martes, 13 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 6

 —¿Le importaría si fuese de vez en cuando a echar unas canastas? Lo haría con cuidado. Le prometo no golpearle el coche—pidió.


Paula lo miró con horror.


—Cielo, la señora Alfonso solo lo decía por ama...


—Por supuesto que puedes venir —dijo Ana—. Es decir, si tu madre está de acuerdo.


Paula contuvo el atiento, mirando primero a uno y luego al otro. Lo más fácil sería decir que sí. Pero había aprendido hacía tiempo que lo más fácil no tiente por qué ser lo correcto. Permitir que Baltazar jugase en el patio de Ana Alfonso habría sido una locura. Nada bueno podía surgir de ello, solamente problemas. Y bastantes problemas había tenido en su vida como para buscarse más.


Pedro detuvo el coche de alquiler en la entrada de la casa de su madre y lanzó un suspiro de alivio. El vuelo desde Washington a Kansas City había tenido muchas turbulencias, y luego había llovido todo el camino hasta Lynnwood. Salió del coche y estiró las piernas. Qué bien estar en casa. Además, era un día precioso. Le extrañó que su madre no saliese a recibirlo, pero después se dio cuenta de que faltaba su coche y recordó que ella jugaba al golf los miércoles por la tarde. Tardaría horas en llegar a casa. La elección de un vuelo temprano le había parecido a Jack una buena idea, pero ahora se encontraba sin saber qué hacer. Podía ir a ver a su hermana. Con sus tres niños, todos menores de diez años, la casa estarte llena de actividad. Pensándolo bien, le apetecía mucho más descansar solo un rato, tomándose una cerveza, que tener que vérselas con sus sobrinos. Le llevó unos minutos descargar el coche. Después dé dejar su equipaje en el recibidor, sacó una cerveza del refrigerador y salió al jardín. La tormenta había dejado todo limpio y el aire olía a primavera. Secó con la mano a la hamaca de madera del porche y se sentó. Contempló las cuidadas casas de dos pisos, con su césped recortado y abundantes flores tempranas. Había crecido en aquella manzana. Algunos de sus mejores recuerdos procedían de aquel vecindario, del porche de su casa. O de la casa vecina, de la escalinata de la casa de Pauli. Miró hacia la casa de al lado, apenas visible entre los árboles. Un movimiento súbito de algo rojo le llamó la atención. Dejó la cerveza en el suelo y se acercó a la verja para observar mejor. Alguien se había mudado finalmente a la casa de abuelita. La abuela de Pauli siempre había sido «Abuelita» para todos los chicos del barrio. Cuando murió, poco tiempo después de que él se marchase aWashington, todo el barrio sintió que había perdido a su abuela, no solo Pauli. Intentó ver quién había llegado, pero la vegetación se la impedía. Llevado por un impulso, decidió presentarse al nuevo vecino y pasó por el mismo hueco del cerco que siempre había usado de atejo. Inmediatamente se dió cuenta de que era una mujer: Una mujer atractiva que llevaba unos minúsculos pantalones cortos rojos que apenas si le cubrían el bonito trasero. La mirada apreciativa de Pedro descendió para detenerse en las largas y torneadas piernas antes de volver a subir por la piel dorada hasta el torso cubierto por un sujetador de biquini. Estaba de pie en una destartalada escalera, rascando la pintura de usa de las ventanas con una espátula.


—¿Necesitas ayuda?


Sobresaltada, la mujer se dió la vuelta de golpe; el movimiento hizo que la escalera se tambalease, y ella lanzó un grito de alarma. Pedro cruzó el jardín corriendo y la recibió en sus brazos antes de que tocase el suelo. El impulso provocó que cayera, pero protegió el cuerpo de la mujer con el suyo, recibiendo él todo el impacto de la caída. Se quedó quieto un segundo e intentó recuperar el aliento mientras esperaba que el corazón se te calmase. Pero las suaves curvas que se apretaban costra su cuerpo hacían que le resultase imposible. La mujer se dio la vuelta en sus brazos para mirarlo. A Pedro se le paró el corazón. Un par de conocidos ojos verdes se abrieron, sorprendidos. Por un segundo sintió que tenía dieciocho años otra vez y se encentraba encerrado en un armario con el aire más cargado que durante una tormenta eléctrica en Kansas. Automáticamente apartó con la mano el mechón de cabello rubio que se le había escapado de la coleta a Pauli. Ésta emitió un grito ahogado y se echó hacia atrás, cayendo de sus brazos al suelo. Se puso rápidamente de pie, agitada. Confuso,  se incorporó apoyándose en un codo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario