Aunque Paula Martínez se presentó con un bebé en la fiesta de bienvenida de aquel acaudalado héroe de guerra, era innegable que la mayoría de los invitados que se hacían con canapés y champán en tan prominente evento se podía permitir una niñera. Los ricos de Hilton Head Island que hacían vida social en los jardines del club de campo podían permitirse además esmóquines a medida y vestidos de lentejuelas, pero ella llevaba el vestido negro que se ponía para los escasos cócteles a los que asistía como profesora en la Universidad de Carolina del Sur. Y por supuesto, nunca lo complementaba con babas de bebé sobre el hombro. Meció a la pequeña de cinco meses sobre su cadera, arreglándole el trajecito rosa.
—Espera, cariño. En un momento te daré tu biberón.
Las olas rompían a lo lejos y una banda animaba a los invitados a salir a la pista de baile con un clásico de Billy Joel. Hasta el gobernador de Carolina del Sur bailaba con su esposa bajo la carpa de seda plateada. Paula tropezó con el bordillo de un camino enlosado. Era una fiesta para personas que lo mismo agitaban el mundo de la política como sus cuerpos en aquella pista construida sobre una arenosa zona de césped. Ella logró sacar el tacón de entre dos piedras artificiales. No había acudido a aquel lugar para hacer vida social, sino para encontrar al padre de la pequeña Valentina. Sólo que no tenía ni idea de cuál era su aspecto. La madre biológica de Valentina, amiga y compañera suya de residencia en la universidad, le había dicho hacía un par de meses que Pedro Alfonso era el padre de la niña cuando le pidió que le «Echara una manita» con Valentina mientras asistía a una audición en Florida, Micaela se había esforzado mucho para recuperar la línea después del parto y había insistido en que era su oportunidad para proporcionarle a su hija una vida mejor. ¿Quién iba a imaginarse que Micaela no regresaría? Paula apretó a la niña contra su pecho, decidida a asegurarle una vida estable. Lo que implicaba encontrar a Pedro Alfonso, al que nunca había visto en persona. Esperaba poder identificarlo por el uniforme de la aviación, pero aquel lugar estaba lleno de tipos altos de pelo oscuro con indumentaria militar cuyas medallas brillaban a la luz de la luna.
Sujetando la cabeza de Valentina, que se estaba quedando dormida, Paula recorrió con la vista el mar de rostros en penumbra, iluminados únicamente por la luna, las estrellas y las antorchas de tiki. Sólo contaba con una vieja foto, una imagen que guardaba en el fondo de la bolsa de los pañales que llevaba colgada del hombro, pero no tenía intención de molestar a Valentina ahora que estaba prácticamente fuera de combate. El solía aparecer en prensa cuando su padre, ya fallecido, era senador. Luego su madre y su hermano se habían dedicado también a la política. Pero, por razones de seguridad, la familia había procurado mantener a Pedro lejos de las indagaciones de la prensa mientras se encontraba de servicio en zonas de conflicto. La masa de gente se hizo más compacta y los rostros se volvieron irreconocibles. Con lo poco que le gustaba llamar la atención, iba a tener que pedir ayuda para encontrar...
—¿Necesita alguna cosa?
Aquella voz profunda retumbó a sus espaldas como respuesta a sus pensamientos, sobresaltándola. ¡Jesús! Seguro que aquel camarero sacaba muchas propinas gracias a su voz susurrante. Se giró para pedirle una servilleta, porque había olvidado el paño para limpiarse los vómitos del bebé, y en ese momento se le heló la sonrisa. Era el capitán Pedro Alfonso. En persona, genial. Tenía el pelo oscuro y cortado al estilo militar, ojos azules y plegados a ambos lados en arrugas profundas adquiridas en el desierto de Oriente Medio. La frente ancha y la línea de su mandíbula le dotaban de un atractivo carente de rudeza. Ella debía haber tenido en cuenta que aquel tipo sería más guapo en persona. Había nacido en el seno de una acomodada familia sureña: Rico, apuesto y con voz susurrante para rematar. Se decía que había salido ileso de una colisión. La chaqueta del uniforme que cubría su amplio pecho mostraba el doble de medallas que los demás, puede que sólo superadas en número por las de su abuelo, que era general. ¿Cómo era posible que Pedro la hubiese encontrado a ella y no al revés? Quizá, como invitado de honor, se sentía obligado a asegurarse de que todos lo estaban pasando bien.
—¿Necesita alguna cosa? —repitió, agitando en su mano un vaso de whisky.
Una señora pasó por al lado de Paula, rozándole la pierna con los volantes de su vestido. El olor penetrante de su perfume hizo estornudar a Valentina. Volvió a ajustar el bebé en su regazo, deseando estar en la mecedora de casa y no en aquella fiesta en compañía de aquel hombre.
—Pues la verdad es que ya no necesito nada, porque era a usted a quien buscaba.
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