jueves, 29 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 24

 —¡Baltazar Chaves! Será mejor que té detengas ahora mismo.


Paula raramente usaba el nombre completo de su hijo, reservándolo solo para las circunstancias más serias. Afortunadamente, tuvo el efecto deseado.


Baltazar hizo una pausa y miró hacia abajo.


—No puedo bajar ahora, mami. Tom me necesita.


Por primera vez Paula se dió cuenta de que había un pequeño gato negro y blanco en una rama por encima de él.


—¡Gato del demonio! —masculló Pedro por lo bajo.


—Estoy segura de que el gatito puede bajar solo del árbol —dijo Paula, utilizando su tono más persuasivo. El niño no cedió.


—Baltazar, Tom no necesita tu ayuda. Se sube a ese árbol todo el tiempo —dijo Pedro—. No le pasará nada. Tienes que hacer lo que te dice tu madre y bajarte.


Paula contuvo la respiración. Baltazar miró primero al gato, tranquilamente sentado en la rama lamiéndose una zarpa y luego a Pedro.


—¿En serio?


—Seguro —dijo Pedro.


Para entonces se había reunido toda la familia bajo el árbol, incluyendo a Mateo, que había salido corriendo de la casa con un polo en cada mano.


—¿Qué pasa? —preguntó.


—Tu amigo decidió trepar a un árbol —dijo Pedro, que asaque se dirigía a su sobrino, no retiraba la mirada dé Baltazar—. ¿Sabes algo de ello?


—¿Se ha subido al árbol! —dijo Mateo, mirando hacia arriba—. ¡Hala, qué alto!


Paula se estremeció, y Pedro le dió una palmadita en el hombro.


—No pasa nada —le dijo—. Yo me subía hasta la cima de ese árbol cuando era pequeño. 


Apenas acababa de decirlo, cuando Baltazar resbaló y perdió pie. El grupo contuvo el aliento. Paula le agarró el brazo a Pedro, clavándole las uñas. Durante un momento, el niño quedó suspendido en el aire, aferrándose con las manos precariamente a la gran rama. En lo que parecieron minutos, pero podrían haber sido segundos, volvió a encontrar dónde apoyar los pies. Paula se quitó los tacones.


—Subiré a buscarlo.


—No, iré yo—dijo Pedro.


Ella se dió la vuelta.


—Yo soy su madre. Sé cuidarlo.


—Claro que sabes —dijo Pedro, mirándola a los ojos—, pero yo soy más fuerte que tú.


Aunque Baltazar solo tenía nueve años, era un niño grande. Si perdía pie nuevamente, Paula no estaba segura de poder con su peso.


—De acuerdo —dijo Paula con calma pero con desesperada firmeza—. Ve tú. Pero no lo dejes caer.


—Te lo prometo —dijo Pedro, quitándose el delantal de chef y tirándoselo al pasar—. Confía en mí.


Sus palabras le dieron a Paula un escalofrío, pero ¿qué otra opción tenía? Con los ojos clavados en Baltazar, contuvo el aliento mientras Pedro subía hasta el niño. Aunque pareció una eternidad, en pocos minutos su hijo estaba sano y salvo en el suelo. Ella lo abrazó largo rato y luego lo dejó ir a jugar con Mateo, con estrictas instrucciones de que no se acercase a los árboles. Después fue en busca de Pedro y lo encontró en la cocina, rellenando la nevera con gaseosas. Él elevó la vista cuando ella entró y luego se enderezó, secándose las manos en los pantalones mientras ella se acercaba.


—¿Necesitabas algo?


—Necesito darte las gracias —dijo ella suavemente—. No te puedo expresar lo mucho que... 


—No es necesario que me lo agradezcas —dijo Pedro, sonriendo levemente y poniéndole un dedo sobre los labios—. Me alegro de haberlo hecho.


Su contacto hizo que una corriente eléctrica la recorriese, y se acercó un poco. El agradecimiento y el alivio vencieron su reserva natural y elevó las manos para apoyarlas en los hombros de él y rozarle impulsivamente la mejilla con sus labios. 

Traición: Capítulo 23

 —Tienes razón —dijo Pauli, elevando la mirada hasta encontrarse con la de él. Sus verdes ojos eran enormes y luminosos—. ¿Qué tipo tiene una cita a ciegas para ir a una fiesta de graduación? Tendría que haber sabido que una chica con «Una gran personalidad» sería gorda y fea.


—No digas eso —dijo Pedro, conmovido por su dolor—. Lo que quería decir era que era un idiota por dejarte plantada. Eres preciosa.


—Sí, justamente —dijo Pauli, ruborizándose.


—En serio —dijo Pedro—. Y antes de que acabe la noche, bailarás.


—Te agradezco el pensamiento, pero no va a suceder —dijo Pauli, abarcando el cuarto con un gesto—. Tenemos pelotas y bates y bastantes colchonetas, pero no veo una orquesta por ningún lado.


Pedro sonrió. Estaba claro que ella no sabía que una pequeñez como esa no detendría a un Alfonso.


—Tendremos que tocar nuestra propia música.


Extendió la mano. Pauli la miró, dudosa, un momento. Luego, la agarró y dejó que él le diese un suave tirón para que se pusiese de pie. Pero una vez que ella se irguió, no la soltó, sino que la acercó a su cuerpo, sorprendido de lo natural que la sentía en sus brazos. Aunque habían pasado casi todos los viernes y sábados por la noche juntos durante un año, nunca se habían tocado. Por lo tanto, no estaba preparado para la oleada de emoción que lo invadió cuando Pauli le apoyó la cabeza en el hombro. Un limpio aroma a vainilla lo rodeó y con un impulso hundió la nariz en el cabello femenino, inhalando profundamente.


—Hueles fenomenal.


Ella se estremeció.


—¿Tienes frío? —preguntó él, separándose un poco.


Pensaba ofrecerle la chaqueta, pero cuando la miró a los ojos, el ardiente jade que encontró allí no era frío en absoluto. Pauli se pasó la punta de la lengua por los labios y Pedro tuvo la incontrolable necesidad de probarlos, de descubrir por sí mismo si eran tan suaves como parecían. De repente, sintió que el esmoquin le apretaba y le daba calor.


—Ah —dijo, con una risa nerviosa—. Como temblabas, pensé que...


—No tengo frío —repitió ella, tocándole el brazo con timidez—. No tengo frío en absoluto.


Pedro, a quien nunca le habían faltado palabras, se quedó mudo. ¿Decía ella lo que él creía que estaba diciendo? Como respondiendo a la pregunta que él se hacía, Pauli elevó una mano hasta su rostro. Cuando habló, su voz sonó grave y ronca.


—¿Puedo besarte?—le preguntó.


—Me gustaría—dijo él, mirándola.


Sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos, Pedro bajó la cabeza para unir sus labios a los de ella a mitad de camino. La besó suave y lentamente, y descubrió que sus labios eran de verdad tan suaves y dulces como lo parecían. Cuando el beso acabó, la besó otra vez. Y otra. Esta vez los labios de ella se abrieron y el beso se hizo más profundo. La respiración se le hizo entrecortada y se le aceleró el corazón. Había besado a muchas chicas, pero aquello era diferente. Un fuego le corrió por las venas y, de repente, no le bastó con besar. Le abarcó el pecho con la mano y con el pulgar le frotó...



—¿Pedro? —dijo la voz de Paula a su lado.


Sobresaltado, Pedro soltó la espátula, que salió volando por los aires. El pulso se le aceleró.


—¿Te encuentras bien? —dijo Paula, inclinándose automáticamente a recoger la espátula.


—¡Niño! ¡Bájate de ese árbol, que te vas a caer! —se oyó la voz de la abuela Irene.


Paula miró donde la abuela de Pedro se hallaba, en el medio del patio, señalando con un huesudo dedo un alto roble. Al dirigir los ojos adonde ella señalaba, vio a su hijo a seis metros del suelo y subiendo. El viento, que había ido en aumento desde que salieron de la iglesia, hacía moverse las hojas de los árboles y sacudir sus ramas peligrosamente. Como una leona, ella lanzó un rugido. Corrió por el patio con el corazón en la boca, sin darse cuenta apenas de que Pedro iba a su lado.


—¡Baltazar! —gritó Paula—. ¡Detente!


Baltazar no le prestó atención y se agarró a una rama más alta. El miedo fue reemplazado por enfado. 

Traición: Capítulo 22

 Pedro caminó entre la gente, hablando con sus amigos y viendo de vez es cuando a Pauli y su pareja. Apenas una hora después de que el baile se iniciase, vió al chico salir por una puerta lateral. Solo. Así que no se sorprendió cuando Javier lo detuvo después y le dijo que se había encontrado a Pauli llorando en un pasillo. Javier ni se inmutó cuando insistió que lo llevase hasta ella. Pedro lo llevó entonces a una parte de la escuela tan alejada del gimnasio que ni siquiera se oía lamúsica.


—¿Estás seguro de que ella está aquí? —preguntó Pedro, andando más despacio. Una sensación de inquietud le subía por la espalda.


—No quería que nadie la viese —dijo Javier. Se detuvo delante de un armario donde se guardaba el material de deportes—. Está allí. Venga, háblale.


Pedro titubeó. Sentía que allí había algo raro, pero no podía decir con exactitud lo qse era.


—¿Pedro, eres tu?—se oyó te voz de Pauli desde dentro del cuartucho.


Olvidándose de sus sospechas, Pedro entró en la habitación. Pauli se hallaba de pie junto a una pila de cajas con expresión de ansiedad.


—¿Te encuentras bien? —le preguntó acercándasea ella.


—Iba a preguntarte lo mismo.


—¿Sí? ¿Por qué?


—Javier me dijo que necesitabas hablar conmigo —dijo ella, retirándose un mechón de pelo del rostro—. Insistió mucho.


De repente, Pedro comprendió lo que sucedía. Se dió la vuelta, pero no fue lo bastante rápido. La puerta se le cerró en tas narices y se oyeron unas risotadas del otro lado. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. La golpeó con el puño.


—¡Javier! ¡Esto no tiene gracia! —gritó—. ¡Déjanos salir!


—Que lo pases bien —dijo una voz, que a pesar del grosor de la puerta de roble, Jack reconoció como la de Marcos—. Hasta mañana.


—¿Mañana? ¡Y un cuerno! —dijo Pedro, dándole un puntapié a la puerta—. ¡Abran ahora mismo!


Del otro lado hubo silencio y Pedro se dió cuenta de que estaban solos. Encerrados en un cuartucho de guardar materiales de deporte. Conociendo a sus amigos, sabía que no les abrirían hasta la mañana siguiente. Pero nunca se daba por vencido fácilmente.


—Si hacemos suficiente ruido, alguien nos oirá —le dijo a Pauli, que tenía los ojos enormes de susto y la espalda apoyada contra una pila de cajas.


—Creo que no —dijo ella, negando con la cabeza—. Este cuarto está demasiado lejos de todo. Podríamos quedarnos afónicos sin que nadie se diese cuenta.


—¿Como puedes estar tan tranquila? —preguntó Pedro, pasándose la mano por el pelo mientras se paseaba—. ¿No te das cuenta de que podríamos tener que pasar la noche aquí?


—Ya lo sé —dijo ella, dando un suspiro de resignación—. Pero ¿Qué podemos hacer?


—A tu abuela le dará un pasmo si no vuelves a casa esta noche.


—Se ha ido a pasar el fin de semana a San Luis. Su hermana acaba de salir del hospital y necesita que la ayuden —dijo Pauli, dejándose caer en una pila de colchonetas de gimnasia—. No volverá hasta mañana por la noche. ¿Y tu madre?


—Voy a pasar la noche en casa de Marcos. —Es decir, iban pasarla.


Pauli lo miró sin pestañear.


—¿Por qué crees que lo han hecho?


Pedro no respondió. Aunque no estaba seguro, tenía la sospecha de por qué Marcos y Javier los habían encerrado en el cuartucho juntos.


—Están borrachos —dijo, como si ello lo explicase todo.


Pauli le sonrió tristemente, aceptando su explicación sin comentarios.


—Ojalá hubiesen elegido un sitio más limpio.


Pedro hizo una mueca al ver el hermoso vestido de Pauli manchado de polvo.


—Lo siento mucho. Me sienta fatal que te hayan arruinado la noche.


—La verdad es que no era una maravilla, que digamos —dijo Pauli con los ojos bajos—. Ni siquiera tuve oportunidad de bailar.


Aunque lo dijo sin darle demasiada importancia, a Pedro se le oprimió el corazón.


—El tipo ese era un idiota. 

Traición: Capítulo 21

Lo cierto era que habían sido amigos íntimos hasta la noche de la fiesta de graduación. Sintió un ramalazo de culpa. Lo sucedido en el armario fue culpa suya. Pero no lo había hecho deliberadamente. Dios sabía que jamás se había aprovechado de nadie. Nunca planeó robarle la inocencia. Pedro dejó la espátula y su mirada se perdió en la distancia mientras recordaba...


—Eh, mira quien ha venido —dijo Javier Royer, lanzando un aullido—. Y nada menos que con pareja.


Marcos Linderman miró, pero Pedro ni siquiera levantó la vista.


—No es ninguna novedad —dijo, tirándose de los puños de la camisa—. Yo ví a Candela hace diez minutos.


Pedro se preguntó por qué habría dejado que Marcos y Javier lo convenciesen de ir sin pareja a la fiesta. Era verdad que se había peleado con Candela, pero siempre se estaban peleando. Lo único que tendría que haber hecho era mandarle flores para que ella volviese a sus brazos en menos de lo que canta un gallo. Pero quería demostrarle que estaba cansado de sus jueguecitos. Y, finalmente, el perjudicado era él. Candela tenía acompañante. Él tenía a Marcos y a Javier.


—No me refiero a Candela —dijo Javier al tiempo que fe daba un codazo y señalaba con la cabeza—. Echa un vistazo.


Pedro dirigió la mirada a la entrada del gimnasio, no porque estuviese interesado en quién aparecería, sino porque sabía que Javier no cejaría hasta que lo hiciese.


—Oh, Dios, si es Pauli —dijo, sorprendido.


—Sabía que te sorprenderías —dijo Javier con una sucia sonrisa.


—No me lo puedo creer —dijo Marcos, abriendo mucho los ojos—. Hasta Pauli, la gorda, tiene pareja.


—No la llames así —dijo Pedro, observando con detenimiento. ¿Con quién estaba? ¿Y por qué no fe había dicho que iría a la fiesta?—. ¿Quién es? No lo conozco.


—Obviamente, algún imbécil —dijo Javier en tono despectivo—. Mira la ropa que lleva. 


Pedro miró la camisa azul con pechera de puntillas que llevaba el chico con el esmoquin.


—Ella está pasable —dijo Marcos a regañadientes.


Pedro la volvió a mirar. Marcos estaba equivocado. Pauli no estaba pasable. Estaba... hermosa. Desde que la conocía, Pauli siempre había llevado pantalones de chándal y camisetas enormes. Pero aquella noche, en vez de tener el cabello sujeto en una coleta, lo llevaba suelto sobre los hombros en suaves ondas. Y aunque su vestido no se le ajustaba al cuerpo como muchos de los vestidos que llevaban otras chicas, la delicada tela verde favorecía sus curvas y resaltaba el color esmeralda de sus ojos. Lo único que le faltaba era sonreír. Se dió cuenta de que la pareja de Pauli parecía tener muchas sonrisas... Para todas menos ella. Cuando el tipo la dejó sola para acercarse a hablar con Karen Parker, una chica que no era ni la mitad de agradable que Pauli, frunció el entrecejo.


—Ese tipo es un imbécil —masculló—. Pauli no se merece que la traten así.


—No sabía que te interesaba —dijo Javier, con expresión maliciosa.


Al ver el interés que había despertado en Javier, Pedro se dió cuenta de que tendría que tener cuidado con lo que decía. Se encogió de hombros, fingiendo desinterés.


—Es mi vecina, eso es todo—dijo.


—A mí me parece que eso no es todo —dijo Javier, dándole un codazo a Marcos—. Creo que a Pedro le gusta la gorda.


Pedro apretó los dientes y se mantuvo callado porque sabía que el otro estaba borracho. Javier era un buen chico, pero se había entonado un poco demasiado para la fiesta y se le notaba.


—Me parece que hace tanto que Pedro se llevó a alguien al huerto, que hasta una foca le parece guapa—siguió Javier.


Marcos lanzó una risilla desagradable y Pedro lo miró con enfado.


—Están diciendo tonterías, colegas. Voy a mirar a las chicas.


—¡No te lo dije! —le dijo Javier a Marcos, y sus risotadas lo siguieron mientras se alejaba. 

martes, 27 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 20

 —Mi madre ha hecho una tarta —añadió Mateo—. Con baño de chocolate.


—Es mi preferida —dijo Baltazar—. Porfi, mami.


Paula miró primero una carita de ruego y luego la otra esperanzada. Quería que su hijo tuviese amigos y Mateo era un niño encantador, pero también era el sobrino de Pedro.


—Nos encantaría que vinieses —dijo Sonia Alfonso Cullen, que había estado hablando con su esposo y se dio la vuelta para esbozar una cálida sonrisa— . Es una pena que lleves tanto tiempo en el pueblo y todavía no hayamos podido vernos.


—No querría ser un incordio.


—Sonia siempre hace comida suficiente para un regimiento —terció su esposo—. Nos harías un favor si vinieses. De lo contrario, nos tendrá a sobras el resto de la semana.


Paula miró a Sonia y Fernando. Nunca lo comprenderían si les dijese que no.


—Es ese caso —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—, muchas gracias por la invitación.


—Estupendo —dijo Pedro detrás de ella y Paula se dió cuenta con un sobresalto de que todavía se hallaba allí—. Así que vayamos a preparar la parrilla.


—¿La parrilla? —dijo Paula, y el corazón le dió un vuelco.


—¿No lo sabías? —preguntó Pedro con expresión inocente—. La comida del domingo toca en mi casa esta semana.


—¿Tú cocinas? —preguntó Baltazar, con expresión de asombro, como si Pedro hubiese dicho que podía volar.


—Desde luego —dijo Pedro con una carcajada, revolviéndote el pelo—. ¿Quieres ayudarme, y así te enseño?


—De acuerdo —respondió el niño rápidamente.


—¿Puedo yo también, tío Pedro?


—Por supuesto que puedes —dijo Pedro, dirigiendo una mirada insinuante a Paula—. Me vendrá bien toda la ayuda posible.


Paula levantó la barbilla y le lanzó una fría mirada. No tenía ninguna intención de confraternizar junto a la parrilla. Ni ese día, ni nunca. Pedro sonrió apenas, como si encontrase divertida la situación. 


—Estoy estacionado en el frente. ¿Por qué no se vienen en el coche conmigo?


—No, gracias —sonrió Paula corsamente—. Tengo mi coche en el estacionamiento.


—Ya lo sé —dijo él—, pero los puedo llevar igualmente. Así nos podremos poner al día.


—Iré en mi coche.


—Los traeré cuando quieran.


Ni siquiera se sintió tentada. Imaginaba que Baltazar querría quedarse un rato más jugando cuando llegase el momento de irse. Y entonces, estaría sola con Pedro durante el camino de vuelta.


—Yo voy contigo —dijo Baltazar, con una sonrisa entusiasta.


—Estupendo —dijo Pedro—, si a tu madre le parece bien.


—¿Me dejas, ma? —preguntó Baltazar, mirándola.


«No», quiso decirle. No quería que Baltazar se acercase ni a medio metro de Pedro. Pero se contuvo. Hacía tiempo que había aprendido a buscar el momento. Después de todo, solo se trataba de que lo llevase en el coche. Baltazar no le estaba pidiendo ir de paseo como padre e hijo.


—¿Paula? —preguntó Pedro.


—Asegúrate de que sé ponga el cinturón —dijo Paula, y Baltazar lanzóun grito de alegría.


