—Mi madre ha hecho una tarta —añadió Mateo—. Con baño de chocolate.
—Es mi preferida —dijo Baltazar—. Porfi, mami.
Paula miró primero una carita de ruego y luego la otra esperanzada. Quería que su hijo tuviese amigos y Mateo era un niño encantador, pero también era el sobrino de Pedro.
—Nos encantaría que vinieses —dijo Sonia Alfonso Cullen, que había estado hablando con su esposo y se dio la vuelta para esbozar una cálida sonrisa— . Es una pena que lleves tanto tiempo en el pueblo y todavía no hayamos podido vernos.
—No querría ser un incordio.
—Sonia siempre hace comida suficiente para un regimiento —terció su esposo—. Nos harías un favor si vinieses. De lo contrario, nos tendrá a sobras el resto de la semana.
Paula miró a Sonia y Fernando. Nunca lo comprenderían si les dijese que no.
—Es ese caso —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—, muchas gracias por la invitación.
—Estupendo —dijo Pedro detrás de ella y Paula se dió cuenta con un sobresalto de que todavía se hallaba allí—. Así que vayamos a preparar la parrilla.
—¿La parrilla? —dijo Paula, y el corazón le dió un vuelco.
—¿No lo sabías? —preguntó Pedro con expresión inocente—. La comida del domingo toca en mi casa esta semana.
—¿Tú cocinas? —preguntó Baltazar, con expresión de asombro, como si Pedro hubiese dicho que podía volar.
—Desde luego —dijo Pedro con una carcajada, revolviéndote el pelo—. ¿Quieres ayudarme, y así te enseño?
—De acuerdo —respondió el niño rápidamente.
—¿Puedo yo también, tío Pedro?
—Por supuesto que puedes —dijo Pedro, dirigiendo una mirada insinuante a Paula—. Me vendrá bien toda la ayuda posible.
Paula levantó la barbilla y le lanzó una fría mirada. No tenía ninguna intención de confraternizar junto a la parrilla. Ni ese día, ni nunca. Pedro sonrió apenas, como si encontrase divertida la situación.
—Estoy estacionado en el frente. ¿Por qué no se vienen en el coche conmigo?
—No, gracias —sonrió Paula corsamente—. Tengo mi coche en el estacionamiento.
—Ya lo sé —dijo él—, pero los puedo llevar igualmente. Así nos podremos poner al día.
—Iré en mi coche.
—Los traeré cuando quieran.
Ni siquiera se sintió tentada. Imaginaba que Baltazar querría quedarse un rato más jugando cuando llegase el momento de irse. Y entonces, estaría sola con Pedro durante el camino de vuelta.
—Yo voy contigo —dijo Baltazar, con una sonrisa entusiasta.
—Estupendo —dijo Pedro—, si a tu madre le parece bien.
—¿Me dejas, ma? —preguntó Baltazar, mirándola.
«No», quiso decirle. No quería que Baltazar se acercase ni a medio metro de Pedro. Pero se contuvo. Hacía tiempo que había aprendido a buscar el momento. Después de todo, solo se trataba de que lo llevase en el coche. Baltazar no le estaba pidiendo ir de paseo como padre e hijo.
—¿Paula? —preguntó Pedro.
—Asegúrate de que sé ponga el cinturón —dijo Paula, y Baltazar lanzóun grito de alegría.
Paula tuvo que contenerse nuevamente. Primero, sentarse junto a él en la iglesia. Luego, comer en su casa. ¿Qué sería lo siguiente? Levantó la barbilla. Nada, desde luego. Porque cuanto más lejos se mantuviese de Pedro Alfonso, mejor para todos.
Pedro dió la vuelta a las hamburguesas que quedaban y bajó el fuego. Entre las salchichas que los niños habían querido repetir y el pollo, que su abuela le pidió que hiciese de una forma especial, no se había movido de la parrilla. Y todo el tiempo deseando hablar con Paula. Tenía la sensación de que ella lo estaba evitando, lo cual no tenía sentido si pensaban lo amigos qué habían llegado a ser.
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