diciendo que había llegado una transferencia por los derechos de propiedad intelectual de un calendario británico que había publicado un par de retratos suyos. El dinero era suficiente para pagar el recibo de la hipoteca, de modo que debería haberlo enviado directamente a esa cuenta para estar tranquila ese mes. Pero ¿De qué valdría otro mes igual? De la charla que había tenido con sus amigas el día anterior, uno de los comentarios de Florencia se le había quedado grabado: debía conectar consigo misma. Y el dinero de ese calendario era una señal; había llegado el momento de dejar de esperar. Había llegado el momento de romper con las viejas costumbres.  Era como Laura y sus cigarrillos, como Florencia y sus gustos exquisitos con la comida. Como Brenda y la multitud de texturas que solía ponerse cada día. Esas cosas las ayudaban a ser las artistas y las personas que eran. Laura dibujaba comics, Florencia pintaba bodegones y Brenda era profesora de Arte. Y ninguna de ellas estaba cerrada a nada que la vida pudiera ofrecer. Ella, sin embargo, a sus veintinueve años jamás había probado una cerveza. Moviéndose en círculos artísticos, solía tomar vino o, por las noches, vodka. Si iba a empezar a dejar atrás viejas costumbres, debería probar la cerveza, se dijo. Además, beber con alguien siempre era más divertido. De modo que tomó un par de botellas. Pero antes de salir al porche miró a Pedro desde la ventana de la cocina. Estaba sentado en el banco, con un pie sobre la barandilla, masculino, magnífico, pausado. Curiosamente, a ella siempre le habían gustado los hombres elegantes, con traje de chaqueta. Hombres como su padre, un ejecutivo que viajaba mucho y que, un día, sencillamente, no volvió a casa. Pero eso no había evitado que cayera en brazos de hombres como él durante toda su vida. Hombres que decían las cosas que ella quería oír y que luego, al final, la defraudaban. De todas sus malas costumbres, ésa era la que más decidida estaba a romper. Paula tomó las cervezas con una mano y una bolsa de patatas fritas con la otra y salió al porche, decidida.


-Aquí estoy -anunció.


Pedro se volvió con una sonrisa en los labios que ella sintió en el bajo vientre. Pero no era por eso por lo que lo había invitado a quedarse. No, no podía ser por eso. Necesitaba un compañero para tomar una cerveza y él... él había estado trabajando mucho. Tomó su cerveza, sus dedos rozando los suyos al hacerlo, y a Paula se le doblaron las rodillas. Nerviosa, dejó su botella sobre una mesita que había encontrado en el porche cuando compró la casa y abrió la bolsa de patatas. En realidad, todo lo que había allí era «encontrado». Todo salvo la cama, que había comprado en Melbourne, enorme y ridículamente lujosa, con sábanas de algodón egipcio. 

El Millonario: Capítulo 14

 -Hola, soy Laura Klein.


-Pedro Alfonso, encantando de conocerte.


-Perdona, no los he presentado -se disculpó Paula.


Después de hacer las presentaciones, las tres mujeres lo miraron aún con más interés.


-¿Quieres comer con nosotras? -preguntó Florencia.


-No, sólo iba a parar cinco minutos. Hay mucho trabajo que hacer. Voy a sacar la pasta de la nevera y luego seguiré con lo mío. Pero gracias.


-Como quieras.


-Encantado de conoceros.


-Lo mismo digo -sonrió Laura, coqueta.


Tres horas después, Pedro oyó risas en la parte delantera de la casa.


-Dale un beso a las niñas de mi parte -oyó que decía Paula.


-Claro que sí -contestó Florencia.


-Y acuérdate, tienes que averiguar si tu nuevo amigo es un manitas en todo -oyó que decía Laura, la más joven.


Pedro se mordió los labios para no soltar una carcajada.


-Venga, chicas -las llamó Brenda-. Nos espera muestro carruaje.


Unos minutos después, Paula se dió la vuelta y... se encontró de cara con él. Pareció que iba a acercarse, pero no lo hizo, como si algo la detuviera. Pedro la saludó con la mano y ella hizo un gesto con la cabeza antes de volver a la casa. Y durante el resto de la tarde, Pedro tuvo que recordarse a sí mismo que estaba allí para trabajar, no para tomar café y charlar con la dueña de la casa. Aunque le gustaría saber si él era la razón por la que Paula Chaves se había puesto colorada. 





El viernes, a las ocho, Paula no estaba en su sitio de siempre, delante del cuadro. Pedro se acercó al pie de la escalera, pero no se atrevió a subir. No sabía lo que había arriba. ¿Enormes dormitorios de techos altos o cuartos diminutos necesitados de renovación? Quizá algún día Paula le dejaría verlo. Quizá habría un ático fabuloso... Pedro miró hacia arriba, pero todo estaba a oscuras. No había encontrado la oportunidad de pedirle que cenase con él. Por ahora, lo único que había conseguido era un tonto «a mí me gusta el cuadro». «Bien hecho, Romeo». Se puso a silbar, mirando alrededor. ¿Dónde estaba Paula? Luego miró El gran azul, buscando un paisaje y entonces, de repente, notó que un rostro lo miraba desde la tela. Le dió tal susto, que tuvo que dar un paso atrás. Pero en cuanto parpadeó la imagen había desaparecido. El cuadro, de nuevo, no era nada más que un montón de manchas azules. Volvió a dar un paso atrás, restregándose los ojos con las manos. ¿Estaría empezando a ver visiones? El sonido de unos pasos anunció entonces la llegada de ella.


-Hola.


-Hola, Pedro.


-Oye, ¿Estás segura de que este cuadro es un paisaje?


-No, es un bodegón de manzanas azules.


-Ah, qué graciosa. La cosa es... no sé, me ha parecido ver un rostro ahí.


-Un rostro -repitió ella.


-Sí, una cara. O a lo mejor me estoy volviendo loco en tu maldito jardín, no sé. 

El Millonario: Capítulo 13

 -¡Pinta eso! -exclamó Laura, señalando el jardín.


-Oh, no. 


Antes de que Paula pudiera evitarlo, las tres mujeres estaban en el porche.


-¡Eso sí que es nuevo! -exclamó Brenda.


Pedro estaba manejando la sierra mecánica con las piernas separadas. Los vaqueros abrazando sus poderosos muslos, el pelo oscuro despeinado y los brazos cubiertos de sudor... Laura suspiró elocuentemente y Paula tuvo que admitir que era una imagen gloriosamente masculina.


-Es Pedro Alfonso. ¿Qué hace aquí? -preguntó Florencia.


-Está cortando toda esa maleza para que esta casa parezca una casa de verdad.


-Eso podrías haberlo hecho tú.


-¿Yo? ¿Me imaginan a mí con una sierra eléctrica? Pero si no sé cómo usar el horno...


-Paula, pensé que estábamos de acuerdo en que debías reencontrarte contigo misma y con tu arte -la regañó Florencia-. No encontrándote con un... cachas.


«¡Pero si no me concentro en nada!», habría querido gritar Paula. «Me siento tan desconectada de todo, de mi vida, de mi casa».


-Así que está cachas, ¿Eh, Florencia? -rió Laura-. ¿Qué sabes de él, Pau?


-Lo que yo sé -la interrumpió Florencia- es que el verano pasado salió con esa americana divorciada que le contaba a todo el mundo que había conseguido la casa Mornington en el divorcio y estaba desando venderla para volver a California.


-Bueno, pues muy bien, salió con una mujer y el asunto no salió bien - suspiró Laura-. Eso nos ha pasado a todos. Además, la mayoría de la gente que vive aquí está divorciada. Pau, por ejemplo.


