jueves, 1 de agosto de 2024

Secreto: Capítulo 48

La mañana llegó demasiado deprisa para Paula. Después de una noche maravillosa en brazos de Pedro, era difícil afrontar la realidad del día… Y la conversación que había pospuesto demasiado. Su futuro, la seguridad de lo que había en su corazón, dependían de Pedro y de su reacción ante su secreto más profundo y mejor guardado. Con un suspiro, tocó la almohada vacía donde él había dormido. Eran las nueve de la mañana y ella estaba sola en aquella gran cama, pero podía oírlo en la cocina y oler el desayuno. Su estómago rugió, exhortándola a que fuera con él. Pero primero se duchó, y se puso de nuevo el vestido que había llevado el día anterior. Se miró en el espejo y notó algo sutilmente distinto en su aspecto y se dio cuenta de que brillaba, no solo por haber hecho el amor, sino por el amor en sí. Se había arriesgado la noche anterior al decirle a Pedro que lo quería, pero él no había rechazado su amor, y con sus actos le había dado razones para creer que sus emociones eran semejantes a las de ella. Había sentido su ternura en los besos, en su tacto, y había visto la calidez en su mirada cuando la había hecho suya. Había encontrado el amor y la pasión en un hombre. Ahora necesitaba su respeto. Fue a la cocina y lo encontró haciendo huevos revueltos. Él también se había duchado. El pelo húmedo le había mojado el cuello de la camisa y sus vaqueros estrechos marcaban sus caderas y largas piernas. Era un hombre muy guapo.


—Buenos días —dijo acercándose a él. Le acarició la espalda, deseando sentir la misma conexión de la noche pasada. Necesitaba saber que nada había cambiado con la luz del día. Él sonrió.


—Hola, me preguntaba cuándo te levantarías —le dió un beso rápido, pero lleno de significado.


—Normalmente no duermo hasta tan tarde —tomó una loncha de beicon crujiente y la mordisqueó—. Hay alguien a quien puedo echar la culpa por no haber pegado ojo en toda la noche.


Pedro puso los huevos en dos platos y apagó la cocina. 


—Si quieres que te pida perdón, no lo esperes, porque no te oí quejarte porque te mantuviera despierta. Ni una sola vez.


—Eso es verdad —dijo sonrojándose levemente.


—¿Tienes hambre? —él se rió con una risa ronca y muy íntima.


—La verdad es que me muero de hambre.


Lo ayudó a poner la mesa y se sentaron ante el beicon, los huevos y el zumo de naranja. La comida estaba deliciosa y la conversación fue ligera, estableciendo un estado de ánimo que Paula pensó en utilizar cuando acabasen de desayunar. Fregaron juntos los platos y, cuando se estaba secando las manos, él se puso detrás de ella, enlazó los brazos en torno a su cintura y enterró la cara en su pelo. Ella cerró los ojos y se apoyó en él.


—¿Qué te parecería que fuéramos arriba otra vez para aprovecharnos de que estaremos solos un ratito más?


La idea le pareció maravillosa y tentadora, y le daba rabia romper aquella proximidad, no era fácil rechazarlo.


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