Paula tuvo que contenerse nuevamente. Primero, sentarse junto a él en la iglesia. Luego, comer en su casa. ¿Qué sería lo siguiente? Levantó la barbilla. Nada, desde luego. Porque cuanto más lejos se mantuviese de Pedro Alfonso, mejor para todos.



Pedro dió la vuelta a las hamburguesas que quedaban y bajó el fuego. Entre las salchichas que los niños habían querido repetir y el pollo, que su abuela le pidió que hiciese de una forma especial, no se había movido de la parrilla. Y todo el tiempo deseando hablar con Paula. Tenía la sensación de que ella lo estaba evitando, lo cual no tenía sentido si pensaban lo amigos qué habían llegado a ser. 

Traición: Capítulo 19

Paula tomó asiento y sonrió con cortesía a los padres de Mateo. El organista acababa de tocar los primeros acordes cuando alguien le dio un golpecito en el hombro.


—¿Queda sitio para uno más?


Se dió la vuelta. Pedro se encontraba de pie a su lado, con aspecto de empresario elegante, de traje azul marino y corbata. Baltazar respondió antes de que tuviese oportunidad de decir que no.


—Por supuesto, hay mucho sitio.


El clan Cullen al completo se deslizó obedientemente por el banco y Paula no tuvo más remedio que hacer lo propio. Por desgracia, «Mucho sitio» era una exageración. El espacio era apenas suficiente para un niño, y mucho menos para un hombre adulto. Cuando Pedro se sentó, Paula quedó comprimida entre él y su hijo. No había estado tan cerca de él desde la noche en el armario. La tripa se le puso como un flan con solo recordarlo. Gracias a Dios, cuando tomó el libro de himnos para cantar, no te temblaban los dedos. Al menos, hasta que él se inclinó hacia ella.


—Tienes un perfume delicioso.


Paula le lanzó una mirada de censura. La sonrisa de Pedro se hizo más amplia. Ella miró hacia adelante. Él le dio un ligero codazo.


—¿No vas a cantar? —te preguntó.


Su tono era bromista, y ella sabía que tendría que haber respondido con una broma, pero no pudo. Miró el libro. Era una situación muy íntima. El hecho de estar sentada junto a él en la iglesia, compartiendo el libro de cánticos; con su hijo al lado y la familia de él cerca. Sintió que algo le oprimía el corazón. Aquella era la vida que había deseado, por la que había rezado todos aquellos años. Pero no era real, porque el hombre junto a ella no era quien aparentaba ser. Si ella nunca hubiese oído la conversación entre él y sus amigos, podría haber seguido besando el suelo que él pisaba, pero el velo se te había caído de los ojos la noche del baile de graduación. Había aprendido lo que sucedía cuando el amor era ciego.  Paula miró por el rabillo del ojo al hombre que se sentaba a su lado. Por más encantador y atractivo que fuese, por más que se sintiese tentada a ello, había decidido que nunca más permitiría que le volviesen a hacer daño.  En cuanto el pastor Williams acabó la última plegaria e impartió la bendición, tomó su bolso y se puso de pie, mirando la puerta más cercana. No tenía ninguna intención de quedarse charlando con Pedro Alfonso. Pero, en su prisa por escapar, se olvidó de que él se encontraba en el extremo del banco. Cuando ella hizo ademán de salir, él se puso de pie y se dió la vuelta hacia ella.


—Buenos días —le dijo, y la expresión de sus ojos le indicó a Paula que él se había dado cuenta de que estaba lista para salir corriendo y le bloqueaba la salida a propósito—. Qué sorpresa encontrarte aquí.


—Entonces, somos dos los sorprendidos —dijo Paula—. Hubiese jurado que tú y tu familia iban a la iglesia metodista de la calle Elm.


—Cerró —dijo Pedro—. Hace unos cinco años.


Paula estuvo a punto de preguntarte por qué habían elegido la iglesia en la que se hallaban, pero se contuvo a tiempo. No quería hablar con Pedro un minuto más de lo necesario.


—Sí, eso sería genial —dijo Baltazar con entusiasmo—. Total, íbamos a comer fuera.


Paula dirigió la mirada a su hijo.


—¿Qué pasa?


—Que Mateo nos invita a comer con su familia —dijo Baltazar—. ¿No te parece genial?


—Lo siento —dijo Paula, pensando rápidamente—, pero no podemos. Tengo que hacer unos recados...


—Pero también íbamos a comer antes —dijo Baltazar, lanzándole una mirada de ruego a su amigo.


—Poorfaaa, señora Chaves —dijo Mateo—. Comeremos salchichas y ensalada de patatas y todo eso.


—Estoy segura de que estará todo delicioso —murmuró Paula—, pero... 

Traición: Capítulo 18

 —De acuerdo, te lo prometo —dijo Paula, lanzando un suspiro dramático—. Pero al menos dime que tú también me quieres.


—¡Pero ma! —se volvió a Baltazar, haciendo un gesto de exasperación con los ojos.


—O quizá tendría que abrir la puerta —dijo Paula, haciendo el gesto—. Así todos podrán oírlo.


—Te quiero —le dijo Baltazar, poniéndose rojo como un tomate—.— Ya está, ¿De acuerdo?


—Perfecto —dijo Paula, esbozando una amplia sonrisa—. Entremos.


Por el bien de Baltazar, Paula intentó demostrar confianza, pero la preocupaba cómo reaccionaría la pequeña comunidad ante su retorno después de tanto tiempo. Sin embargo, en cuanto ví al pastor Williams todos sus temores se esfumaron, ya que él sonrió cálidamente y en vez de estrecharle la mano que ella le tendió la envolvió en un cariñoso abrazo.


—Pauli Chaves—te dijo, sujetándola por los hombros mientras se alejaba pata mirarla mejor—, qué alegría verte. Bienvenida.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas ante la sincera recepción.


—Y éste ha de ser tu hijo—dijo el ministro, mirando a Baltazar—. Tu abuela me hablaba mucho de tí.


—¿Sí? —dijo Baltazar y una expresión de inquietud le cruzó el rostro—. ¿Qué decía?


—Me dijo que te gustaban los deportes —dijo el pastor Williams con los ojos chispeantes—. Tenemos una liga de baloncesto que entrena en el centro recreativo los jueves por la noche. Nos encantaría que vinieses.


—No lo sé —dijo Baltazar con timidez.


—Al equipo de Mateo Cullen le vendría bien otro jugador.


Baltazar levantó la cabeza de golpe.


—¿Mateo viene a esto iglesia?


—Sí —dijo el pastor, haciendo un gesto hacia el altar—. Está sentado con su familia por la mitad de la iglesia, a la derecha.


—Iré a saludarlo —decidió Baltazar, entusiasmado, y se marchó sin despedirse siquiera.


—Es un muchacho estupendo, Pauli. 


—¡Soy muy afortunada! —dijo Paula, sin molestarse en corregirlo. Tenía la sensación de que siempre sería Pauli para él. Y, lo cierto era que no le importaba.


—Hubo una época en que no te sentías así.


—Ya lo sé. Pero he crecido desde entonces —replicó Paula, para añadir un poco incómoda—: Espero que comprenda por qué no vine al funeral de mi abuela. Quería hacerlo, pero Baltazar y yo teníamos los dos la gripe…


—No es necesario que te justifiques —dijo él. Estoy seguro de que habrías venido si hubieses podido.


—Fue una muerte tan repentina —dijo Paula. A veces le costaba creer que su abuela hubiese muerto—. Cuando fue a visitamos el verano pasado estaba estupenda.


—Nadie supo la gravedad de su mal hasta que ya era demasiado tarde.


—La quería tanto —dijo Paula.


—Eras la luz de su vida.


—Le agradezco que me lo diga, pero... —titubeó Paula.


—Pero ¿Qué?


—Sé que mi abuela me quería —dijo Paula—, pero también sé que fui su gran decepción. Nunca logré ser lo guapa, delgada o popular que ella hubiese deseado.


—Tu abuela quería que fueses feliz. Lo que sucede es que a veces te presionaba demasiado —dijo el ministro, con expresión compasiva.


—Hizo lo que pudo —replicó Paula con sencillez.


—Me alegra que estés de vuelta. Cualquier cosa que necesites...


—Ya sé a quién recurrir —sonrió Paula—. Ahora, será mejor que me siente y le deje hacer su trabajo.


Aunque Paula hubiese preferido más atrás, Baltazar ya se había sentado junto a Mateo. A regañadientes se dirigió hacia él, sintiendo las miradas de curiosidad de la gente.


—Te he guardado sitio, ma —dijo Baltazar, poniendo la mano sobre el asiento—. Aquí. 

Traición: Capítulo 17

 —El Jefe de Recursos Humanos del First Commerce me ha llamado esta mañana.


—Enhorabuena —dijo Pedro—. Es estupendo. Sabía que todo saldría bien.


—Sí, felicitaciones —lo coreó Candela, poniéndose de pie. Se acercó a él y se colgó de su brazo—. ¿Estás listo para el picnic? Abril y yo estamos que nos morimos de hambre.


Aunque Pedro no se separó de ella, la mirada confundida que le dirigió a Candela indicó que él no sabía cómo interpretar su comportamiento posesivo. Pero Paula sí que advirtió que Candela estaba marcando su territorio e indicándole a ella que se retirase. Casi le dió un ataque de risa al pensar en Candela Andrews sintiéndose celosa de ella. Si alguien tenía que sentirse celosa, era Paula. Pero no lo estaba, porque los celos implicarían que ella quería a Pedro Alfonso. Y ella no lo quería. En su vida, no. Y mucho menos en su corazón.


