Pedro volvió a mirar por la ventana, estudiando al niño con detenimiento.
—Ese niño está muy grande para tener solo ocho años.
—¿Ocho? —se sorprendió ahora su madre—. Pau dijo que tenía nueve.
—Imposible que tenga nueve.
—Quizá oí mal—se encogió de hombros con una leve sonrisa en los labios—. Desde luego que pareces interesado en mi nuevo vecino. ¿No será porque su madre, que antes era un patito feo, ahora se ha convertido en un hermoso cisne?
—No tiene nada que ver con el aspecto —replicó él bruscamente—. Y Pauli nunca fue fea.
Ana se puso seria.
—Perdona —dijo Pedro—. No sé lo que me pasa —se sentía extraño desde la fiesta.
La noche en que había visto a Pauli, la noche en que los viejos sentimientos y emociones lo habían asaltado en una oleada.
—¿Pedro?
Miró a su madre, que se había quedado mirándolo fijamente.
—Era broma —dijo ella—. Me gusta Pau. No era mi intención decir nada malo de ella.
—No es nada —dijo Pedro, pasándole el brazo por los hombros para estrechárselos con cariño mientras volvía a mirar por la ventana—. ¿Sabes?, hace un buen rato que no echo unas canastas.
—A Baltazar le gustará tener con quien jugar —dijo su madre—. No se queja, pero sé que se siente solo.
Pedro miró la solitaria figura a través del cristal. Sin volver a pensar en las cajas de la mudanza que traía en el todoterreno para llenar, se dirigió a la puerta trasera. Una ráfaga de aire le arrancó la puerta mosquitera de la mano, que se cerró con un portazo. Baltazar lo miró, alerta y un poco temeroso.
—La señora Alfonso ha dicho que puedo usar el aro.
—Tranquilo —dijo Pedro, esbozando su calma sonrisa—. No estoy aquí para echarte. Soy Pedro, el hijo de la señora Alfonso. También soy un viejo amigo de tu madre. Pensaba que querrías jugar un poco conmigo.
Al niño se le iluminó la cara.
—Desde luego —dijo.
Después de treinta minutos de observar a Baltazar jugar y marcar algunos tantos bastante difíciles, Pedro llegó a la conclusión de que al niño se le daba muy bien el baloncesto. Tenía buen equilibrio y usaba bien las manos, además de ser naturalmente atlético.
—Pido tiempo —dijo Pedro, dejándose caer en el escalón de la puerta—. Hagamos un descanso.
—Después, ¿Podemos jugar un poco más? —preguntó el niño. La cara le brillaba de sudor, pero el entusiasmo le iluminaba los ojos—. Falta para que mi madre me llame a comer.
—Lo siento, pero me tengo que ir —dijo Pedro con pena.
—¿Y mañana? —le preguntó el niño, ilusionado.
—Estaré ocupado con mi mudanza —dijo Pedro, suavizando la negativa con una sonrisa—. ¿Por qué no juegas con tus amigos?
—No tengo amigos —dijo el niño bajado los ojos y rascando el cemento con la punta de la deportiva—. Al menos, todavía no. Pero no pasa nada —añadió rápidamente—. Estoy acostumbrado a jugar solo.
Aunque el niño se parecía poco a su madre, en aquel instante Pedro sintió que le recordaba la soledad de Pauli.
—Podría venir a eso de las cuatro —dijo, porque en lo único que podía pensar era en Pauli y en cómo él había recibido todo lo que ella le daba sin ofrecerle nada a cambio—. ¿Conoces a mi sobrino, Mateo Cullen? Creo que tiene te edad.
—Está en mi clase de natación —dijo Baltazar, asintiendo lentamente con la cabeza.
—Pensaba que podría preguntarles a él y a su padre si quieren jugar también —dijo. Aunque su cuñado vendría a ayudarlo después del trabajo, era un hombre de familia y Pedro estaba seguro de que aceptaría el cambio de planes para poder jugar un rato con su hijo.
—A mí me gustaría—dijo Baltazar, pero la cautela atemperó el brillo de excitación de sus ojos—. ¿Y si dicen que no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario