martes, 13 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 7

 —¿Estás bien? —fue lo único que se le ocurrió decir, dadas las circunstancias.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella con los ojos relampagueantes.


—Yo podría hacerte la misma pregunta.


—Yo vivo aquí —dijo ella elevando la barbilla en un gesto desafiante—. Me mudé hace dos semanas.


—No dijiste nada de cambiarte aquí cuando nos encontramos en la fiesta —dijo él con sorpresa.


—No lo decidí hasta el mes pasado.


La frialdad de su tono lo sorprendió. Aunque ella había estado bastante fría durante la fiesta, él lo había atribuido a que se encontraba acompañada. Pero ahora no estaba acompañada. Pedro se puso de pie. Tenía la camisa manchada por el resbalón en la hierba y unas ramitas pegadas a las mangas. Se las sacudió y esbozó su mejor sonrisa.


—Bienvenida, pues.


—Gracias —dijo ella—. Todavía no me has dicho qué haces aquí.


—Acabo de llegar —hizo un gesto hacia su casa—. Estoy haciendo tiempo hasta que mi madre vuelva.


—Entonces, ¿Estás de visita? —pregustó, relajándose un poco.


La sonrisa de Pedro se hizo más amplia.


—Lo cierto es que yo también me he mudado. Qué coincidencia. Tú y yo juntos nuevamente.


¿Una coincidencia? Paula se lo quedó mirando horrorizada. Su presencia en el pueblo era una complicación con la que no había contado. Se le hizo un nudo en el estómago.


—¿Vivirás con tu madre? —preguntó, resistiendo el impulso de cruzarse de brazos.


—Ya estoy un poco mayorcito para eso —rió Pedro—. Tengo mi propia casa. 


—¿En Kansas City? —preguntó Paula, con la esperanza de que su casa estuviera en cualquier sitio menos en Lynnwood.


—¿Y por qué iba a comprar una casa en KC si trabajo en Lynnwood?


A Paula le dió un vuelco el corazón. No tenía dinero para volverse a cambiar de casa. Y aunque lo hiciese, ¿Adonde iría?


—Compré la vieja casa de los Armbruster.


Paula levantó la cabeza, sorprendida.


—¿Te has comprado la mansión? —dijo, y las palabras le salieron de la boca antes de que pudiese detenerlas.


Pedro sonrió y se le marcaron arruguitas alrededor de los ojos.


—Te acuerdas.


—Vagamente —dijo ella, restándole importancia con un gesto de la mano.


¿Cómo iba a olvidarse? Cuando los Armbruster vivían allí, la casa siempre estaba iluminada y llena de risas. Muchas noches, cuando las estrellas se hallaban especialmente brillantes y el aire cálido, ella y Pedro habían ido andando por la acera oscura hasta la esquina, deteniéndose a contemplar la mansión. ¿Por qué le había resultado tan atractiva? ¿Sería porque siempre estaba a rebosar de gente, mientras que ella se sentía sola y aislada? ¿O porque le daba sensación de estabilidad? La casa tenía cien años. Era un castillo, una fortaleza, parte del pueblo. Mucho más que ella. Una vez, cuando él le dijo que pidiese un deseo, deseó que algún día la mansión fuese su hogar. Por supuesto que él también estaba incluido en el sueño. Qué tonta era.


—¿Quieres verla por dentro? —dijo Pedro, sacando un llavero del bolsillo—. Me encantaría mostrártela.


Paula se sintió tentada durante un segundo. Aunque se había jurado guardar las distancias con él, siempre se había preguntado si el sitio sería tan hermoso por dentro como lo era por fuera. Pedro sonrió, incitante, haciendo tintinear las llaves.


—Venga, Pauli.


El nombre actuó como un cubo de agua fría, haciéndola volver a la realidad. Tenía que recordar que Pedro Alfonso era un camaleón, podía cambiar de color en un instante. Un hombre capaz de susurrarle palabras de amor en un momento y dos segundos más tarde reírse de ella. Alguien que le había demostrado que no se podía confiar en él


—Lo siento, pero no —le dijo. La cortesía tendría que haberle hecho añadir que quizá en otra ocasión, pero en vez de decir eso, levantó una ceja y, mirándolo, añadió—: Y, Pedro...


Pedro la miró y ella sintió un instante de pena al ver su expresión de desilusión. Era incomprensible cómo podía parecer tan sincero con lo taimado que era. Afortunadamente, no era una cuestión de comprender, sino de recordar.


—Ahora me llamo Pau. Hace mucho que Pauli ha dejado de existir.


—Puede que hayas cambiado de nombre, pero sigues siendo la misma persona.


—En eso sí que te equivocas.


La dulce e ingenua Pauli había muerto cuando él traicionó su confianza hacía diez años. ¿La misma persona? ¿La misma tonta enamorada? Desde luego que ya no lo era. Y nunca jamás lo sería. 

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