Pedro esperó hasta que Candela y Abril estuviesen seguras dentro de la casa para irse. Aunque Lynnwood era una comunidad sin problemas de seguridad, Candela estaba segura de que su ex marido la había seguido mientras hacía compras en Kansas City durante el fin de semana. Desde entonces tenía miedo. Cuando le pidió que entrase, él casi accedió, hasta ver el brillo de sus ojos y darse cuenta de que su invitación tenía mucho más que ver con la soledad que con el miedo a su ex marido. Al igual que él, sabía que no estaba preparada para una nueva relación. Y, aunque ella lo estuviese, Pedro no tenía interés en ello. Era una buena amiga y él adoraba a su hijita, pero hacía rato que se había extinguido el fuego que una vez hubo entre ellos. Su hermana le decía que era muy exigente y que si quería una familia grande, como siempre decía, sería mejor que se pusiese a ello. Pero para Sonia era fácil opinar. Desde el instituto sabía que Fernando Cullen era el hombre para ella. Se había casado con él cuando todavía ambos iban a la universidad y seguían juntos desde entonces. Pedro quería aquel mismo tipo de amor, y si para ello tenía que ser exigente, pues prefería serio. Desde luego que no se iba a preocupar por ello. Había cosas mucho más importantes por las que preocuparse. Recordó la alegría de Paula con su nuevo trabajo.  No tenía que olvidarse de agradecerle su ayuda al amigo de su abuelo. Paula necesitaba que le diesen un respiro. Aunque ella no había hecho ningún comentario al respecto, sabía que la pérdida de su trabajo en la capital le había hecho perder la confianza en sí misma. Tener nuevamente trabajo era un paso para lograr recuperarla. Lo siguiente era conseguirle la canguro. Cuando le había mencionado el nuevo trabajo de Paula a su hermana, Sonia le había dicho que la mayoría de las niñas de instituto que cuidaban niños estaban comprometidas con meses de antelación. Pedro se detuvo en una luz roja y decidió que le daría tiempo hasta el día siguiente para encontrar una. Si no lo lograba, tendría que ver qué podría hacer para ayudarla, tanto si le gustaba a ella como sino.


—¿Por qué tenemos que ir a la iglesia? —dijo Baltazar, ajustándose la corbata—. ¿No podemos ir solo a comer fuera?


—Iremos a comer fuera después de ir a la iglesia —dijo Paula, mirándose el espejo retrovisor y quitándose una mancha de carmín de la mejilla—. Además, ya estamos aquí.


—Apuesto a que tu madre no te obligaba a ir a la iglesia cuando tenías mi edad.


—Pues lo cierto es que a mí me gustaba ir a la iglesia—dijo Paula.


Era un poquito mayor que Baltazar cuando ella y su madre se mudaron a la casa de su abuela. Y lo que había dicho era verdad. Todas las semanas iba a la iglesia a rezar por la recuperación de su madre del cáncer que la aquejaba y por el retorno de su padre. Incluso después de la muerte de su madre, paula siguió rezando. Hasta que su abuela le dijo que su padre se había vuelto a casar y marchado a California. Con su nueva esposa. Sin su hija. No volvió a pisar una iglesia hasta que se encontró sola y embarazada, sin dónde ir. Con el correr del tiempo había llegado a la conclusión de que todo sucede por un motivo. Porque se había mudado a Lynnwood, había conocido a Pedro. Debido a él había tenido a Baltazar.


—Te quiero mucho —dijo abruptamente, sonriendo a su hijo.


—Pero ma —dijo Baltazar abriendo la puerta del coche, pero luego la cerró nuevamente para añadir—: Vale que me digas esas cosas en casa, pero no lo hagas cuando estemos con otros que te puedan oír, ¿De acuerdo? 

martes, 20 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 16

Paula le sonrió y volvió la mirada hacia la madre de la niña. Mirándola con más detenimiento, se dio cuenta de que la conocía. Rápidamente retiró la mirada, pero no coa suficiente rapidez.


—¿No fuimos a la escuela juntas? —dijo la madre—. Soy Candela Campbell. Mi apellido de soltera era Andrews, Candela Andrews. ¿Recuerdas?


¿Cómo no iba a recordarlo? Un cuchillo se le retorció en el pecho a Paula. Popular y rodeada siempre de amigos, Candela Andrews representaba todo lo que ella hubiese deseado ser.


—¿Y tú eras...?


—Pauli Chaves —dijo Paula, sintiendo que tenía diecisiete años y era gorda y patosa otra vez.


Le dió rabia que la inseguridad la hubiese hecho dudar con las palabras y decir sin pensar su antiguo nombre.


—La vecina de Pedro Alfonso—sonrió Candela, asintiendo con la cabeza—. Me parecía que eras tú, pero no estaba segura. Estás tan diferente…


—Bueno, han pasado diez años —dijo Paula, restándote importancia.


—Estás fabulosa —dijo Candela—. Totalmente distinta de la Pauli que recuerdo.


—Ahora prefiero que me llamen Pau —forzó una sonrisa.


—Estupendo —dijo Candela con una cabezadita de aprobación—. Te queda bien. Yo también estoy pensando dejar el apodo. Aunque todavía me faltan un par de años para llegar a los treinta, no me veo con treinta años y llamándome Candela.


—Yo me lo cambié al acabar el instituto —dijo Paula—. Cuando vivía en la capital, todos me conocían por Pau, pero aquí todo el mundo insiste en llamarme Pauli.


—Dales tiempo —dijo Candela—. Ya se acostumbrarán. Por cierto, ¿Cuánto tiempo llevas en Lynnwood? Me sorprende no haberme cruzado contigo hasta ahora.


—Llevamos aquí poco menos de un mes —dijo Paula.


—¿A tu esposo lo trasladaron aquí? —preguntó. Candela con lo que parecía genuino interés. 


—No, en realidad se trata de mi hijo y de mí. Hace tiempo que es así—dijo Trish.


Aunque llevaba años diciéndole a la gente que se había casado al acabar el instituto, se había que dado embarazada y luego divorciado, por algún motivo no pudo volver a decir la vieja mentira una vez más.


—También nosotras somos dos. Abril y yo —dijo Candela, despeinando los rizos de su niña con la mano—. Martín y yo nos separamos definitivamente el año pasado. Habíamos estado viviendo en Kansas City, aunque después de la ruptura decidí volverme al pueblo. No estaba segura de si saldría bien, pero Pedro y mis viejos amigos me han ayudado mucho.


—¿Pedro? —dijo Paula, con la garganta agarrotada.


—Pedro Alfonso—dijo Candela—. Sé que ustedes no eran demasiado amigos; pero no dirás que no lo recuerdas.


—¿Recordar a quién? —dijo una voz grave junto a Paula, haciéndole darse la vuelta—. Hola, Paula —dijo Pedro en voz baja, y sus ojos se cruzaron con los de ella antes de que los hombros desnudos atrajeran su mirada. La piel de Paula se encendió.


—Tío Pedro —exclamó Abril corriendo a abrazar las rodillas de Pedro.


—Hola, princesa —dijo Pedro, levantándola en sus brazos—. Pareces una calabaza con esa ropa.


La niñita lanzó una alegre carcajada y Paula no pudo evitar sonreír.


—Se ha portado muy bien —dijo Candela, mirando a Pedro con una cálida sonrisa—. Las dos gritamos cuando hiciste el home run. Si estuviese todavía en el instituto, me levantaría y dirigiría a las animadoras para que te vitoreasen.


Paula sintió arcadas. Y pensar que durante un momento había pensado que Candela estaba cambiada. Se puso de pie.


—Será mejor que me vaya. Como comienzo a trabajar el lunes, no me queda demasiado tiempo para organizarme, incluyendo la búsqueda de una canguro.


Pedro le lanzó una mirada interrogante y luego comprendió.


—Has conseguido el empleo.


Usa sonrisa iluminó las facciones de Paula, a pesar de que hizo todo lo posible por reprimirla.

Traición: Capítulo 15

Paula colgó el teléfono. Era como un sueño. El día anterior, el First Commerce le había dicho que tendría que esperar varias semanas. Y ahora la llamaba el Jefe de Recursos Humanos ofreciéndole el trabajo, y encima, en sábado. Se preguntó durante un instante si Pedro había intervenido, pero lo descartó inmediatamente. Habían hablado la noche anterior y no habría tenido tiempo de hacerlo. El puesto cumplía todas sus expectativas y más. Y lo mejor de todo era que querían que comenzase enseguida. El lunes se tenía que presentar. Ello le dejaba el fin de semana para acabar de organizar la casa, cocinar dos o tres cenas para dejarlas congeladas y... Encontrar una canguro para Baltazar. Se lo hizo nudo en el estómago. ¿Y si no encontraba a nadie? ¿Qué haría? Intentó calmarse. Seguro que habría montones de adolescentes que querrían ganarse un dinerillo cuidando niños. Lo importante era encontrar la adecuada. Y tendría que comenzar enseguida. Fue hacia el teléfono y marcó el número de Laura, cruzando los dedos. Media hora más tarde; lanzó un suspiro exasperado. ¿Es que todo el mundo se había ido al partido? Baltazar le había comentado que el partido de béisbol entre los ex alumnos y los alumnos del último cuso del instituto era un gran acontecimiento, pero hasta aquel momento no se había dado cuenta de la importancia que tenía. Miró la hora. El partido ya estaría terminando. Si iba a la cancha, seguro que se lo podría pedir en persona a Laura, y si no, al menos se encontraría con Baltazar, que se había ido a ver el partido con Mateo y su familia. Sin perder las esperanzas de conseguir una canguro antes de que acabase el día, se dirigió a la puerta. Las gradas estaban llenas y ambos equipos seguían jugando cuando llegó a la cancha de béisbol. Vió a Laura y sus amigas flirteando con un par de jugadores y decidió que quizá aquel no sería el mejor momento para aproximarse a ellas. Aunque no era una fanática de los deportes, decidió esperar mirando el partido. Se hizo sombra con la mano en los ojos y miró las gradas, localizando finalmente un asiento vacío hacia la mitad.  Comenzó a subir los escalones, sin prestar atención a las miradas de curiosidad. Aunque llevaba un mes en Lynnwood, no había salido demasiado. No se consideraba una cobarde, pero le resultaba embarazoso encontrarse con gente que conocía de antes y que no la reconocía. Y cuando lo hacían, a veces deseaba que no lo hiciesen. La señora Russel, la cajera de A&P, usa mujer delgada, le había anunciado a medio supermercado que «Aquella muchacha era realmente gorda, y que mirasen el cambio». El cajero del banco dijo que era imposible que fuese la nieta de la señora Watson, porque aquella niña era «Decididamente obesa y nada bonita». Quizá eso tendría que hacerla disfrutar de la nueva situación, pero no era así. La avergonzaba pensar lo que todos habrían estado pensando y diciendo a sus espaldas. Oyó las palabras de Pedro como si hubiese sido el día anterior y las risotadas de sus amigos.


