Pero pensándolo bien..., Ella siempre estaba disponible. Siempre esperándolo. Habían pasado juntos casi todos los viernes y los sábados del último curso del instituto. Los dos se sentaban en el porche a charlar tarde, después de que él acompañase a la chica coa quien había salido a su casa, cuando la madre de él y la abuela de ella hacía rato que se habían ido a la cama. Se había convertido en un ritual: Al llegar a casa ella lo estaba esperando en el porche con una botella de su gaseosa favorita. Hasta comenzó a decirle a las chicas con quienes salía que lo dejaban salir solo hasta la medianoche. Después de la primera vez, a él nunca se le había planteado pensar si Pauli era bonita o anodina, delgada o gorda. Era Pauli, su amiga y confidente.
—¿Pedro? —dijo su madre, sacándolo de su ensimismamiento—. ¿Has oído lo que te he dicho?
Levantó la mirada y se la quedó mirando sin saber qué decir.
—Sigues igual que siempre —dijo ella, regocijada—. He dicho si no es estupendo que la casa de la abuelita esté nuevamente ocupada.
—¿Te dije que me la encontré es Washington?
—¿A quién?—preguntó su madre, confusa.
—A Pauli Chaves.
—¿De veras?
—No me lo podía creer —dijo Pedro, untando distraído una tortita con mantequilla—. Ya sabrás que ahora quiere que la llamen Pau. Y ni actúa ni se parece en absoluto a la antigua Pauli.
De repente, se dió cuenta de por qué había sido tan turbador encontrársela. Estaba hermosa, sofisticada. Pero no era Pauli. No era la chica que recordaba.
—¿La antigua Pauli? —dijo su madre con indulgencia—. Pero si apenas la conocías. Durante todos los años que vivió al lado no recuerdo que le dijeses dos palabras seguidas.
Pedro se dió cuenta de que si intentaba explicarle que ella había sido su mejor amiga, su madre no lo creería.
—La verdad es que hablamos más de lo que tú crees —le dijo—. Era una chica genial. Te habría gustado.
Y a Pauli le habría gustado su madre. Le había dicho más de una vez lo mucho que echaba en falta a su propia madre. Él la había escuchado comprensivamente, pero, ¿Había hecho algo por ayudarla? No necesitó hacerse la pregunta. Ya sabía la respuesta. De repente, se le fue el apetito. Dejó el tenedor y empujó el plato con las tortitas a medio comer.
—Tengo deseos de conocerla un poco más —dijo su madre—. Y a su hijo.
—Yo no me haría demasiadas ilusiones —dijo Pedro, recogiendo su plato para llevarlo al fregadero—. Cuando hablé con ella ayer, no me dió ni la hora. Me parece que no le interesa intimar con los vecinos.
—¡Querido, no seas absurdo! —rió su madre—. Que no se haya lanzado encima de ti como lo hacen la mayoría de las mujeres, no quiere decir que no le gustes. Pau es una mujer encantadora. Y tengo la impresión de que vamos a ser buenas amigas.
Pedro miró por la ventana. Quizá su madre tenía razón. Quizá había esperado demasiado de Pauli. O quizá él estaba en lo cierto y era verdad que ella le guardaba rencor. Hizo una profunda inspiración buscando calmarse. Con deliberada lentitud, llenó un vaso con agua del grifo. Volvió a mirar por la ventana. Aunque no sabía los nombres de todos los niños del vecindario, los conocía de vista. Pero el de cabello oscuro que practicaba baloncesto frente a la puerta del garaje no le resultaba en absoluto familiar.
—¿Quién es ese niño?
Su madre se levantó de la mesa y se dirigió a la ventana con la taza de café en la mano, poniéndose de puntillas para mirar por encima de su hombro.
—Es Baltazar Chaves—sonrió—. Viene todos los días a practicar un rato.
—¿Ese niño es el hijo de Pauli? —preguntó Pedro, sin poder ocultar su sorpresa.
Ana puso su taza de café sobre la encimera y lo miró.
—Recuerda que ahora se llama Pau.
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