Baltazar comenzó a incomodarse en sus brazos y lo soltó, dándole un beso en el pelo.
—¿Por qué no sacas tus maletas del coche y las llevas a tu habitación?—le dijo.
El niño titubeó y ella lo miró con la maternal firmeza que había adquirido después de nueve años.
—Cuanto antes vaciemos la furgoneta, antes iremos al parque.
Baltazar fue hacia la puerta de entrada y Paula se inclinó a recoger la caja con cosas de la cocina que Baltazar había dejado en el suelo.
—¡Toc, toc! —dijo Ana Alfonso, asomando la cabeza por la puerta trasera—. ¿Hay alguien?
Paula se enderezó de golpe y se secó las palmas de las manos en los vaqueros.
—Adelante.
Reconoció a la madre de Pedro inmediatamente. Aunque la mujer tendría unos cincuenta y tantos años, seguía teniendo el aspecto elegante y juvenil que Paula recordaba. Su cabello oscuro no tema trazas de gris y las pocas arrugas que rodeaban sus ojos color avellana acentuaban su talante optimista. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y un polo rojo, y podría haber pasado por la hermana de Pedro.
—¿Pauli? —titubeó la mujer, recorriendo con la mirada las largas y delgadas piernas de Trish enfundadas en vaqueros y la camiseta que te quedaba como una segunda piel—. No sé si me recordarás, soy Ana Alfonso. Vivo al lado.
—Por supuesto que la recuerdo, señora Alfonso —dijo Paula cortésmente, estrechándole la mano con firmeza.
—Por favor, llámame Ana.
—Solo si tú me llamas Pau—dijo. Le costó trabajo no devolverte la sonrisa a la mujer, pero no deseaba en absoluto intimar con la madre de Pedro.
La puerta de entrada se cerró con un golpe. Paula y Ana se dieron la vuelta y vieron pasar a Baltazar a la carrera y subir las escaleras. Ana la miró interrogante.
—Mi hijo, Baltazar —explicó Paula—. Tiene nueve años.
La edad le salió automáticamente y hubiese dado cualquier cosa por poder volver atrás, pero ya era demasiado tarde. Si hacía algún comentario en ese momento, solo lograda resaltar la metedura de pata.
—Mi nieto, Mateo, cumplirá nueve el mes que viene. Hace tanto que mi hijo tenía esa edad que me había olvidado de lo activos que son —dijo Ana, con una risa ahogada, meneando la cabeza—. Noventa kilómetros por hora, veinticuatro horas al día, siete días por semana.
—Exactamente —dijo Paula, lanzando una carcajada. A pesar de su intención inicial, sintió simpatía por su vecina—. Baltazar me ha dicho que quiere jugar al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Intenté explicarle que la mayoría de los niños eligen solo un deporte, pero me dijo que no sabía cuál elegir, que le gustaban todos.
—Mi hijo Pedro era así también. Por suerte, en un pueblo pequeño, los niños pueden hacer casi de todo.
Nuevamente se oyeron pasos en el recibidor y un segundo más tarde Baltazar irrumpió en el salón.
—Ma, ya he sacado todo de la furgoneta, y abierto... —se interrumpió—. Perdón.
—Balta —dijo Paula con una sonrisa tranquilizadora—, esta es la señora Alfonso, nuestra vecina —miró a Ana—. Este es mi hijo, Baltazar.
Baltazar se acercó y alargó la mano.
—Mucho gusto, señora Alfonso.
Paula sintió que reventaba de orgullo. Desde pequeño le había enseñado buenos modales. Parecía que había servido para algo.
—Encantada de conocerte, Baltazar —sonrió Ana cálidamente, estrechándole la mano al hiño—. Vivo en la casa de al lado, así que si necesitas algo, ya sabes.
—¿En la casa con el aro de baloncesto? —preguntó Baltazar, abriendo mucho los ojos.
—Sí —sonrió Ana, mirando a Paula—. Según tu madre, te gusta mucho jugar.
Baltazar asintió con la cabeza. Bajó la mirada un momento y tomó aliento.
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