—Como si a mí me interesase tener algo que ver con ella.


El corazón se te encogió al recordarlo. El ruido de un bate contra la pelota la sacó de su ensueño. La multitud se puso de pie y vitoreó el tanto. Paula se dió la vuelta a tiempo para ver a Pedro acabar de dar la vuelta al diamante. Sus compañeros lo rodearon. Ella movió la cabeza mientras seguía subiendo. ¿Cómo lograba hacerlo? Su home run había hecho que su equipo se adelantase en el marcador. Era el hombre del momento. Nuevamente. Siempre había sido popular, leyó el discurso en nombre de los alumnos cuando acabaron el instituto, fue el presidente del último curso, también jugaba al fútbol... Lanzó un profundo suspiro, se sentó al final de la grada y sonrió a la niñita que tenía al lado.


—¿Cómo estás?—le preguntó.


—Tengo tres —dijo la niña, levantando tres dedos con orgullo.


—Abril, la señora no te ha preguntado cuántos años tienes —la corrigió con cariño su madre—, sino cómo estás. Dile: «Bien».


La niña inclinó la cabeza y retorció tímidamente un botón de su camisa de un brillante color anaranjado.


—Bien —dijo. 

Traición: Capítulo 14

 —¿Fue muy serio? —preguntó Paula, calmándose. Dejando de lado sus sentimientos por Pedro; parecía que él se había ocupado de su hijo.


—No es nada grave —dijo él, dirigiéndole una rápida sonrisa a Baltazar—. Pero me parece que quizá le duela unos días.


—Parece que no podrás jugar a la pelota, por ahora—dijo Paula.


—¡Venga, ma! —exclamó Baltazar, haciendo un gesto de exasperación—. No es tan serio. ¿No puede venir Mateo y...?


Paula se puso seria y Baltazar se interrumpió.


—Pauli...


Paula miró a Pedro.


—Quiero decir, Paula —dijo Pedro carraspeando y esbozando usa sonrisa—. Mateo es un niño bueno. Le hizo daño a Baltazar sin querer. Cosas de niños.


—Baltazar es mi hijo, Pedro —dijo Paula con firmeza—. Yo decidiré con quién juega y con quién no.


—¡Pero mami! —se quejó Baltazar.


Una sola mirada bastó para que el niño se callase. A veces, Paula se preguntaba si no era demasiado dura con el niño, pero había visto demasiadas madres solteras dominadas por sus hijos y estaba decidida a que no sucediese con ella.


—No tengo inconveniente en que venga Mateo —dijo dirigiéndose a su hijo—. Lo que pasa es que no sé si podrá ser este fin de semana. Quiero acabar la mudanza y dejar todo ordenado antes de comenzar a trabajar, y necesitaré tu ayuda. ¿Puedo contar contigo?


Baltazar asintió a regañadientes con la cabeza.


—¿Has conseguido el trabajo? —le preguntó Pedro—. Baltazar me dijo que tenías una entrevista.


Aunque Paula estuvo por decirle que aquel tema no era de su incumbencia, su pregunta era probablemente más por cortesía que curiosidad.


—Creo que tengo posibilidades —dijo.


—Mamá trabajará en un banco —dijo Baltazar.


—¿De veras? —preguntó Pedro, alerta—. ¿Cuál?


A Paula no le gustó demasiado la expresión de interés de sus ojos. 


—El First Commerce, en Kansas City. Están expandiendo el Departamento de Relaciones Externas.


—¿El First Commerce? —Paula sonrió—. Un amigo de mi abuelo pertenece al Consejo de Administración. Si quieres, le pido a mi abuelo que te recomiende. A veces, con eso es suficiente...


—No, gracias —dijo Paula, forzando una sonrisa—. Prefiero hacerlo por mi cuenta.


—No sería molestia —dijo Pedro.


—Quiero hacerlo por mi cuenta —insistió Paula, manteniendo la mirada firme y directa. 


Aunque deseaba el trabajo, no quería que Pedro se involucrase en su vida en absoluto. Ya había cometido el error una vez. 

Traición: Capítulo 13

Sentó a Baltazar sobre la tapa del inodoro.


—Puedes irte —le dijo a Laura—. Yo me quedaré con él hasta que su madre vuelva.


Laura titubeó, debatiéndose entre su responsabilidad como su canguro y su deseo de marcharse.


—Es un viejo amigo de mi madre —puntualizó Baltazar, repitiendo lo que Pedro le había dicho el día anterior.


—Bueno, pues de acuerdo entonces —dijo Laura, con una sonrisa de alivio—. Dígale a la señora Chaves que me puede dar el dinero que me debe mañana. 


Pedro metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de veinte dólares.


—¿Te alcanza con esto?—le preguntó.


—¡Hala! —exclamó Laura, arrebatándole el billete—. Sí, está perfecto.


—Adiós, Laura —dijo Baltazar con voz débil.


La adolescente le sonrió.


—Adiós, enano. Espero que no te duela demasiado.


Pedro contuvo una imprecación. Cuando ella se fue, enjabonó una toallita.


—Puede que te escueza un poco —le dijo al niño, mirándolo a los ojos—, pero tenemos que lavar la herida.


—Ya lo sé —dijo Baltazar, con expresión solemne—. Pero yo me aguanto.


Quince minutos más tarde, el gran raspón estaba limpio, desinfectado y cubierto con un apósito que Pedro había encontrado en el botiquín. Acababa de acomodar a Baltazar en un sillón con un vaso de zumo de naranja cuando se abrió la puerta de entrada.


—Laura, ya he llegado.


—Estamos aquí, ma.


Paula entró al recibidor y se quedó da piedra al verlos. El miedo le atenazó la garganta.


—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Laura?


—Tenía que irse —dijo Pedro y la sonrisa de bienvenida se borró de sus labios ante su tono cortante.


—El señor Alfonso le dijo que me cuidaría él —aclaró Baltazar rápidamente porque sentía que algo raro pasaba—. Está bien, ¿No?


Paula cruzó la sala e hizo un esfuerzo por tranquilizarlo con una sonrisa.


—Por supuesto, cielo. Lo que pasa es que tu eras responsabilidad de Laura, no del señor Alfonso.


—Esa niña era demasiado joven para semejaste responsabilidad —dijo Pedro. 


—Creo que yo sé juzgar eso mejor que tú —le respondió Paula de mala manera.


—Perdóname si disiento —dijo él, cruzándose de brazos. La mandíbula se le puso tensa—. Quizá mientras tú estás por el pueblo haciendo recados...


¡Quién era él para insinuar que ella no esa una buena madre, que ella no sabía lo mejor para su hijo? ¿Qué sabía él si no había estado allí para darle el biberón de las dos de la mañana o cuidarlo cuando temía el sarampión? Mientras él se ocupaba de pasárselo en grande, ella iba a la universidad, estudiaba y además se ocupaba de su hijo.


—… pero no es lo bastante mayor para resolver una emergencia.


¿Emergencia?


—¿Qué emergencia? —dijo finalmente.


Pedro miró a Baltazar y ella se dió cuenta del esparadrapo en la rodilla.


—¿Qué te ha sucedido, cielo? —exclamó corriendo a su lado.


—Me caí—dijo Baltazar, incómodo ante la muestra de preocupación de su madre—. Pero no pasa nada.


—¿Cómo sucedió? —preguntó, mirando a Pedro acusadoramente.


—Los niños chocaron jugando —dijo Pedro, con un encogimiento de hombros.


—¿Los niños?


—Mateo Cullen —dijo Baltazar—, el de la clase de natación.


—Ah, ya recuerdo —dijo Paula. Miró a Pedro—. Pero eso no explica por qué estás tú aquí.


—Jugamos al baloncesto —dijo Baltazar con el rostro tenso de preocupación—. Lo pasamos bien.


—No pasa nada, campeón —le dijo Pedro para tranquilizarlo—. Tu madre intenta averiguar lo que pasó.


Antes de que Paula pudiese decirle que ella solita se podía ocupar de consolar a su hijo, prosiguió:


—El padre de Mateo es mi cuñado, Fernando —dijo Pedro—. Pensamos que estaría bien si jugábamos dos contra dos con los niños.


—Me hice una rozadura en la rodilla —dijo Baltazar—. Y el señor Alfonso me puso desinfectante. 

jueves, 15 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 12

 —Ese niño es un rival temible —dijo Fernando Cullen con admiración.


—Tiene mucha energía —dijo Pedro, y se echó hacia atrás en una de las tumbonas que había rescatado del garaje de su madre—. Me canso con solo mirarlo.


—No me vengas con historias —dijo Fernando—. Seguirías allí si te pierna no me hubiese comenzado a molestar.


Habían pasado una hora jugando un reñidísimo partido con los dos niños hasta que a Fernando comenzó a dolerle la rodilla que se había herido en un accidente de esquí el año anterior.


—Como te parezca—dijo Pedro, tomando un sorbo de té helado. Al mirar a los niños, se inclinó hacia delante—. Esos niños están jugando un poco bruscamente.


Se levantó de golpe en el instante en que Mateo, absorto en el juego, marcaba una canasta y luego chocaba con Baltazar. Cruzó el patio de dos rápidas zancadas, pero no llegó a tiempo para evitar la caída de su vecino.


—Baltazar, ¿Te encuentras bien? —le preguntó, arrodillándose a su lado.


Al niño se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las secó de un manotazo y asintió. Pedro se dió cuenta de que hacía un gran esfuerzo por no llorar.


—¿Se ha hecho daño? —preguntó Mateo, con la preocupación reflejada en su rostro pecoso—. No lo he hecho a propósito.


—Está bien—dijo Pedro, tranquilizándolo con una mano en el hombro y mirando a Fernando—. Pero creo que por hoy es suficiente.


