—Señora, estoy seguro de que nunca nos hemos visto con anterioridad, y más seguro aún de que nunca hemos mantenido relaciones —se acordaría, sin duda—. Tiene una hija preciosa, pero no es mía.
Paula Martínez se irritó visiblemente.
—No es mi hija. Sólo la estoy cuidando mientras su madre, Micaela Thompson, asiste a una audición en Florida. Micaela y yo estudiamos juntas antes de que ella iniciase su carrera de actriz y yo me convirtiese en profesora de Historia. Pero todo eso no viene al caso —tragó saliva—. He venido porque Valentina necesita a su padre. Ya tiene cinco meses.
A Pedro se le erizó el vello de la nuca. Se había acostado con Micaela Thompson, pero había usado protección, siempre lo hacía. No se conocían mucho, más bien había sido un impulso por parte de ambos hacía un año más o menos, antes de que él se marchase por un despliegue de tropas a Afganistán. Las fechas casaban. Miró a la niña, que parpadeaba adormilada enseñándole unos ojos azules como los de su madre y sus hermanos... Maldita sea. Mucha gente tenía los ojos azules y muchos sabían del aspecto que tenía su familia. Y esa misma gente sabía de la fortuna de la familia Alfonso, hasta su hermano había recibido una falsa demanda de paternidad interpuesta por una amiga a la que apreciaba muchísimo. Pedro reprimió una maldición. Necesitaba acabar con aquella conversación hasta poder reunir más información sobre la mujer. A ser posible en un lugar donde no tuviese que preocuparse porque pudiese escucharle todo el mundo, desde la prensa hasta el gobernador de Carolina del Sur.
—Señora…
-Martínez. Me llamo Paula Martínez.
Impresionante. Él sabía por su hermano y su cuñada lo difícil que era mantener tranquila a una niña tan pequeña.
—Muy bien, señora Martínez, concertemos una cita para hablar sin tener que forzar la voz por encima de la música y con la seguridad de que nadie pueda interrumpirnos,
—Y ésta es Valentina —se giró para mostrarle la carita regordeta de la niña.
Era muy guapa, Pero eso no importaba en aquel momento.
—Creo que éste no es...
—Su madre es Micaela Thompson.
Eso ya lo había dicho, pero al volver a oírlo, Pedro miró atentamente a la niña. No era pelirroja como su madre, sino castaña. Como él.
—¿Dónde está Micaela? ¿Por qué hablo contigo en lugar de hablar con ella?
Sus sospechas aumentaron mientras intentaba casar las piezas antes de que todo saliese a la luz en un lugar público, Su madre se había tomado muchas molestias para organiza ríe una fiesta de bienvenida y significaba mucho para ella, ya que implicaba el final de su carrera militar: en dos semanas, iba a empezar a hacerse cargo de la división internacional de la Fundación Alfonso. No quería perturbar innecesariamente a su familia montando una escena. Y la familia estaba por encima de todo. Volvió a mirar intranquilo al bebé.
—Se supone que yo iba a cuidar de Valentina hasta que Micaela se instalara en el sur de Florida. Pero las semanas se convirtieron en meses y cuando ella dejó de llamarme, me preocupé y avisé a la policía de su desaparición. Aquello atrajo a los servicios sociales y, si no resuelvo esto pronto... —a Paula empezó a temblarle la barbilla, pero logró recomponerse—, empezarán a buscarle una casa de acogida.
Pedro ya no estaba seguro de qué tramaba Paula, pero para ser sinceros, conversar con aquella chalada le resultaba más interesante que todas las charlas que había mantenido esa noche con gente que había acudido allí para comer gratis y codearse con los políticos. Paula Martínez era de todo menos aburrida.
—Entonces, pretende que me haga cargo de la niña sin haberme demostrado quién es usted ni de quién es este bebé.
—Sólo quiero que me escuche —sus ojos marrones se ensombrecieron, asustados.
Los instintos de Pedro se pusieron en guardia. Si la mujer era una sinvergüenza, o una psicópata, el bebé podía estar en peligro. Eso cambiaba las cosas por completo.
—¿Sabe? Quizá deba quedarme con la niña hasta que verifiquemos todo esto.
—Duda de mí, ¿Verdad? Es un hombre inteligente.
Se inclinó para rebuscar en la enorme bolsa de pañales que había dejado sobre el banco. Santo Dios, era tan grande que Pedro podría haber metido en ella toda su indumentaria militar.
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