-Y al menos ella no tiene intención de vender la casa y volver a Melbourne cuando Fernando firme los papeles -añadió Florencia.


Paula no dijo nada. Estaban de muy buen humor y pensó que si les contaba la verdad sobre su situación económica sería muy desagradable. Aquel día sólo quería tomar una copa de vino, comer algo y reírse un poco. Estaba demasiado cansada para otra cosa. 


-Bueno, pues ahora que sabemos que Pedro es soltero, ¿Quién se atreve a decir que Paula no se merece un romance?


-¡Laura! -exclamó Florencia.


-Estoy segura de que Paula lleva un siglo sin... bueno, ya saben. ¿Has conocido a alguien en todo este tiempo, Pau?


La respuesta era conocida para las tres. Ella nunca había tenido aventuras. Había sido una buena hija, una buena novia y una buena esposa. Y había sufrido decepciones en todos los campos. Y hasta que alguien pudiera prometerle que un romance acabaría bien, pensaba seguir como estaba.


-Estoy aquí para trabajar, señoras. No para divertirme.


-Pero él está aquí, deberías aprovechar...


-No debería aprovechar nada. Final de la discusión -la interrumpió Paula-. Bueno, a ver, vamos a hablar de otra cosa. ¿En qué estamos trabajando esta semana?




Pedro apagó la sierra. El sol primaveral golpeaba su espada y le dolía todos los músculos del cuerpo, incluso algunos que no había sentido nunca. Sudaba tanto, que deseaba haber limpiado el camino para bajar a la playa y darse un chapuzón. Pero, a pesar de las ramas que había entre él y el mar, se sentía bien. Contento consigo mismo. Y hambriento. Le sorprendía que Paula no hubiera bajado a llevarle un sandwich o un café. O con alguna excusa para charlar. ¿Qué estaría haciendo? A lo mejor las musas habían acudido en su ayuda y estaba trabajando en el cuadro, pensó, mientras subía los escalones de dos en dos.


-¡Paula, tengo fetuccini en la nevera! ¡Prepárate para...!


No terminó la frase al ver que había cuatro mujeres en el estudio. Cuatro mujeres y todas mirándolo.


-Buenas tardes, señoras -las saludó, un poco cortado.


-Hola, Pedro. ¿Qué hora es? ¿No me digas que ya es la hora de comer?


-Eso me dice el estómago.


Una especie de mujer fatal con coletas y botas militares se acercó a él entonces. 

jueves, 17 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 12

 -Porque soy un simple manitas... para ella.


-¿Le has contado lo que solías hacer antes?


-Sí, bueno, le he dicho que me dedicaba a la restauración de edificios antiguos, pero no hemos entrado en profundidades.


Pedro nunca había escondido el hecho de que tuviera dinero. Todos los que lo conocían lo sabían perfectamente y les parecía una broma que viviera como lo hacía. Pero tampoco iba por la calle con un megáfono, anunciándolo a los cuatro vientos.


-Estoy seguro de que con la pequeña Paula Chaves, el gran presidente, el famoso ejecutivo de la restauración está deseando salir a la superficie.


-No es pequeña, es más alta que tú. Además, sólo estoy haciendo un trabajo para ella, nada más.


Ariel le dió una palmadita en la espalda. Él sabía mejor que nadie que la razón por la que había convertido Restauración Alfonso en un éxito fenomenal era ganar dinero para pagar el mejor tratamiento médico para Melina.


-Y cuando termine el trabajo, Paula sólo será otra cara más.


Pero si Ariel supiera que el precio por hacer ese trabajo era un cuadro lleno de manchurrones azules, se reiría hasta que la cerveza se le saliera por la nariz.




A la mañana siguiente, un estruendo en la entrada señaló la llegada de Florencia, Laura y Brenda, las chicas del miércoles. Irritado por el ruido, Smiley entró en la casa y buscó refugio en la parte de atrás. Sandra, la más joven del grupo, llevaba coletas y botas militares.


-Buenos días. Sentimos llegar tarde, pero la culpa es de Florencia.


Florencia, una madre soltera con dos gemelas, entró después. Era pelirroja, de pelo corto. Y llevaba en la mano una cesta llena de comida.


-¡Léelo o no lo leas, me da igual! -estaba gritando a Brenda-. Siempre estás hablando de la dominación masculina en la creación de la religión moderna, y este libro dice exactamente lo mismo.


Florencia, que llevaba en la mano una copia de El código Da Vinci, señalaba a Brenda, la antigua profesora de arte de Paula, patrona del grupo y la mayor de todas. Aunque con el pelo rubio platino y los vestidos de colores siempre había parecido una persona sin edad definida. Brenda sonrió, tan serena como siempre. 


-Ah, veo que estás trabajando, cariño. No está saliendo nada mal, ¿No?


Paula no estaba de acuerdo.


-¿Vino para todo el mundo?


-Sí, por favor -contestó Florencia.


-Yo también -dijo Laura, encendiendo un cigarrillo-. ¿Qué es? - preguntó luego, señalando el cuadro.


-No tengo ni idea -contestó Paula-. Pero ahora por lo menos tiene un nombre: El gran azul. Y, por favor, fuma fuera.


-Bueno, está bien -suspiró Laura, saliendo al porche-. Pero somos unos apestados, no hay derecho.


-¿Tú recuerdas cuando éramos tan jóvenes? -suspiró Paula.


-Yo nunca he sido tan joven -contestó Brenda.


-Bueno, ¿en qué estás trabajando exactamente? -preguntó Florencia, saliendo de la cocina con varias copas de vino.


-En eso -contestó, Paula, señalando el cuadro.


-Ah, ya. Pero es un paisaje.


-Es un paisaje, sí. Estoy probando algo nuevo.


-¿Y tú crees que es buena idea?


Brenda debió de fulminar a Florencia con la mirada, porque su amiga se puso colorada.


-¿Qué pasa? Que tú disfrutes siendo una artista torturada no significa que otras personas no puedan contentarse ganando dinero con la pintura. Que Paula pinte paisajes sería como... como si un autor de libros infantiles de repente decidiera escribir novela erótica. Es muy arriesgado.


-Me parece que no tengo elección -suspiró Paula-. No me sale ningún retrato.


Sabía que Florencia no la entendería porque para su amiga el arte siempre había sido un trabajo de nueve a cinco. Para Brenda y para ella no. Ellas creían en algo mágico. En el arte como una forma de expresarse, de expresar los sentimientos, buenos o malos. Y por eso era tan horrible cuando una se bloqueaba.


El Millonario: Capítulo 11

 -¿Qué tal con Lady Chaves? ¿Cómo es, una reclusa o una mujer sofisticada como dicen las hermanas Barclay? ¿Necesitas la sierra mecánica para el trabajo o es que no te fías de ella?


-Nada de eso. Es una chica muy simpática.


-¿Una chica muy simpática? ¿No me digas que te gusta?


Pedro estuvo a punto de negarlo, pero eso, con Ariel, no tendría sentido. El pobre vivía en una casa llena de mujeres. Incluso las mascotas de las niñas eran hembras.


-Pues sí. Mi jefa es una señora muy interesante.


-No me digas que está buena.


-Pues sí, lo está. Además, es... especial.


-Ya veo.


-Le he hablado de Melina -dijo Pedro entonces.


-¿Y eso? -preguntó su primo, sorprendido.


-No lo sé.


-¿Te recuerda a Melina?