—Tienes razón. De todos modos, Mateo y yo ya nos teníamos que ir — dijo Fernando—. Sonia ya tendrá la comida lista.


—Lo siento, Balta—dijo Mateo, sin saber qué decir—. ¿Quieres que volvamos a jugar cuando te sientas mejor?


Baltazar asintió con la cabeza, mordiéndose el labio. Pedro esperó a que su sobrino y su cuñado se marcharan antes de volverse hacia el niño. 


—Parece que te has hecho un raspón en la rodilla —le dijo con tranquilidad, como si no tuviese mayor importancia.


—Me duele —dijo Baltazar con voz temblorosa.


A Pedro se le encogió el corazón, pero quizá peor demostrar demasiada lástima.


—No me sorprende —dijo, mirando la rodilla ensangrentada—. Y me temo que tendremos que limpiarlo.


—Entonces me va a doler más.


Pedro miró los asustados ojos del niño con tranquilidad.


—Intentaré no hacerte daño.


Baltazar se lo quedó mirando un rato antes de asentir con la cabeza y ponerse de pie. Cuando entró renqueando a la casa, la canguro levantó la vista.


—¡Ay, Dios santo, le chorrea sangre por la pierna! —exclamó, dando un alarido.


—Generalmente sucede eso cuando te haces una rozadura en la rodilla—dijo Pedro, lanzándote una mirada de advertencia.


—La sangre no me gusta demasiado —parloteó Laura nerviosamente mientras los seguía al cuarto de baño—. Me desmayé cuando tuvimos que pincharnos un dedo en la clase de Biología.


—No tendrás que hacer nada. Yo me ocuparé de todo —dijo Pedro, intentando no mostrar su irritación. 


¿En qué estaba pensando Paula cuando contrató a esa niña para que cuidase a su hijo?


Traición: Capítulo 11

 —Si ello sucede, entonces supongo que tendremos que conformarnos nosotros dos. ¿Qué te parece?


La amplia sonrisa de Baltazar fue la respuesta que necesitaba. Se la retribuyó y lo invadió una cálida satisfacción. Nunca se había sentido tan bien por hacer lo correcto. Paula alisó las mantas alrededor de su hijo.


—¿Has tenido un buen día?


No era necesario preguntarlo. Desde el momento en que lo llamó a comer, se le notaba en la cara, en su andar vivaracho, en la forma en que pidió repetir. Por primera vez desde la mudanza, Paula tuvo la certeza de que todo iba a salir bien.


—Es el mejor día de mi vida —dijo él, feliz, acomodándose en la almohada.


—¿Tienes un amigo nuevo? —preguntó restándole importancia. Por encima de todo, no quería que él pensase que le importaba.


—No, pero... —dijo Baltazar, y se quedó pensando.


Paula esperó. Había aprendido a no atosigar a su hijo. Tarde o temprano, le diría todo, pero según su propio ritmo.


—Quizá venga Mateo Cullen mañana por la tarde.


—¿Mateo? —preguntó, recordando vagamente a un niño rubio y delgado con bañador azul de la clase de natación.


—Aja.


—Parece simpático —dijo Paula, como si no tuviese mayor trascendencia, mientras internamente elevaba una plegaria agradecida. Sería la primera vez desde que se cambiaros a Lynnwood hacía tres semanas que un niño vendría a jugar con Baltazar—. ¿Estás contento? 


—Supongo que sí.


—En mi cole había un Cullen. Por supuesto que era tres o cuatro anos mayor que yo —dijo Paula—. Me pregunto si será su padre.


—No sé —dijo Baltazar con un encogimiento de hombros.


—Da igual. Haré unas galletas para tí y... —se detuvo, recordando súbitamente—. Oh, no. No estaré aquí por la tarde.


—¿Y Mateo no puede venir? —preguntó Baltazar con expresión de horror.


—No, seguro que todo sale bien —le dijo Paula, rogando que la adolescente que había contratado de canguro no pusiese objeciones a que un amigo fuese a jugar con Baltazar. Después de todo, le simplificaría la tarea—. Lo único que tengo que hacer es preguntárselo a Laura. Se quedará contigo mientras voy a la entrevista. ¿No es genial que mami por fin tenga trabajo?


Paula no le dijo que el trabajo era en Kansas City, pero tenía que pagar las cuentas y el puesto tenía muchas ventajas: Un paquete de beneficios además de un salario igual al que tenía en la capital, y el tipo de trabajo parecía de ensueño.


—¿Crees que Mateo traerá su propio balón? —preguntó Baltazar preocupado.


—No lo sé, cielo —sonrió Paula con pesar. Tendría que haber supuesto que a Baltazar no lo entusiasmaría la noticia.


—Si no, podemos usar el mío —dijo el niño.


Se le encogió el corazón. Era un niño tan animoso, sin quejarse ni una vez de que ella lo arrastrase de una punta a la otra del país. Pero por primera vez se dio cuenta de lo mucho que él deseaba tener un amigo. Le dió un beso en la frente.


—¿Sabes cuánto te quiero? —le preguntó.


El rostro del niño se relajó ante la pregunta, que se había convertido en un ritual diario.


—¿Hasta el cielo?


—Sí, señor —le respondió, estrechándolo en sus brazos—. Y no se te ocurra olvidarlo.


Paula se quedó a su lado hasta que él se durmió. Le retiró un mechón del cabello de la frente. Era tan joven, tan inocente. Aquella noche lejana con Pedro le había cambiado el curso de la vida, pero le había dado un gran tesoro. Hasta aquel momento, Baltazar no le había causado ningún problema. Y si sufría por no tener padre, nunca lo decía. Había sido una buena decisión no comunicarle a Pedro su paternidad. Pero si él la hubiese querido como ella lo quería a él, Baltazar habría tenido padre, además de madre. Suspiró. ¿Por qué se atormentaba pensando en lo que podría haber sucedido? Aquel era el mundo real, no una tierra de ensueño con finales de fábula. Un mundo en el que aunque se amara a alguien, no necesariamente se era correspondido. Un mundo en el que a veces había que aprender a golpes que el príncipe azul solo existía entre las páginas de un libro. 

Traición: Capítulo 10

Pedro volvió a mirar por la ventana, estudiando al niño con detenimiento.


—Ese niño está muy grande para tener solo ocho años.


—¿Ocho? —se sorprendió ahora su madre—. Pau dijo que tenía nueve.


—Imposible que tenga nueve.


—Quizá oí mal—se encogió de hombros con una leve sonrisa en los labios—. Desde luego que pareces interesado en mi nuevo vecino. ¿No será porque su madre, que antes era un patito feo, ahora se ha convertido en un hermoso cisne?


—No tiene nada que ver con el aspecto —replicó él bruscamente—. Y Pauli nunca fue fea.


Ana se puso seria.


—Perdona —dijo Pedro—. No sé lo que me pasa —se sentía extraño desde la fiesta.


La noche en que había visto a Pauli, la noche en que los viejos sentimientos y emociones lo habían asaltado en una oleada.


—¿Pedro?


Miró a su madre, que se había quedado mirándolo fijamente.


—Era broma —dijo ella—. Me gusta Pau. No era mi intención decir nada malo de ella.


—No es nada —dijo Pedro, pasándole el brazo por los hombros para estrechárselos con cariño mientras volvía a mirar por la ventana—. ¿Sabes?, hace un buen rato que no echo unas canastas.


—A Baltazar le gustará tener con quien jugar —dijo su madre—. No se queja, pero sé que se siente solo.


Pedro miró la solitaria figura a través del cristal. Sin volver a pensar en las cajas de la mudanza que traía en el todoterreno para llenar, se dirigió a la puerta trasera. Una ráfaga de aire le arrancó la puerta mosquitera de la mano, que se cerró con un portazo. Baltazar lo miró, alerta y un poco temeroso.


—La señora Alfonso ha dicho que puedo usar el aro. 


—Tranquilo —dijo Pedro, esbozando su calma sonrisa—. No estoy aquí para echarte. Soy Pedro, el hijo de la señora Alfonso. También soy un viejo amigo de tu madre. Pensaba que querrías jugar un poco conmigo.


Al niño se le iluminó la cara.


—Desde luego —dijo.


Después de treinta minutos de observar a Baltazar jugar y marcar algunos tantos bastante difíciles, Pedro llegó a la conclusión de que al niño se le daba muy bien el baloncesto. Tenía buen equilibrio y usaba bien las manos, además de ser naturalmente atlético.


—Pido tiempo —dijo Pedro, dejándose caer en el escalón de la puerta—. Hagamos un descanso.


—Después, ¿Podemos jugar un poco más? —preguntó el niño. La cara le brillaba de sudor, pero el entusiasmo le iluminaba los ojos—. Falta para que mi madre me llame a comer.


—Lo siento, pero me tengo que ir —dijo Pedro con pena.


—¿Y mañana? —le preguntó el niño, ilusionado.


—Estaré ocupado con mi mudanza —dijo Pedro, suavizando la negativa con una sonrisa—. ¿Por qué no juegas con tus amigos?


—No tengo amigos —dijo el niño bajado los ojos y rascando el cemento con la punta de la deportiva—. Al menos, todavía no. Pero no pasa nada —añadió rápidamente—. Estoy acostumbrado a jugar solo.


Aunque el niño se parecía poco a su madre, en aquel instante Pedro sintió que le recordaba la soledad de Pauli.


—Podría venir a eso de las cuatro —dijo, porque en lo único que podía pensar era en Pauli y en cómo él había recibido todo lo que ella le daba sin ofrecerle nada a cambio—. ¿Conoces a mi sobrino, Mateo Cullen? Creo que tiene te edad.


—Está en mi clase de natación —dijo Baltazar, asintiendo lentamente con la cabeza.


—Pensaba que podría preguntarles a él y a su padre si quieren jugar también —dijo. Aunque su cuñado vendría a ayudarlo después del trabajo, era un hombre de familia y Pedro estaba seguro de que aceptaría el cambio de planes para poder jugar un rato con su hijo.


—A mí me gustaría—dijo Baltazar, pero la cautela atemperó el brillo de excitación de sus ojos—. ¿Y si dicen que no? 

