jueves, 8 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 3

 —Conque tienes un niñito —dijo él.


—Baltazar es un encanto de niño —dijo Ignacio cuando Paula no respondió—. Pero ya no es tan pequeño.


—¿Qué edad tiene tu hijo? —dijo Pedro, mirándola.


Paula pensó rápidamente. ¿Le había mencionado hacía poco a Ignacio que Baltazar acababa de cumplir nueve? ¿Se acordaría si lo hubiese hecho?


—Tiene ocho —dijo, tomando un sorbo de su copa de vino blanco.


—¿Tan mayor? —se sorprendió Pedro, casi se podía ver girar las ruedecillas de su cerebro haciendo cálculos—. Entonces tienes que haberte quedado embarazada...


—Un año después de marcharme de Lynnwood. La primavera siguiente —dijo Paula, quitándole un año entero a Baltazar. Por suerte, Pedro nunca vería al niño. Alto para su edad, era más probable que Baltazar aparentase diez años en lugar de ocho.


—¿Ya vivías en la capital? —preguntó Pedro.


Probablemente hacía la pregunta con interés, pero cuanto más hablase de aquello, más posibilidades tendría de meter la pata.


—Hace tanto de aquello... —dijo Paula, con un gesto de despreocupación.


—¿Extrañas Lynnwood? —pregunté Pedro, sin quitarle los ojos del rostro.


—La verdad es que no —dijo, acabándose el vino—. No tengo nada que hacer allí.


—Están los amigos y la fam... —se interrumpió Pedro abruptamente al recordar que su abuela había sido su único pariente y que había muerto hacía poco tiempo—. ¿Y tus amigos? ¿No los echas de menos?


—Oh, por favor —dijo Paula, haciendo un gesto de exasperación—. Ambos sabemos que no era exactamente la Miss Popularidad. Lo cierto es que creo que no tenía ningún amigo entonces.


—Sí que lo tenías—dijo Pedro.


Ella lo miró, interrogante.


—Me tenías a mí —dijo Pedro suavemente—. Yo era tu amigo. 


Paula levantó la barbilla y lo miró a los ojos, deseando que él viese reflejado en los suyos lo que no le quería decir frente a Ignacio. Que un amigo nunca habría hecho lo que él le hizo a ella.


—¿Dónde diablos queda ese Lindwood? —preguntó Ignacio, masticando pensativamente un canapé de salmón, ajeno a la electricidad que había en el aire.


—En realidad, es Lynnwood —dijo Pedro, mirando de reojo a Paula—. Es un pueblecito en Kansas, a unos veinticinco kilómetros de Kansas City. Pauli, quiero decir Pau, y yo, crecimos allí.


Ignacio se acabó la copa de vino.


—A veces pienso en volver a Texas, a mi pueblo. Pero luego recuerdo que tengo más coches en la tienda que toda la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios y se me pasa el deseo —reflexionó. Lanzó una carcajada y se sirvió una copa de una bandeja que pasaba—. Dime, Pedro, ¿Todavía vives en Lindwood?


Pedro no se molestó en volver a corregirlo.


—Mi casa sigue estando en Lynnwood —dijo Pedro, echando una mirada a Paula—. Pero en este momento vivo en Arlington.


Paula sintió un escalofrío. Baltazar y ella vivían en Vienna, a un par de paradas de metro.


—Estupendo. ¿Tienes una tarjeta? —sonrió Ignacio—. Te haré una llamada y quizá podamos volver a vernos los tres.


—Me encantaría —dijo Pedro metiendo la mano en el bolsillo. Sacó una cajita de plata, extrajo una tarjeta y le escribió unos números antes de dársela a Ignacio—. Generalmente estoy libre a la hora de la comida.


—Genial —dijo Ignacio, tomando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. Dime, ¿Has estado alguna vez en el restaurante griego cerca de Dupont Circle?


Pedro hizo una pausa, y luego negó con la cabeza.


—Tienen una comida buenísima. Te encantará.


—Seguro que sí —dijo Pedro, mirando a Paula.


Ella forzó una sonrisa. Si por ella fuera, Ignacio podía meter la tarjeta en su fichero en cuanto llegase a su casa. Porque había algo que sabía: El infierno se habría helado antes de que ella volviese a tener algo que ver con Pedro Alfonso. 

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