-No, no. Es muy elegante... parece una bailarina y Melina era un chicazo. Pero Paula es pintora, y ya sabes que a Melina le encantaba el arte. A lo mejor es por eso por lo que la mencioné. Aunque no sabes qué lengua tiene. Y puede ser muy sarcástica. A Melina le habría encantado, desde luego.


Pedro seguía echando de menos a su hermana todos los días. Y seguramente seguiría siendo así durante el resto de su vida.


-¿Cómo se llama de nombre? -preguntó Ariel.


-Paula.


De repente, Ariel se dió la vuelta y empezó a teclear furiosamente.


-¿Qué haces?


-Buscarla en Google.


-Oye, no deberías...


-Mira, según Google, Paula Chaves es una chica de trece años que hace surf en Canberra o un jinete irlandés de noventa y cuatro años. Podría añadir sarcástica e interesante como datos para la búsqueda, pero no creo que eso diera resultado.


-¿Puedo? -preguntó Pedro, señalando su silla. 


-Sí, claro. Esto es muy divertido.


-¿Ah, sí? Tienes que salir más.


-Dímelo a mí.


Pedro añadió «Pintora de Melbourne» en la barra de búsqueda y enseguida la encontró. Había fotografías suyas de cuando era una adolescente, sonriendo a la cámara mientras mostraba un premio... ¿El premio Archibald? Asintió con la cabeza. No había duda, era ella. La sonrisa de oreja a oreja era algo que no había visto todavía, pero era Paula.


-El premio Archibald es muy importante, ¿No? -preguntó Ariel.


-El más importante de Australia -contestó Pedro.


Luego siguió buscando y encontró fotografías de ella vestida con vaqueros y camiseta, con manchas de pintura en la cara mientras daba clases a unos niños. De nuevo, estaba sonriendo de oreja a oreja.


-¿De qué estás hablando? ¿Interesante? Es guapísima.


Guapísima. Ésa era la palabra que había estado buscando. Nada de «está buena». Paula Chaves era guapísima.


Pedro siguió buscando fotografías y encontró varias de una exposición en Armadale. La galería en la que había expuesto sus cuadros los vendió todos por un precio astronómico. Llevaba un corte de pelo muy elegante, por encima de la barbilla. Y un traje negro que la hacía parecer aún más alta y más delgada, pero con más curvas que ahora. En esas fotografías, sin embargo, no estaba sonriendo. Sus ojos parecían tristes. El brillo que los hacía parecer casi azules había desaparecido del todo. En algunas de las fotografías aparecía con un hombre de pelo cano... escuchándolo atentamente o poniendo una mano sobre su brazo. Y eso hizo que apagase el ordenador.


-¿Qué haces? -exclamó su primo. 


-Ya está bien. Ya has visto cómo es y ya sabes a lo que se dedica.


-Y ahora sé por qué te tiene tan nervioso -rió Ariel-. La famosa pintora te trata como si fueras un simple manitas de pueblo, ¿Eh?


Pedro se pasó una mano por la cara. 

El Millonario: Capítulo 10

 -Una vez alguien me dijo que no hay nada como una fecha tope para encontrar la inspiración.


Paula sonrió y volvió a la casa canturreando la canción que sonaba en el estéreo.


-No sé por qué le das tantas vueltas. Es genial.


Paula parpadeó de nuevo al ver que Pedro se dirigía hacia ella con una taza de café en la mano.


-¿Perdona?


-El gran azul. Yo creo que el cuadro va estupendamente. De verdad me gusta... sí, éste va a quedar muy bien en la pared de mi cuarto de baño.


Paula rió y tosió a la vez.


-Si de verdad piensas poner mi cuadro en el baño de tu casa, Pedro Alfonso, no hay trato.


-Muy bien, de acuerdo. Aunque allí lo disfrutaría más gente que en cualquier otro sitio de la casa.


-En realidad, me alegro de que mi agente no vaya a ver éste.


-¿Tienes un agente?


-¿No sabías que tengo talento? -bromeó ella.


-Perdón, perdón. Claro que sí. Pero es que vienen pintores aquí todo el tiempo... En verano pintan la playa, el puerto... ya sabes. Pero no son profesionales -sonrió Pedro-. O sea, que has vendido cuadros.


-Sí, claro -contestó Paula, jugando con la brocha como había hecho el primer día, como si fuera un bastón de majorette.


-Tienes que enseñarme a hacer eso.


-Es fácil.


-No creas, para mí es físicamente imposible. No puedo mover los dedos tan rápido.


-Tonterías -dijo ella, colocando la brocha entre sus dedos-. Sólo tienes que girarla así... ¿Ves?


Después de girarla, lanzó la brocha al aire y la atrapó por la espalda.


-¡Pero bueno...! Veo que muchas horas libres producen formas de arte que no tienen nada que ver con la pintura.


-Desde luego -rió Paula. 


-Bueno, me voy. Ya he terminado por hoy.


-Hasta mañana.


-Y no discutas, pero mañana invito yo a comer.


-¿Quién está discutiendo?


Cuando Pedro salió del estudio, Paula respiró profundamente. No se había percatado de que, desde que él entró, no había respirado del todo. Pero ni su taza vacía de café ni la brocha eran la razón por la que pensaba en él cuando se iba a dormir. 




Pedro iba girando las llaves entre los dedos mientras se acercaba a la puerta de su casa. Y luego se dió una vueltecita que habría hecho morirse de envidia al mismísimo John Travolta. Una vez dentro, tiró las llaves en una bandeja de madera sobre la antigua mesa del pasillo e, inmediatamente, pensó en el banco de madera que hacía de mesa en la cocina de Paula. Paula. Una mujer muy interesante. Lista, rápida. Profunda como un pozo. Y divertida. Lo último que habría esperado de ella era que fuese divertida. Entró en el salón, con su sofá de cuero oscuro, las mesas de caoba, los brillantes suelos de madera y su colección de arte. Muy diferente del estudio de ella, sí. Ya no vivía en una exclusiva zona de Sidney y ahora trabajaba como manitas en lugar de ser el presidente de una multimillonaria empresa de restauración, pero eso no significaba que no pudiera rodearse de cosas hermosas.


-Buenas noches.


La sombra de un hombre en su estudio, delante del ordenador, hizo que Pedro diera un salto.


-¡Ariel! Qué susto me has dado, idiota.


-Lo siento. Ya sabes cómo es esto. Se nos ha caído Internet y necesitaba hacer un pedido. Espero que no te importe.


-Claro que no. ¿Quieres una cerveza?


-No, gracias.


-¿Por qué no has ido a tu casa a hacer el pedido?


-Porque Romina está estudiando música y ahora le ha dado por aprender a  tocar... la trompeta.


Pedro soltó una carcajada. Estaba seguro de que aquel pedido no era tan urgente. 

El Millonario: Capítulo 9

 -Hola -la saludó él entonces.


-Hola. Había oído música...


-Espero que no esté muy alta.


-No, no, está bien. Me encanta esa canción. No la había oído desde que era una cría.


Pedro subió el volumen del estéreo.


-Me alegra que te guste.


-Yo antes siempre trabajaba con música -le contó Paula. Aunque, normalmente, era música clásica-. A veces me ponía una pieza y la oía durante semanas sin parar mientras pintaba algún cuadro. Volvía loco a todo el mundo.


-Puedo prestarte este CD, si te gusta.


-Sí, bueno, la verdad es que ahora mismo necesito toda la ayuda que pueda -sonrió Paula. Y era una canción muy bonita, evocadora.


-¿Tienes un iPod?


