—Tienes razón —dijo Pauli, elevando la mirada hasta encontrarse con la de él. Sus verdes ojos eran enormes y luminosos—. ¿Qué tipo tiene una cita a ciegas para ir a una fiesta de graduación? Tendría que haber sabido que una chica con «Una gran personalidad» sería gorda y fea.
—No digas eso —dijo Pedro, conmovido por su dolor—. Lo que quería decir era que era un idiota por dejarte plantada. Eres preciosa.
—Sí, justamente —dijo Pauli, ruborizándose.
—En serio —dijo Pedro—. Y antes de que acabe la noche, bailarás.
—Te agradezco el pensamiento, pero no va a suceder —dijo Pauli, abarcando el cuarto con un gesto—. Tenemos pelotas y bates y bastantes colchonetas, pero no veo una orquesta por ningún lado.
Pedro sonrió. Estaba claro que ella no sabía que una pequeñez como esa no detendría a un Alfonso.
—Tendremos que tocar nuestra propia música.
Extendió la mano. Pauli la miró, dudosa, un momento. Luego, la agarró y dejó que él le diese un suave tirón para que se pusiese de pie. Pero una vez que ella se irguió, no la soltó, sino que la acercó a su cuerpo, sorprendido de lo natural que la sentía en sus brazos. Aunque habían pasado casi todos los viernes y sábados por la noche juntos durante un año, nunca se habían tocado. Por lo tanto, no estaba preparado para la oleada de emoción que lo invadió cuando Pauli le apoyó la cabeza en el hombro. Un limpio aroma a vainilla lo rodeó y con un impulso hundió la nariz en el cabello femenino, inhalando profundamente.
—Hueles fenomenal.
Ella se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó él, separándose un poco.
Pensaba ofrecerle la chaqueta, pero cuando la miró a los ojos, el ardiente jade que encontró allí no era frío en absoluto. Pauli se pasó la punta de la lengua por los labios y Pedro tuvo la incontrolable necesidad de probarlos, de descubrir por sí mismo si eran tan suaves como parecían. De repente, sintió que el esmoquin le apretaba y le daba calor.
—Ah —dijo, con una risa nerviosa—. Como temblabas, pensé que...
—No tengo frío —repitió ella, tocándole el brazo con timidez—. No tengo frío en absoluto.
Pedro, a quien nunca le habían faltado palabras, se quedó mudo. ¿Decía ella lo que él creía que estaba diciendo? Como respondiendo a la pregunta que él se hacía, Pauli elevó una mano hasta su rostro. Cuando habló, su voz sonó grave y ronca.
—¿Puedo besarte?—le preguntó.
—Me gustaría—dijo él, mirándola.
Sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos, Pedro bajó la cabeza para unir sus labios a los de ella a mitad de camino. La besó suave y lentamente, y descubrió que sus labios eran de verdad tan suaves y dulces como lo parecían. Cuando el beso acabó, la besó otra vez. Y otra. Esta vez los labios de ella se abrieron y el beso se hizo más profundo. La respiración se le hizo entrecortada y se le aceleró el corazón. Había besado a muchas chicas, pero aquello era diferente. Un fuego le corrió por las venas y, de repente, no le bastó con besar. Le abarcó el pecho con la mano y con el pulgar le frotó...
—¿Pedro? —dijo la voz de Paula a su lado.
Sobresaltado, Pedro soltó la espátula, que salió volando por los aires. El pulso se le aceleró.
—¿Te encuentras bien? —dijo Paula, inclinándose automáticamente a recoger la espátula.
—¡Niño! ¡Bájate de ese árbol, que te vas a caer! —se oyó la voz de la abuela Irene.
Paula miró donde la abuela de Pedro se hallaba, en el medio del patio, señalando con un huesudo dedo un alto roble. Al dirigir los ojos adonde ella señalaba, vio a su hijo a seis metros del suelo y subiendo. El viento, que había ido en aumento desde que salieron de la iglesia, hacía moverse las hojas de los árboles y sacudir sus ramas peligrosamente. Como una leona, ella lanzó un rugido. Corrió por el patio con el corazón en la boca, sin darse cuenta apenas de que Pedro iba a su lado.
—¡Baltazar! —gritó Paula—. ¡Detente!
Baltazar no le prestó atención y se agarró a una rama más alta. El miedo fue reemplazado por enfado.
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