Traición: Capítulo 9

Pero pensándolo bien..., Ella siempre estaba disponible. Siempre esperándolo. Habían pasado juntos casi todos los viernes y los sábados del último curso del instituto. Los dos se sentaban en el porche a charlar tarde, después de que él acompañase a la chica coa quien había salido a su casa, cuando la madre de él y la abuela de ella hacía rato que se habían ido a la cama. Se había convertido en un ritual: Al llegar a casa ella lo estaba esperando en el porche con una botella de su gaseosa favorita. Hasta comenzó a decirle a las chicas con quienes salía que lo dejaban salir solo hasta la medianoche. Después de la primera vez, a él nunca se le había planteado pensar si Pauli era bonita o anodina, delgada o gorda. Era Pauli, su amiga y confidente.


—¿Pedro? —dijo su madre, sacándolo de su ensimismamiento—. ¿Has oído lo que te he dicho?


Levantó la mirada y se la quedó mirando sin saber qué decir.


—Sigues igual que siempre —dijo ella, regocijada—. He dicho si no es estupendo que la casa de la abuelita esté nuevamente ocupada.


—¿Te dije que me la encontré es Washington?


—¿A quién?—preguntó su madre, confusa.


—A Pauli Chaves.


—¿De veras?


—No me lo podía creer —dijo Pedro, untando distraído una tortita con mantequilla—. Ya sabrás que ahora quiere que la llamen Pau. Y ni actúa ni se parece en absoluto a la antigua Pauli.


De repente, se dió cuenta de por qué había sido tan turbador encontrársela. Estaba hermosa, sofisticada. Pero no era Pauli. No era la chica que recordaba.


—¿La antigua Pauli? —dijo su madre con indulgencia—. Pero si apenas la conocías. Durante todos los años que vivió al lado no recuerdo que le dijeses dos palabras seguidas.


Pedro se dió cuenta de que si intentaba explicarle que ella había sido su mejor amiga, su madre no lo creería. 


—La verdad es que hablamos más de lo que tú crees —le dijo—. Era una chica genial. Te habría gustado.


Y a Pauli le habría gustado su madre. Le había dicho más de una vez lo mucho que echaba en falta a su propia madre. Él la había escuchado comprensivamente, pero, ¿Había hecho algo por ayudarla? No necesitó hacerse la pregunta. Ya sabía la respuesta. De repente, se le fue el apetito. Dejó el tenedor y empujó el plato con las tortitas a medio comer.


—Tengo deseos de conocerla un poco más —dijo su madre—. Y a su hijo.


—Yo no me haría demasiadas ilusiones —dijo Pedro, recogiendo su plato para llevarlo al fregadero—. Cuando hablé con ella ayer, no me dió ni la hora. Me parece que no le interesa intimar con los vecinos.


—¡Querido, no seas absurdo! —rió su madre—. Que no se haya lanzado encima de ti como lo hacen la mayoría de las mujeres, no quiere decir que no le gustes. Pau es una mujer encantadora. Y tengo la impresión de que vamos a ser buenas amigas.


Pedro miró por la ventana. Quizá su madre tenía razón. Quizá había esperado demasiado de Pauli. O quizá él estaba en lo cierto y era verdad que ella le guardaba rencor. Hizo una profunda inspiración buscando calmarse. Con deliberada lentitud, llenó un vaso con agua del grifo. Volvió a mirar por la ventana. Aunque no sabía los nombres de todos los niños del vecindario, los conocía de vista. Pero el de cabello oscuro que practicaba baloncesto frente a la puerta del garaje no le resultaba en absoluto familiar.


—¿Quién es ese niño?


Su madre se levantó de la mesa y se dirigió a la ventana con la taza de café en la mano, poniéndose de puntillas para mirar por encima de su hombro.


—Es Baltazar Chaves—sonrió—. Viene todos los días a practicar un rato.


—¿Ese niño es el hijo de Pauli? —preguntó Pedro, sin poder ocultar su sorpresa.


Ana puso su taza de café sobre la encimera y lo miró.


—Recuerda que ahora se llama Pau. 

martes, 13 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 8

 —Me alegra tanto que estés en casa —dijo Ana Alfonso sonriéndole a su hijo mientras hacía las tortitas—. Parecía que nunca ibas a volver.


—No exageres, mamá. Un año no es tanto tiempo —sonrió Pedro.


Antes de que se fuese a Washington, su madre le expresó su temor de que le gustase la capital y se quedara allí para siempre. Pero se había preocupado en vano. Aunque el tiempo como mediador de la Comunidad Independiente de Banqueros Americanos ante el Congreso había valido la pena, solo acentuó su deseo de vivir en el medio oeste.


—Qué bien estar en casa —dijo con sencillez.


Su madre se ruborizó, satisfecha. Era la primera vez que los dos tenían oportunidad de sentarse a charlar. Cuando ella volvió del golf era tarde y al rato Sonia, la hermana mayor de Pedro, llegó con su marido y los niños. Él se pasó la tarde comiendo el festín de bienvenida que su madre le había preparado y jugando con sus sobrinos.


—Hablando de casa, supongo que estarás ansioso por mudarte a tu casa nueva.


—Desde luego —dijo Pedro, ilusionado—. Pensaba que podría comenzar a trasladar algunas de mis cosas hoy.


La casa «Nueva» de Pedro tenía más de cien años y se erguía como un centinela en un extremo del pueblo. La había comprado en una subasta poco antes de marcharse a la capital y durante su ausencia un constructor le había hecho recuperar su antiguo esplendor.


—Te ayudaré encantada —dijo su madre, calentando dos tazas de café y poniendo una fuente llena de tortitas con mermelada de arándanos sobre la mesa antes de sentarse—. Me temo que la abuela Irene tiene un campeonato de bridge que la tendrá ocupada todo el día, así que no podrá echarte una mano; pero el abuelo llegará a casa a mediodía. A los socios de su club de inversores les toca leer a los niños en la Casa de la Cultura esta semana. 


Pedro sonrió al imaginarse a su abuelo rodeado de escolares. Aunque cariñoso con él cuando éste era niño, el antiguo gerente del Grupo Bancario de las Grandes Llanuras siempre se había sentido más cómodo hablando de Wall Street con sus amigos que de Barrio Sésamo con sus nietos. Su hijo, el padre de Pedro, era igual. Su prioridad había sido su trabajo, y desde que era niño lo habían educado para que siguiese sus pasos. Murió en un accidente de tráfico cuando estaba acabando el instituto y solo Pauli comprendió la presión que el joven sentía, el temor de tener que cumplir un rol demasiado pronto, un papel que no estaba seguro de querer cumplir. Masticó un bocado mientras pensaba en la primera vez que había notado la existencia de Pauli Chaves. Desde los trece años, ambos habían ido al mismo instituto, pero entre los deportes, los amigos y el trabajo del banco, nunca habla prestado atención a la vecina de al lado. Hasta un sábado por la noche, cuando acababa el ciclo básico. Volvía a casa tarde de una fiesta y estaba metiendo la llave en la cerradura cuando oyó que lo llamaban. Se dirigió adonde provenía la voz femenina y se encontró a Pauli sentada en la escalinata del porche de su abuela con una bolsa de patatas y una gaseosa. Llevaba el cabello rubio recogido en una coleta y la amplia figura cubierta por una camiseta holgada y un pantalón de chándal. Cohibida ante su mirada, le dió un breve mensaje: Su novia, Candela, había pasado por allí y quería que la llamase. Pedro hizo caso omiso del mensaje. Candela y él llevaban la mayor parte de la semana discutiendo y la llamaría tarde o temprano, pero en aquel momento la expresión inteligente de los ojos de Pauli y la bolsa de patatas fueron más fuertes. Impulsivamente, le preguntó si se podía sentar a su lado. Ella se lo quedó mirando un momento y luego te ofreció unas patatas. Y él se sentó y aceptó un puñado. Siguieron hablando hasta las tres de la mañana. A diferencia de la mayoría de las chicas que conocía, Pauli no intentaba impresionarlo. Decía lo que pensaba, pero también sabía escuchar. Pronto descubrió que sabía guardar un secreto y se hicieron amigos. En el instituto todo había seguido igual. A él le gustaba estar rodeado de compañeros y Pauli prefería estar sola. O al menos, eso era lo que él creía entonces. Nuevamente se sintió invadido por la culpabilidad. Antes de verla es la fiesta de hacía dos meses, nunca se te había ocurrido que él pudiera ser su único amigo. 

Traición: Capítulo 7

 —¿Estás bien? —fue lo único que se le ocurrió decir, dadas las circunstancias.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella con los ojos relampagueantes.


—Yo podría hacerte la misma pregunta.


—Yo vivo aquí —dijo ella elevando la barbilla en un gesto desafiante—. Me mudé hace dos semanas.


—No dijiste nada de cambiarte aquí cuando nos encontramos en la fiesta —dijo él con sorpresa.


—No lo decidí hasta el mes pasado.


La frialdad de su tono lo sorprendió. Aunque ella había estado bastante fría durante la fiesta, él lo había atribuido a que se encontraba acompañada. Pero ahora no estaba acompañada. Pedro se puso de pie. Tenía la camisa manchada por el resbalón en la hierba y unas ramitas pegadas a las mangas. Se las sacudió y esbozó su mejor sonrisa.


—Bienvenida, pues.


—Gracias —dijo ella—. Todavía no me has dicho qué haces aquí.


—Acabo de llegar —hizo un gesto hacia su casa—. Estoy haciendo tiempo hasta que mi madre vuelva.


—Entonces, ¿Estás de visita? —pregustó, relajándose un poco.


La sonrisa de Pedro se hizo más amplia.


—Lo cierto es que yo también me he mudado. Qué coincidencia. Tú y yo juntos nuevamente.


¿Una coincidencia? Paula se lo quedó mirando horrorizada. Su presencia en el pueblo era una complicación con la que no había contado. Se le hizo un nudo en el estómago.


—¿Vivirás con tu madre? —preguntó, resistiendo el impulso de cruzarse de brazos.