Ella negó con la cabeza. Lo había tenido una vez. Y debería habérselo llevado, pero... tenía tanta prisa, tanta rabia la noche que se fue de Melbourne. En lo único que pensaba era en marcharse. Quizá la idea de comprar un estéreo no estaría mal. Podría comprar uno barato.


-¿Por qué necesitas ayuda? -preguntó Pedro.


-Porque no me sale lo que busco... en fin, la verdad es que me resulta increíble haber dicho eso en voz alta. No suelo contarle a la gente que estoy bloqueada.


-¿Por qué no? Todo el mundo tiene derecho a pasar por un mal momento.


-Ya, pero una vez que lo has dicho, ya no puedes volver atrás. Es como si dijera que mi pintura es mala... sería como hacerlo realidad.


-Pues a mí me gusta.


-¿Mi cuadro? No te creo.


-Claro que me gusta. El azul es mi color favorito. Pero no sé qué estás pintando.


Paula dejó escapar un suspiro. 


-Es el último intento de una larga lista de... manchas azules. Y como te gusta tanto el azul, si lo quieres, es para tí.


-Muy bien. Pero sólo si acordamos que puedo quedarme con El gran azul a cambio de desbrozar esta jungla.


Paula abrió la boca para discutir, para preguntar cómo iba a sobrevivir dos semanas si le pagaba con un cuadro, pero el diablillo que tenía sobre el hombro le gritaba que aceptase el acuerdo. Tenía muy poco dinero, aunque no quisiera admitirlo. Pero el ángel que tenía sobre el otro hombro le recordaba que eso no estaba nada bien.


-O el cuadro o el dinero. No aceptaré las dos cosas -insistió Pedro.


-Muy bien, de acuerdo.


-Pero aún no está terminado, ¿No?


-¿Cómo lo sabes?


-No te pasarías tanto tiempo mirándolo si estuviera terminado.


Paula se encogió de hombros.


-Sí, bueno.


-Yo tengo dos semanas para recortar toda esta maleza, así que tú tienes dos semanas para terminar el cuadro.


-¿Dos semanas? Al paso que voy, creo que tardaré más bien dos años.


-Y si sigues tomando tanto café, podrían ser cuatro. Tienes que dormir un poco, Paula. Además, yo seguiré aquí dentro de dos años. Si eso es lo que tardas en acabar el cuadro, tendré que esperar...


Paula parpadeó. Imaginar dónde estaría en dos semanas ya era difícil, pero ¿Dos años? Dos años atrás ella vivía en otro planeta, era otra persona. Dos años atrás era la pintora más famosa de Melbourne y vendía más que ningún otro artista australiano. Además, estaba felizmente casada... o eso había pensado. Con un suspiro que no era precisamente de contento, se volvió para dirigirse de nuevo hacia la casa.


-¿Vas a buscar alguna distracción? -le preguntó Pedro, con un brillo travieso en los ojos.


-Siempre lo hago. ¿De verdad crees que podría terminar ese cuadro en dos semanas? 

martes, 15 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 8

 -Muy bien. ¿Quieres un café?


-Sí, claro.


-¿Has podido hacer un presupuesto?


Se pusieron de acuerdo en un tiempo, dos semanas, y en un precio que a los dos les pareció conveniente. Pedro notó que Paula abría mucho los ojos... aunque enseguida sacó una chequera del cajón.


-¿Qué tal si dejamos eso para el último día? Yo creo que así las relaciones profesionales funcionan mejor.


-¿Por qué?


-Porque así tú me tratarás como a un amigo que te está echando una mano.


-Si estás seguro de que lo prefieres así...


-Sí, claro. Después de hacer el trabajo, intercambiaremos discretamente un sobre y un apretón de manos antes de salir a cenar o a jugar a los bolos.


Paula volvió a abrir muchos los ojos. ¿Pensaba que estaba intentando ligar con ella? Pedro se preguntó qué diría si la invitase a cenar directamente. Quizá una cena en su casa con otra pareja... Ariel y Carla siempre resultaban divertidos... cuando uno conseguía separarlos de sus cinco hijas. Una cosa peluda rozó sus pies entonces.


-Smiley, venga -lo regañó Paula. Pero Smiley no era tonto. Y podía hacerse el sordo como el mejor-. Lo siento. Podrías intentar darle un empujoncito...


Pero Smiley apoyó la cabeza y las patas delanteras sobre la bota de Pedro, lanzando un suspiro de felicidad.


-Lo siento -volvió a disculparse Paula-. Es que se pasa la mitad del día sobre mis pies. Tiene un aspecto un poco tristón, pero la verdad es quees un cielo de perro.


-No pasa nada.


Quizá invitarla a cenar no sería tan mala idea, pensó. Pero sin carabinas. Con velas, a la luz de la luna. En el porche de su casa. Calamares frescos, carne a la barbacoa... y una cerveza fría. O varias.


Paula se acercó para inclinarse sobre Smiley.


-Quítate de ahí, pesado -intentó animarlo. 


Pedro tragó saliva. Tan cerca, no tenía duda sobre cuál era su perfume. Pero aquella mujer no era para él, pensó luego. Era una chica urbana, sofisticada, escéptica. Lo sabía bien, pero... ojalá sus impulsos fueran igualmente racionales. Pedro se tomó el café de un trago y se acercó luego a la cocina para dejar la taza en el fregadero.


-¿A qué hora quieres comer? -le preguntó Paula.


-Cuando comas tú -contestó él.


Mientras bajaba al jardín, no miró hacia atrás. No hacía falta. Podía sentir los ojos grises clavados en su espalda. El cuadro de Paula no iba a ninguna parte. Y, considerando que se había pasado el día intentando hacer algo, eso era muy deprimente. Cierto, no había pintado un paisaje en años; su talento estaba más bien en los retratos desde la primera vez que pintó uno para su padre, cuando tenía siete años, y hasta que empezó a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Pero cuando llegó a Portsea no podía dejar de recordar ciertas caras que no tenía intención alguna de pintar. De modo que decidió probar algo nuevo, algo seguro: paisajes. Pero, por el momento, todos habían tenido el impacto emocional de una maceta.


Enfadada consigo misma y sin saber qué hacer, salió al porche. Pedro estaba sentado en el suelo, afilando unas tijeras de podar. Tan tranquilo. El ruido de la piedra se mezclaba con el sonido del estéreo que tenía a su lado. Ojalá ella pudiera estar tan tranquila, pensó Paula. Lo había intentado, de verdad. Había salido a cenar con las chicas, hacía tai chi en el trozo de jardín que no parecía una selva. Pero después, lo único que le apetecía era ponerse a gritar para aliviar la tensión. Florencia había sugerido que la culpa la tenía su padre y que la hipnoterapia podría ayudarla. Paula estaba segura de que el problema era que necesitaba las magdalenas de cereza y chocolate blanco que solía comprar en un café al lado de su casa, en Melbourne. Pero allí estaba Pedro, un tipo de Sidney con la parsimonia y la tranquilidad que ella no lograría nunca, ni siquiera después de un millón de años haciendo tai chi. ¿Cómo había logrado esa tranquilidad? Melbourne era una ciudad estresante, pero Sidney lo era diez veces más. A menos, claro, que siempre hubiera sido así, un tipo tranquilo. 

El Millonario: Capítulo 7

 Pedro suspiró. Le dolía la espalda y tenía arañazos en los brazos. Estaba agotado, sucio y cubierto de sudor. En aquel momento cambiaría los misterios del universo por una buena ducha y una cerveza fría. Cuando se acercó, vió que las manchas rojas de antes habían sido borradas. No, no borradas, sino difuminadas en el azul, dándole sombra y profundidad donde antes no la había. Y también se dió cuenta de que Paula estaba canturreando. Tom soltó una risita y el sonido sobresaltó a ella.


-Ah, hola, no te había visto entrar.


-Ya he terminado por hoy. Pero tardaré por lo menos una semana... o dos. Ese jardín es una jungla. Y tenías razón sobre la sierra mecánica. .. ah, también necesitaré una biotrituradora y bolsas para guardar lo que quede.


-Pero yo no tengo nada de eso.


-No te preocupes, mi primo Ariel tiene una ferretería en Rye, así que hablaré con él mañana.


-Me parece muy bien, haz lo que tengas que hacer.


-¿Estás segura?


-Sí, claro. Si quieres que te pague por adelantado...


-¿No quieres esperar a que te dé un presupuesto?


-No, bueno, creo que tengo dinero en casa -Paula se acercó a  la encimera de la cocina, donde tenía el bolso, pero cuando lo abrió se puso colorada-. Ay, no, ayer me gasté lo que me quedaba en pinturas. Pero puedo darte un cheque.


-Me parece bien -Pedro se aclaró la garganta-. Pero no hay prisa. No creo que vayas a escaparte. Sé dónde vives.


Para evitar aquel momento incómodo, Pedro le guiñó un ojo, pero Paula volvió a pestañear, como sorprendida, escondiendo los pies manchados de pintura en la tela gris que cubría el suelo. Entonces vió una imagen de Melina riéndose de él por guiñarle un ojo y por sonreírle como un bobo mientras Lady Chaves lo miraba como si fuera una pelusa. Y Melina tendría razón. El ardiente romance veraniego que había imaginado no iba a tener lugar. Porque Paula olía a Sonia Rykiel. Y él olía a sudor. Ella era una chica de ciudad fingiéndose una chica de campo, y él era un chico de campo intentando fingir que nunca había tenido otra vida.


-¿Mañana a las diez te parece bien?


-A las diez, a las once, yo estaré aquí encadenada a este maldito cuadro -sonrió ella, apartando la mirada enseguida.


-Nos vemos mañana, Paula.


-Hasta mañana.


Pedro se dió la vuelta, salió del estudio, pasó por encima del perro y a través de las ruinas del jardín. Tenía la absurda impresión de que nunca olvidaría detalle alguno de su encuentro con Paula Chaves... por mucho que quisiera. 




A la mañana siguiente, a las diez en punto, Pedro estacionó la camioneta frente a casa. Iba cargado de herramientas que le había prestado Ariel. Como el día anterior, Smiley levantó la cabeza al verlo y, en el interior, Lady Chaves estaba pintando. Por la noche, había logrado convencerse a sí mismo de que la fuerte impresión que había causado en él era debida al olor de la pintura y el aguarrás. Pero al verla de nuevo, tuvo que admitir que, a pesar del evidente insomnio y la falta de muebles, era una mujer absolutamente encantadora. Aquel día llevaba una camiseta de chándal amarilla con capucha y unos chinos marrones, y tenía el pelo sujeto en una coleta. Pero debajo de todo eso estaba la postura de una princesa. Si a eso añadía el delicioso aroma de su colonia... y si bajara la guardia durante más de cinco minutos, sería una mujer de escándalo. Pero cuando miró el cuadro vio las mismas manchas azules que había visto el día anterior. No parecía haber progreso alguno. Él no sabía mucho de pintura, pero sí sabía que tenía que pasar algo, algo más que una fecha tope, para esa falta de inspiración. Aunque Paula era especial. Tenía que serlo. ¿No necesitaba compañía masculina, además de la del perro? ¿Y no necesitaba algo más que café? ¿Y los muebles? ¿No necesitaba muebles? ¿Por qué no tenía muebles? Cuantas más preguntas se hacía sobre ella, más quería saber las respuestas. Por ejemplo, por qué era inmune a sus sonrisas y, sobre todo,por qué eso le importaba tanto.


-Buenos días, Paula.


-Ah, buenos días. No te había oído entrar.


Tenía ojeras y, si no llevara un atuendo diferente al del día anterior, Pedro habría podido jurar que no había dormido en toda la noche. Aunque las tres tazas de café que había sobre la mesa contaban otra historia.


-¿Has conseguido las herramientas?


-Sí. Lo tengo todo para cortar la maleza. 

El Millonario: Capítulo 6

 -¿De casas?


-Sí, al principio. Luego ampliamos la empresa y nos dedicamos a restaurar monumentos históricos.


-Hay muchos de ésos en Sidney. Pero aquí no -dijo Paula-. ¿Por qué viniste a Sorrento?


-Solía venir aquí con mis padres cuando era pequeño. Y mi primo Ariel sigue viviendo en Rye.


-Pues por lo que yo he visto, la gente de aquí prefiere tirar una casa y construirla de nuevo que renovarla. Belvedere podría haber acabado siendo un montón de escombros si yo no la hubiera comprado. Así que no creo que haya mucho trabajo para tí.


-Eso da igual. Ya no me dedico a restaurar edificios.


-¿Por qué no?


-He cambiado mucho -contestó Pedro, poniéndose serio-. Mi oficio, mi casa, mi estilo de vida. Después de la muerte de mi hermana Melina, decidí cambiar.


-Ah, vaya. Lo siento, sé que no es asunto mío...


-No importa. Para mí fue fácil tomar la decisión de venir aquí, aunque sabía que no habría trabajo de restauración.


Paula no sabía qué decir. Nerviosa, iba a darse la vuelta...


-¿Quieres un consejo para dormir bien?


-Si crees que me ayudaría...


-Tienes que dejarte llevar por los sonidos del mar, las gaviotas, las olas golpeando la playa, las sirenas de los barcos... Y cuando lo hagas te preguntarás por qué no has vivido en la playa toda la vida.


-No creo que sea tan fácil.


-¿Sabes que hay gente que compra CDs con el ruido de las olas para dormir?


-Pues les deseo suerte.


Pedro soltó una carcajada y Paula sonrió también. Porque estaba empezando a entender que sus amigas tenían razón. Quizá aquel sitio, con su aire fresco y su olor a mar era el elixir para una larga y feliz vida.  Él levantó una mano para secarse el sudor de la frente y, cuando la apartó, ella se encontró mirando un par de ojos pardos... en los había una ambigua invitación. Y entonces, de repente, Pedro dió un paso hacia ella. Fue tan inesperado que ella dió un paso atrás y chocó contra uno delos escalones.


-Sólo iba a tomar el sandwich, te lo prometo.


-Ah, sí, perdona... es que estaba distraída pensando en mis cosas. Me suele pasar. Aunque también me dedico a mirarme el ombligo.


Luego volvió a entrar en casa, dejando el camino libre entre el hombre y su almuerzo. Pero aun dentro lo oyó suspirar de contento mientras mordía el sandwich. Parecía feliz con su vida, pensó. Y eso le daba envidia. ¿Cuándo fue la última vez que ella había suspirado de felicidad?


Antes, en Melbourne, era famosa por sus retratos, pero lo único que podía producir ahora eran... manchas azules. Incluso las cartas de Tamara, su agente, en las que, sutilmente, le insinuaba que no podría seguir representándola si no producía algo y pronto, no la estimulaban para trabajar. Necesitaba algo, pero no sabía qué. Quizá la posibilidad de una playa desierta al final del precipicio... Y para eso necesitaba a Pedro Alfonso. Y sus músculos. Y su actitud decidida. Y sus suspiros de satisfacción por un simple sandwich de tomate y lechuga. Paula respiró profundamente, asomando la cabeza en el porche.


