—¿Pauli Chaves? ¿Eres tú?
Paula apretó con fuerza la copa de cristal. Hacía diez años que no oía aquella voz, pero la reconoció enseguida. Contuvo los deseos de salir corriendo y, tras tomar un sorbo de vino, se dió la vuelta lentamente.
—¡Pero si es Pedro Alfonso! ¡Qué sorpresa!
De algo le valieron a Paula sus cinco años trabajando como Relaciones Públicas. Con la firmeza de su voz consiguió ocultar la súbita tensión que le agarrotó el pecho al verlo.
—Casi no te reconozco —dijo Pedro, dando un paso atrás para contemplarla, admirado—. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás tan mal —replicó Paula en tono ligero.
Todos aquellos años diciéndose que él no era tan atractivo como lo recordaba, y debía admitir que estaba equivocada. El cabello rubio de su juventud se le había oscurecido y era un castaño profundo que contrastaba con los ojos, antes celestes, que brillaban como zafiros. La edad solo había añadido profundidad y madurez a las facciones juveniles que ella recordaba tan bien. Pedro, que ya era guapo a los dieciocho, a los veintiocho estaba imponente. Estaba claro que la vida le había resultado favorable. Sonrisa genuina, relajado y seguro... Pedro y parecía saber el sitio que ocupaba en el mundo. Tendría que odiarlo. Sus mentiras y engaños le habían robado la inocencia. Pero no era fácil para ella odiar a alguien, y mucho menos a Pedro Alfonso. Aunque no era ninguna tonta. Nunca olvidaría la forma en que él la había utilizado. La expresión de sus ojos se endureció. Pedro tomó un trago de su copa y sonrió, aparentemente sin notarlo.
—Es increíble lo que has cambiado —le dijo mostrando unos dientes perfectos—. Estás fantástica.
—Gracias —contestó, aceptando el cumplido con cortesía.
Hasta ella, que nunca estaba satisfecha con su apariencia, tenía que reconocer que Pedro tenía razón. Estaba estupenda. Se había tomado su tiempo con el maquillaje y vestido con un cuidado especial, intentando recuperar la confianza que acababa de perder junto con su trabajo. Pero sabía que la mirada de admiración masculina poco tenía que ver con el maquillaje y el vestido y mucho con la esbelta figura enfundada en seda. Lo que él recordaba era la chica de la escuela secundaria, la niña que había valorado lo bastante para acostarse con ella, pero no lo suficiente como para que fuese su novia oficial. Su sosa vecina, de la que los demás chicos se burlaban. Pauli, la gorda. Paula tomó aliento con esfuerzo. El apodo todavía le hacía daño. Ni los años ni el éxito habían logrado borrar completamente el recuerdo de la cruel burla de sus compañeros. Pero aquello había sido diez años atrás y desde entonces había llovido mucho. Paula Chaves había demostrado que era una superviviente.
—Nunca pensé que te volvería a ver —dijo Pedro finalmente—. Después de la graduación fue como si te hubieras borrado de la faz de la tierra.
—No me parece que Washington esté tan lejos.
—Como si lo estuviese —dijo, lanzándole una mirada penetrante—. Nadie sabía dónde estabas. Ni te dignaste a escribir una carta.
Paula sonrió y se encogió de hombros, aparentando que había roto los lazos con Lynnwood sin esfuerzo cuando en realidad aquella había sido una de las muchas decisiones difíciles que se había visto forzada a tomar.
—Cielo, ¿No me presentas? —dijo Ignacio Minebow, su acompañante aquella noche, aprovechando el momentáneo silencio para intervenir.
—Ignacio, no creo...
—Me parece que no nos conocemos —dijo Pedro extendiendo la mano sin timidez alguna—. Soy Pedro Alfonso, un antiguo amigo de Pauli del instituto.
Paula tuvo que contenerse para no protestar. ¿Por qué utilizaba Pedro aquel ridículo nombre que le recordaba tanto al pasado? Aunque debía admitir que no le parecía tan ridículo cuando él lo decía. Nunca se lo había parecido.
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