Sentó a Baltazar sobre la tapa del inodoro.
—Puedes irte —le dijo a Laura—. Yo me quedaré con él hasta que su madre vuelva.
Laura titubeó, debatiéndose entre su responsabilidad como su canguro y su deseo de marcharse.
—Es un viejo amigo de mi madre —puntualizó Baltazar, repitiendo lo que Pedro le había dicho el día anterior.
—Bueno, pues de acuerdo entonces —dijo Laura, con una sonrisa de alivio—. Dígale a la señora Chaves que me puede dar el dinero que me debe mañana.
Pedro metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de veinte dólares.
—¿Te alcanza con esto?—le preguntó.
—¡Hala! —exclamó Laura, arrebatándole el billete—. Sí, está perfecto.
—Adiós, Laura —dijo Baltazar con voz débil.
La adolescente le sonrió.
—Adiós, enano. Espero que no te duela demasiado.
Pedro contuvo una imprecación. Cuando ella se fue, enjabonó una toallita.
—Puede que te escueza un poco —le dijo al niño, mirándolo a los ojos—, pero tenemos que lavar la herida.
—Ya lo sé —dijo Baltazar, con expresión solemne—. Pero yo me aguanto.
Quince minutos más tarde, el gran raspón estaba limpio, desinfectado y cubierto con un apósito que Pedro había encontrado en el botiquín. Acababa de acomodar a Baltazar en un sillón con un vaso de zumo de naranja cuando se abrió la puerta de entrada.
—Laura, ya he llegado.
—Estamos aquí, ma.
Paula entró al recibidor y se quedó da piedra al verlos. El miedo le atenazó la garganta.
—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Laura?
—Tenía que irse —dijo Pedro y la sonrisa de bienvenida se borró de sus labios ante su tono cortante.
—El señor Alfonso le dijo que me cuidaría él —aclaró Baltazar rápidamente porque sentía que algo raro pasaba—. Está bien, ¿No?
Paula cruzó la sala e hizo un esfuerzo por tranquilizarlo con una sonrisa.
—Por supuesto, cielo. Lo que pasa es que tu eras responsabilidad de Laura, no del señor Alfonso.
—Esa niña era demasiado joven para semejaste responsabilidad —dijo Pedro.
—Creo que yo sé juzgar eso mejor que tú —le respondió Paula de mala manera.
—Perdóname si disiento —dijo él, cruzándose de brazos. La mandíbula se le puso tensa—. Quizá mientras tú estás por el pueblo haciendo recados...
¡Quién era él para insinuar que ella no esa una buena madre, que ella no sabía lo mejor para su hijo? ¿Qué sabía él si no había estado allí para darle el biberón de las dos de la mañana o cuidarlo cuando temía el sarampión? Mientras él se ocupaba de pasárselo en grande, ella iba a la universidad, estudiaba y además se ocupaba de su hijo.
—… pero no es lo bastante mayor para resolver una emergencia.
¿Emergencia?
—¿Qué emergencia? —dijo finalmente.
Pedro miró a Baltazar y ella se dió cuenta del esparadrapo en la rodilla.
—¿Qué te ha sucedido, cielo? —exclamó corriendo a su lado.
—Me caí—dijo Baltazar, incómodo ante la muestra de preocupación de su madre—. Pero no pasa nada.
—¿Cómo sucedió? —preguntó, mirando a Pedro acusadoramente.
—Los niños chocaron jugando —dijo Pedro, con un encogimiento de hombros.
—¿Los niños?
—Mateo Cullen —dijo Baltazar—, el de la clase de natación.
—Ah, ya recuerdo —dijo Paula. Miró a Pedro—. Pero eso no explica por qué estás tú aquí.
—Jugamos al baloncesto —dijo Baltazar con el rostro tenso de preocupación—. Lo pasamos bien.
—No pasa nada, campeón —le dijo Pedro para tranquilizarlo—. Tu madre intenta averiguar lo que pasó.
Antes de que Paula pudiese decirle que ella solita se podía ocupar de consolar a su hijo, prosiguió:
—El padre de Mateo es mi cuñado, Fernando —dijo Pedro—. Pensamos que estaría bien si jugábamos dos contra dos con los niños.
—Me hice una rozadura en la rodilla —dijo Baltazar—. Y el señor Alfonso me puso desinfectante.
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