-Si quieres más café, está en la cocina. Y lo mismo digo sobre el contenido de la nevera, puedes tomar lo que quieras.


Mientras entraba de nuevo en la casa, respirando el aroma de la madreselva, el café y la colonia masculina, tuvo que sonreír. Era curioso cómo una persona podía animarse gracias a las cosas más sencillas. Al final de un largo y caluroso día cortando madreselva, hiedra seca, helechos y todas las hierbas conocidas para el hombre, Pedro se secó el sudor de la frente, metió los trapos en la funda de la almohada y encontró a Paula en la esquina del enorme estudio, mirando la tela manchada de azul con la concentración de alguien que estuviera buscando respuestas a los misterios del universo. 

El Millonario: Capítulo 5

 Paula se mordió los labios. Estaba segura de que costaría un dineral cortar todo aquello que la separaba de... ¿De qué? ¿De las rocas? Quizá, con un poco de suerte, de un trocito de playa. Pero si él podía hacerlo, también ella podía encontrar dinero para pagarlo. Suspirando, se sirvió una taza de café, salió al porche y apoyó los codos en la barandilla. Entonces lo vio. Se había quitado el jersey y la camiseta gris, ahora cubierta de sudor, se pegaba a su torso mientras cortaba las ramas secas de la madreselva enganchada a la hiedra. El cinturón de herramientas estaba en el suelo, junto con una funda de almohada de la que sobresalía un paño. Sonrió. Había mucho que decir sobre un hombre que tenía tanta confianza en sí mismo como para llevar una funda de almohada al trabajo. Smiley se acercó entonces y ella se inclinó para acariciarlo.


-¿Qué tal va todo, precioso?


Smiley la miró, casi con una sonrisa en los labios.


-Ya sé que no has tenido que usar muchas veces tu instinto de perro guardián, pero la próxima vez que un extraño entre en casa podrías avisarme, ¿No?


Smiley se tiró al suelo, sobre sus pies, y Paula supo que ésa iba a ser la única respuesta. Luego volvió a mirar por encima de la barandilla. Pedro tardaría días en limpiar toda aquella maleza, incluso con una sierra mecánica. Y aunque el tipo se creía un conquistador y ella no tenía la menor intención de tontear con él, eso no era motivo para ser antipática. Le llevaría algo de comer, decidió. Nada especial, un sandwich de tomate y lechuga, por ejemplo.


-Vamos dentro, Smiley. Yo también tengo hambre.


Diez minutos después, salía al porche con el primer bocadillo que había hecho para otra persona en seis meses. Incluso Florencia, Laura y Brenda llevaban su propia comida cuando iban a verla los miércoles. Afortunadamente. Porque un sandwich de tomate y lechuga era lo único que ella sabía hacer en la cocina.


-He pensado que te apetecería comer algo.


Pedro se volvió, sorprendido. 


-Ah, qué bien. Estaba muerto de hambre, gracias.


Paula iba a darse la vuelta cuando vio que tenía la frente manchada de tierra. Pensó dejarlo así el resto del día, pero que esa mancha estropeara su estética belleza masculina era demasiado para su mente de artista.


-Tienes tierra ahí... -murmuró-. En la frente. Tierra y hierba.


Él se encogió de hombros.


-No será la última vez. Ésta es la clase de trabajo que deja marca en un hombre. Como el tuyo -contestó, señalando sus pies.


Paula descubrió que tenía los pies manchados de pintura y movió los dedos. Dedos a los que solía hacer la pedicura todas las semanas cuando vivía en Melbourne. Pero ahora tenía las uñas cortas y sin pintar, como una adolescente.


-Gajes del oficio.


-No está mal esto de poder ensuciarse. Al menos no tenemos que preocuparnos por la hipertensión o el estrés de la ciudad.


Paula parpadeó. ¿Le apetecía charlar?


-No me interesa nada la hipertensión, pero echo de menos el estrés de vivir en una gran ciudad.


-¿Por qué?


-Sin tener una fecha tope que me mantenga concentrada, suele distraerme. Y echo de menos el ruido del tráfico por la noche. Aún no puedo dormirme antes de las dos de la mañana... Mi amiga Florencia dice que debería darle las gracias al cielo por haber cambiado el humo de los coches por aire puro, pero yo no sé si es natural que una mujer adicta al café y al trabajo se haya transformado en una campesina de repente.


-Y a mí me pasó lo mismo cuando me vine de Sidney -sonrió Pedro.


-¿Eres de Sidney?


-Sí, nací allí. Aunque llevo aquí algún tiempo y el sol y la sal marina han permeado mi piel para siempre. Pero dale tiempo, tú también te acostumbrarás.


Paula se puso colorada. ¿Tan evidente era que el sol y la sal marina aún no le habían hecho efecto?


-¿Y en Sidney también te dedicabas a... esto?


-Más o menos. Me dedicaba a la restauración. 

jueves, 10 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 4

 Paula lo llevó hasta el porche de atrás y Pedro comprobó que, efectivamente, había tal lío de ramas secas que no se podía ver la playa. No sabía cuánto tendría que cortar para ver el acantilado o dónde empezaban los escalones que llevaban a la playa. Si había una playa detrás de todo aquello.


-Bonitos helechos -bromeó entonces, señalando unas macetas llenas de helechos secos.


-Venían con la casa. Pero habrás visto que lo mío no es precisamente la jardinería.


-Sí, me he dado cuenta. A lo mejor es una maldición.


Paula sonrió. Sus ojos brillaron, sus mejillas se llenaron de color e incluso mostró los dientes, blanquísimos. Los tenía un poquito hacia delante y eso le daba un aspecto algo infantil. Que a Pedro siempre le hubiera gustado ese detalle en una mujer no le pasó desapercibido.


-Puede que tengas razón -dijo ella entonces, los dientecillos desapareciendo tristemente cuando volvió a ponerse seria-. Espero que tú sepas algo de jardinería.


-Sí, claro. Soy un genio cortando malas hierbas -respondió Pedro, bajando los escalones del porche para tocar la maleza-. Pero ahora ha llegado el momento de hacer realidad mi sueño... de usar un machete.


-Me parece muy bien. Y me alegro de poder hacer realidad tu sueño.


¿Cuánto tiempo crees que tardarás?


-No lo sé, me haré una idea al final del día.


-Muy bien. Entonces te dejo -dijo Paula-. Hay un cobertizo al otro lado de la casa. Supongo que allí habrá herramientas de algún tipo... aunque no creo que encuentres un machete.


-¿Ni machete ni pértiga? ¿Cómo has podido sobrevivir aquí? -bromeó Pedro.


-Con una tremenda cantidad de café -contestó ella, pestañeando.


Pedro estaba seguro de que intentaba decidir si quería tenerlo por allí o no. Pero al verla sonreír de nuevo decidió que sí, lo quería. Luego, sin decir una palabra más, Paula Chaves volvió a la casa, llevándose con ella sus largas piernas y sus largas pestañas y dejándolo solo con su imaginación. 




Unas horas después, Paula miró su taza de café jamaicano y descubrió que se había manchado de pintura. Suspirando, la llevó a la cocina y, después de dejarla en el fregadero, encendió la cafetera. Mientras esperaba, apoyó la espalda en la encimera y estiró el cuello. Le dolía el tendón sobre el hombro derecho. Si estuviera en Melbourne iría a Maurice para que le diese un masaje. Pero cuando estaba en Melbourne tenía dinero para pagar masajes. Allí, con la cuenta corriente casi a cero y sin saber si podría pagar el recibo mensual de la hipoteca, tendría que conformarse con una bolsa de hielo. Se volvió al oír ruido entre la maleza. Al principio pensó que sería Smiley explorando y luego recordó al extraño, a Pedro. Se volvió y, de puntillas, miró por la ventana de la cocina. Pero debía de haberse ido a otro lado de la casa. Cuando encontró el nombre de Pedro Alfonso en la guía de teléfonos de Portsea había esperado que fuera un hombre mayor, jubilado, que buscaba ganar algún dinero extra. Y había esperado que, después de echar un primer vistazo a aquella jungla, saliera corriendo. Había estado preparada para esa eventualidad, preparada para entender eso como otra señal de que su experimento de vivir en la playa había terminado. Las otras señales eran la falta de dinero, no ser capaz de pintar nada que tuviera sentido y no haber visto ni la mínima señal de que aquel sitio fuera para ella. Para lo que no estaba preparada era para ese Pedro Alfonso. Le había sorprendido que apareciera el día que había dicho y que fuese... como era. Un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo oscuro, un poco despeinado, y unos ojos pardos vibrantes de alegría. Era alto, ancho de hombros y parecía gozar de muy buena salud. Además, tenía una de esas sonrisas que puede derretir el corazón de cualquier chica. Y luego la había sorprendido mirando la maleza que envolvía su casa... y diciendo que podía hacer algo. Ver aquel muro de treinta metros cubierto de madreselva, helechos y hiedra habría hecho que cualquier otra persona saliera corriendo. El pobre debía de estar desesperado por ganar algo de dinero. 

El Millonario: Capítulo 3

 -Paula -contestó ella, echando café en la cafetera-. Lo que quiero es que me llames Paula.


-Muy bien. Si tú me llamas Pedro.


Ella alargó la mano para estrechársela. No era ni suave ni pequeña y la reacción que sintió al tocar aquella palma dura y llena de callos le hizo tragar saliva. Y pronto se encontró a sí mismo perdido en su perfume... De todos los que podía haber elegido, llevaba el de Sonia Rykiel. Estaba seguro de que era ése. Unas Navidades, una bonita dependienta de unos grandes almacenes lo había convencido para que lo comprase como regalo para su hermana. Pero, considerando que Melina era una chica alegre, vivaracha y nada sofisticada, había sido una broma entre ellos que nunca usaría el perfume. En Paula Chaves, podría haber jurado que no sólo llevaba el perfume, sino que el aroma emanaba de los poros de su piel. A pesar de las palabrotas y del aspecto bohemio, era una mujer encantadora. Y él también. De modo que la posibilidad de un romance entre ellos no era tan lejana. Claro que antes tendría que convencerla.


-¿Vives aquí sola?


-No estoy sola, tengo a Smiley. Supongo que lo habrás visto en la puerta.


-Ah, sí. Es una interesante variedad de compañía masculina, eso desde luego.


Ella sonrió, aunque Pedro no pensaba que fuese capaz de hacerlo. No era una sonrisa abierta, alegre, sino más bien reservada, cauta.


-Yo prefiero a Smiley.


-Sí, claro. ¿Quién no?


Bien, había algunas mujeres para las que él no era su tipo. Aunque hubo un tiempo, en Sidney, cuando se le veía como un partidazo. Y ahora, en Sorrento, solían hablar de él como alguien inalcanzable. Pero nunca antes una mujer lo había mirado a los ojos como diciendo: «ni lo sueñes».


-No creo que Smiley pueda manejar una herramienta -dijo Pedro.


-Lo sé. Y te aseguro que le he echado una bronca por ello.


Él soltó una carcajada. Porque bajo aquella fachada seria, había una mujer con carácter. Y nada le gustaba más que una mujer con carácter.  La cafetera había terminado de hacer su trabajo y ella se dio la vuelta para llenar dos tazas. Las mujeres que vivían en Portsea entraban en dos categorías: las que jamás se fijaban en él porque no les interesaban los hombres y las que lo veían como una alternativa a sus aburridos maridos, ricos en todos los casos. Si ése era el problema, podría dejar caer al suelo una declaración de Hacienda... así, como quien no quiere la cosa, para que viese que no era tan pobre como podía parecer. Quizá eso la animaría un poco. A menos, claro, que no fuera su tipo en absoluto. Ahora que lo pensaba, era muy alta y a él le gustaba pasar el brazo por los hombros de una mujer sin sufrir un tirón. Era demasiado clara, cuando a él le gustaba la sutileza. Demasiado fría, cuando él prefería que todo en su vida fuera más cálido. Sus días, sus noches, la mujer entre sus brazos durante esos días y esas noches... De modo que lo mejor sería dejarla en paz.


-¿Estás disponible para hacer trabajos que duren varios días?


-Trabajo para mucha gente. Me llaman por teléfono para arreglar esto o aquello... las hermanas Barclay incluso me llaman para cambiar las bombillas.


-De todas maneras, no creo que haya tanto que hacer.


Pedro no estaba de acuerdo. Belvedere era un trabajo colosal si pretendía restaurar la casa a su antigua gloria. El techo de la cocina, para empezar, debería levantarse por lo menos un metro. Y si añadía un lucernario, parecería dos veces más grande.


-¿Qué clase de trabajo sería?


-No puedo bajar a la playa -contestó Paula.


-¿Cómo?


-El jardín está hecho una jungla. Hay helechos, hiedra y madreselva tan altos que no se ve nada... y me gustaría ver la playa desde el porche. Pero intenté cortar la maleza y es imposible sin una sierra mecánica.


-¿Desde cuándo vives aquí? -preguntó Pedro, apoyando la cadera en la encimera.


-Vine hace seis meses de Melbourne. Venga, voy a enseñarte lo que quiero que cortes. 

El Millonario: Capítulo 2

 El estudio estaba vacío. No había muebles, ni cuadros. Nada. Bueno, había un cable de teléfono, una lata de pintura, un paño gris en el suelo, varias estructuras planas cubiertas con tela, una vieja mesa llena de brochas y un caballete con una tela cuadrada pintada en varios tonos de azul. Y, delante de todo eso, sin zapatos, en vaqueros, con una camiseta manchada de pintura y una bandana azul cubriendo su pelo rubio estaba la señora en cuestión.


-¿Señora Chaves?


Ella se dio la vuelta a tal velocidad que una gota de pintura roja cayó sobre la tela del cuadro.


-¡Qué susto! -exclamó. Tenía la voz ronca, la cara colorada y los ojos brillantes.


«Vaya, vaya», pensó Pedro. «Es mi día de suerte». Porque Lady Chaves era un bombón. Ojalá su primo Ariel estuviera allí. Le daría un codazo en las costillas y le diría: «Ésta es la razón por la que nunca te olvidas de una damisela en apuros».


-¿Quién cuernos es usted? -preguntó ella, que no parecía tan impresionada como Pedro. Aunque aún había tiempo-. ¿Y qué está haciendo en mi casa?


Para Pedro era evidente lo que hacía allí, ya que llevaba un cinturón lleno de herramientas. Pero la señora lo apuntaba con la brocha como si fuera un arma, así que decidió contestar:


-Soy Pedro Alfonso, su amistoso vecino manitas -contestó, para que no le tirase la brocha como una jabalina. Y luego sonrió, con esa sonrisa que lo había sacado de tantos apuros, y abrió los brazos para demostrar que no era un peligro-. Me llamó usted hace unos días para ver si podía venir a arreglarle... algo.


La mujer parpadeó. Varias veces. Largas pestañas moviéndose sobre sus altos pómulos... Unas pestañas larguísimas, pensó, especialmente para una mujer que seguía mirándolo con tanta desconfianza. Luego bajó la mirada hasta el cinturón.


-Ah, ya.


Pedro respiró profundamente. Se había dejado afectar por las hermanas Barclay hasta el punto de pensar que aquella chica era una loca simplemente porque no había pasado por el establecimiento de esas dos cotillas.  Por el momento, lo único malo eran unas manchas rojas en el cuadro. Por ahora, sólo parecía un poquito antisocial. Y, desde luego, nada impresionada con él.


-Pedro Alfonso, el manitas -repitió.


-Ah, bueno -ella movió inconscientemente la brocha entre sus dedos como si fuera el bastón de una majorette antes de volverse hacia la mesa de trabajo para meterla en un bote con aguarrás.


Luego volvió a mirar el cuadro y, al ver la mancha roja, soltó una palabrota. No, no parecía la clase de persona que se cortaba sólo porque tuviera compañía.


Pedro tuvo que sonreír. Si las hermanas Barclay la oyesen, dejarían de llamarla «Lady» enseguida. Caminaba con la elegancia natural de una bailarina de ballet. Su piel era casi transparente y la ropa le colgaba como si acabara de perder peso. Y era muy alta, más de metro setenta ocho. Se estiró todo lo que pudo para compensar. Él medía metro ochenta y cinco, pero por si acaso. Los ojos de la mujer eran grises, pero tenían unos puntitos azules, casi del mismo tono que los brochazos del cuadro. Entonces se quitó la bandana del pelo. Fue un movimiento rápido, no hecho para impresionar a un hombre, pero a Pedro lo impresionó. De hecho, esa sacudida de pelo le pareció muy excitante. Pero quizá había sido un gesto premeditado; quizá eso era lo que le gustaba: llamar a trabajadores locales para darse un revolcón rápido... y tirarlos luego por el precipicio que había detrás de su casa, como una mantis religiosa. Quizá sus infrecuentes viajes al pueblo eran sólo para comprar palas y cal viva.


Paula Chaves se dirigió a la cocina del estudio y, a pesar de sus absurdas sospechas, Tom la siguió. No había plantas, ni objetos de decoración, ni imanes en la nevera, ni las cosas que uno encuentranormalmente en una cocina. Según las hermanas Barclay, Paula Chaves llevaba meses viviendo allí, pero nadie lo diría. En cualquier caso, y aunque a él le gustaba cotillear en las casas de losdemás como a todo el mundo, si no le decía en diez segundos por qué lo había llamado, se marcharía con viento fresco. Hacía un día maravilloso para pescar y seguro que los peces estaban deseando morder el anzuelo...


-¿Qué quiere que haga, señora Chaves? 

El Millonario: Capítulo 1

 Pedro Alfonso cerró la puerta de su vieja camioneta de golpe, sin molestarse en usar la llave. No porque no le importase que se la robaran o porque en aquella zona residencial hubiera una empresa de vigilancia, sino porque no le hacía ninguna falta. Los buenos ciudadanos de Portsea robaban con sus facturas como médicos, abogados o estrellas de fútbol, de modo que no necesitaban apropiarse de un viejo cacharro. Portsea era la zona de las vallas altas y las casas con pistas de tenis y piscinas diseñadas por famosos arquitectos.


Se colocó el cinturón de herramientas sobre las caderas, se echó una funda de almohada llena de trapos al hombro y atravesó la entrada de una de esas casas, con el nombre Belvedere grabado a fuego sobre una columna de madera. Desde la entrada vió una pared blanca y un tejado gris, una combinación típica en las casas de verano de la zona. Lo raro era que, al contrario que otras propiedades en Portsea, Belvedere no tenía la hierba perfectamente recortada. De hecho, no estaba recortada en absoluto. A través de la maleza vió una casa que parecía construida unos cincuenta años antes... por cinco arquitectos con visiones incompatibles. Tenía al menos tres pisos, pero cada uno construido de una forma. La mayoría de las persianas estaban cerradas y, por el óxido de los goznes, seguramente muchas no habían sido abiertas en siglos. El resto estaba escondido detrás de arbustos que llevaban años sin ser cortados. Si el Ayuntamiento de Sorrento lo supiera, algún representante aparecería por allí en cinco minutos exigiendo la inmediata reforma de la casa para que la zona no perdiese de valor. Las casas de Portsea estaban vacías la mayoría del año y no hacía falta más que cortar la hierba de vez en cuando. Como el «manitas» que era, sólo hacía trabajos de ese estilo. Pero aquel sitio... le haría falta una buena mano de pintura. Y el jardín... no sabría ni por dónde empezar. Era el sueño de cualquier jardinero. Y le diría todo eso a «Lady Chaves» en cuanto la encontrase. 


Pedro sonrió. Lady Chaves. Así era como las hermanas Barclay, las dos mujeres más viejas de Portsea, la llamaban porque aún no se había dignado a frecuentar su establecimiento. Él tampoco la conocía, aunque la había visto conduciendo por Sorrento en un jeep negro, con enormes gafas de sol y una coleta, agarrándose al volante como si le fuera la vida en ello. Y cuando tuvo que decidirse entre trabajar para esa mujer o ir a pescar estuvo a punto de decirle que no. Pero, al final, no pudo hacerlo. Podía imaginar a su primo Ariel riéndose de él porque hubiera considerado siquiera la idea de abandonar a una damisela en apuros. Ariel parecía creer que tenía una especie de complejo de caballero andante. Mirando al suelo para no tropezar con las raíces y agachando la cabeza para no darse con las ramas, se detuvo al ver una fantástica puerta doble de madera labrada. Una de las hojas estaba abierta, pero guardada por un perro marrón de buen tamaño y expresión seria. En el collar llevaba una placa que decía Smiley.


-Smiley, ¿Eh?


El perro levantó la cabeza y parpadeó.


-¿La señora de la casa está por aquí?


Un estruendo, seguido de una serie de palabrotas muy poco adecuadas para una «lady», le dijo que la señora de la casa sí estaba por allí.


-¡Hola! -la llamó. 


Pero no hubo respuesta. Como no encontraba el timbre, Pedro pasó por encima del melancólico perro y entró en la casa. Lo primero que vió fue una mancha oscura en la pared, la evidencia de que allí había habido un cuadro; un banco de madera cubierto de moho y de correo sin abrir y un helecho medio seco en una maceta. Escuchó otra palabrota, ésta más suave que la anterior, y siguió el sonido de la voz femenina hasta llegar a una enorme habitación con suelos de madera que necesitaban un inmediato barnizado, pero con mucha luz porque no había cortinas en las ventanas. Desde allí, podía verse una panorámica fabulosa de Port Phillip Bay. No podía dejar de imaginar lo que haría con aquel sitio si pudiera. Durante el verano, con una cuenta inagotable en el banco, con su viejo equipo de trabajo al lado y una máquina del tiempo que lo llevase diez años atrás... 

El Millonario: Sinopsis

 ¿Encontrarían el amor en la mágica puesta de sol?


El multimillonario Pedro Alfonso había tenido que marcharse de aquella ciudad en la que había demasiados recuerdos. Ahora estaba contento con el ritmo relajado del tranquilo pueblo de Sorrento, donde hacía pequeños trabajos y pescaba en el mar. Sin complicaciones. Pero entonces llamó a la puerta de la destartalada mansión de Paula Chaves y supo de inmediato que ambos necesitaban un poco de cariño y algunos cuidados. El misterioso encanto de Paula cautivó el corazón del millonario y él no pudo hacer nada por evitarlo…