—Ya estoy un poco mayorcito para eso —rió Pedro—. Tengo mi propia casa. 


—¿En Kansas City? —preguntó Paula, con la esperanza de que su casa estuviera en cualquier sitio menos en Lynnwood.


—¿Y por qué iba a comprar una casa en KC si trabajo en Lynnwood?


A Paula le dió un vuelco el corazón. No tenía dinero para volverse a cambiar de casa. Y aunque lo hiciese, ¿Adonde iría?


—Compré la vieja casa de los Armbruster.


Paula levantó la cabeza, sorprendida.


—¿Te has comprado la mansión? —dijo, y las palabras le salieron de la boca antes de que pudiese detenerlas.


Pedro sonrió y se le marcaron arruguitas alrededor de los ojos.


—Te acuerdas.


—Vagamente —dijo ella, restándole importancia con un gesto de la mano.


¿Cómo iba a olvidarse? Cuando los Armbruster vivían allí, la casa siempre estaba iluminada y llena de risas. Muchas noches, cuando las estrellas se hallaban especialmente brillantes y el aire cálido, ella y Pedro habían ido andando por la acera oscura hasta la esquina, deteniéndose a contemplar la mansión. ¿Por qué le había resultado tan atractiva? ¿Sería porque siempre estaba a rebosar de gente, mientras que ella se sentía sola y aislada? ¿O porque le daba sensación de estabilidad? La casa tenía cien años. Era un castillo, una fortaleza, parte del pueblo. Mucho más que ella. Una vez, cuando él le dijo que pidiese un deseo, deseó que algún día la mansión fuese su hogar. Por supuesto que él también estaba incluido en el sueño. Qué tonta era.


—¿Quieres verla por dentro? —dijo Pedro, sacando un llavero del bolsillo—. Me encantaría mostrártela.


Paula se sintió tentada durante un segundo. Aunque se había jurado guardar las distancias con él, siempre se había preguntado si el sitio sería tan hermoso por dentro como lo era por fuera. Pedro sonrió, incitante, haciendo tintinear las llaves.


—Venga, Pauli.


El nombre actuó como un cubo de agua fría, haciéndola volver a la realidad. Tenía que recordar que Pedro Alfonso era un camaleón, podía cambiar de color en un instante. Un hombre capaz de susurrarle palabras de amor en un momento y dos segundos más tarde reírse de ella. Alguien que le había demostrado que no se podía confiar en él


—Lo siento, pero no —le dijo. La cortesía tendría que haberle hecho añadir que quizá en otra ocasión, pero en vez de decir eso, levantó una ceja y, mirándolo, añadió—: Y, Pedro...


Pedro la miró y ella sintió un instante de pena al ver su expresión de desilusión. Era incomprensible cómo podía parecer tan sincero con lo taimado que era. Afortunadamente, no era una cuestión de comprender, sino de recordar.


—Ahora me llamo Pau. Hace mucho que Pauli ha dejado de existir.


—Puede que hayas cambiado de nombre, pero sigues siendo la misma persona.


—En eso sí que te equivocas.


La dulce e ingenua Pauli había muerto cuando él traicionó su confianza hacía diez años. ¿La misma persona? ¿La misma tonta enamorada? Desde luego que ya no lo era. Y nunca jamás lo sería. 

Traición: Capítulo 6

 —¿Le importaría si fuese de vez en cuando a echar unas canastas? Lo haría con cuidado. Le prometo no golpearle el coche—pidió.


Paula lo miró con horror.


—Cielo, la señora Alfonso solo lo decía por ama...


—Por supuesto que puedes venir —dijo Ana—. Es decir, si tu madre está de acuerdo.


Paula contuvo el atiento, mirando primero a uno y luego al otro. Lo más fácil sería decir que sí. Pero había aprendido hacía tiempo que lo más fácil no tiente por qué ser lo correcto. Permitir que Baltazar jugase en el patio de Ana Alfonso habría sido una locura. Nada bueno podía surgir de ello, solamente problemas. Y bastantes problemas había tenido en su vida como para buscarse más.


Pedro detuvo el coche de alquiler en la entrada de la casa de su madre y lanzó un suspiro de alivio. El vuelo desde Washington a Kansas City había tenido muchas turbulencias, y luego había llovido todo el camino hasta Lynnwood. Salió del coche y estiró las piernas. Qué bien estar en casa. Además, era un día precioso. Le extrañó que su madre no saliese a recibirlo, pero después se dio cuenta de que faltaba su coche y recordó que ella jugaba al golf los miércoles por la tarde. Tardaría horas en llegar a casa. La elección de un vuelo temprano le había parecido a Jack una buena idea, pero ahora se encontraba sin saber qué hacer. Podía ir a ver a su hermana. Con sus tres niños, todos menores de diez años, la casa estarte llena de actividad. Pensándolo bien, le apetecía mucho más descansar solo un rato, tomándose una cerveza, que tener que vérselas con sus sobrinos. Le llevó unos minutos descargar el coche. Después dé dejar su equipaje en el recibidor, sacó una cerveza del refrigerador y salió al jardín. La tormenta había dejado todo limpio y el aire olía a primavera. Secó con la mano a la hamaca de madera del porche y se sentó. Contempló las cuidadas casas de dos pisos, con su césped recortado y abundantes flores tempranas. Había crecido en aquella manzana. Algunos de sus mejores recuerdos procedían de aquel vecindario, del porche de su casa. O de la casa vecina, de la escalinata de la casa de Pauli. Miró hacia la casa de al lado, apenas visible entre los árboles. Un movimiento súbito de algo rojo le llamó la atención. Dejó la cerveza en el suelo y se acercó a la verja para observar mejor. Alguien se había mudado finalmente a la casa de abuelita. La abuela de Pauli siempre había sido «Abuelita» para todos los chicos del barrio. Cuando murió, poco tiempo después de que él se marchase aWashington, todo el barrio sintió que había perdido a su abuela, no solo Pauli. Intentó ver quién había llegado, pero la vegetación se la impedía. Llevado por un impulso, decidió presentarse al nuevo vecino y pasó por el mismo hueco del cerco que siempre había usado de atejo. Inmediatamente se dió cuenta de que era una mujer: Una mujer atractiva que llevaba unos minúsculos pantalones cortos rojos que apenas si le cubrían el bonito trasero. La mirada apreciativa de Pedro descendió para detenerse en las largas y torneadas piernas antes de volver a subir por la piel dorada hasta el torso cubierto por un sujetador de biquini. Estaba de pie en una destartalada escalera, rascando la pintura de usa de las ventanas con una espátula.


—¿Necesitas ayuda?


Sobresaltada, la mujer se dió la vuelta de golpe; el movimiento hizo que la escalera se tambalease, y ella lanzó un grito de alarma. Pedro cruzó el jardín corriendo y la recibió en sus brazos antes de que tocase el suelo. El impulso provocó que cayera, pero protegió el cuerpo de la mujer con el suyo, recibiendo él todo el impacto de la caída. Se quedó quieto un segundo e intentó recuperar el aliento mientras esperaba que el corazón se te calmase. Pero las suaves curvas que se apretaban costra su cuerpo hacían que le resultase imposible. La mujer se dio la vuelta en sus brazos para mirarlo. A Pedro se le paró el corazón. Un par de conocidos ojos verdes se abrieron, sorprendidos. Por un segundo sintió que tenía dieciocho años otra vez y se encentraba encerrado en un armario con el aire más cargado que durante una tormenta eléctrica en Kansas. Automáticamente apartó con la mano el mechón de cabello rubio que se le había escapado de la coleta a Pauli. Ésta emitió un grito ahogado y se echó hacia atrás, cayendo de sus brazos al suelo. Se puso rápidamente de pie, agitada. Confuso,  se incorporó apoyándose en un codo. 

Traición: Capítulo 5

Baltazar comenzó a incomodarse en sus brazos y lo soltó, dándole un beso en el pelo.


—¿Por qué no sacas tus maletas del coche y las llevas a tu habitación?—le dijo.


El niño titubeó y ella lo miró con la maternal firmeza que había adquirido después de nueve años.


—Cuanto antes vaciemos la furgoneta, antes iremos al parque.


Baltazar fue hacia la puerta de entrada y Paula se inclinó a recoger la caja con cosas de la cocina que Baltazar había dejado en el suelo.


—¡Toc, toc! —dijo Ana Alfonso, asomando la cabeza por la puerta trasera—. ¿Hay alguien?


Paula se enderezó de golpe y se secó las palmas de las manos en los vaqueros.


—Adelante.


Reconoció a la madre de Pedro inmediatamente. Aunque la mujer tendría unos cincuenta y tantos años, seguía teniendo el aspecto elegante y juvenil que Paula recordaba. Su cabello oscuro no tema trazas de gris y las pocas arrugas que rodeaban sus ojos color avellana acentuaban su talante optimista. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y un polo rojo, y podría haber pasado por la hermana de Pedro.


—¿Pauli? —titubeó la mujer, recorriendo con la mirada las largas y delgadas piernas de Trish enfundadas en vaqueros y la camiseta que te quedaba como una segunda piel—. No sé si me recordarás, soy Ana Alfonso. Vivo al lado.


—Por supuesto que la recuerdo, señora Alfonso —dijo Paula cortésmente, estrechándole la mano con firmeza.


—Por favor, llámame Ana.


—Solo si tú me llamas Pau—dijo. Le costó trabajo no devolverte la sonrisa a la mujer, pero no deseaba en absoluto intimar con la madre de Pedro.


La puerta de entrada se cerró con un golpe. Paula y Ana se dieron la vuelta y vieron pasar a Baltazar a la carrera y subir las escaleras. Ana la miró interrogante.


—Mi hijo, Baltazar —explicó Paula—. Tiene nueve años. 


La edad le salió automáticamente y hubiese dado cualquier cosa por poder volver atrás, pero ya era demasiado tarde. Si hacía algún comentario en ese momento, solo lograda resaltar la metedura de pata.


—Mi nieto, Mateo, cumplirá nueve el mes que viene. Hace tanto que mi hijo tenía esa edad que me había olvidado de lo activos que son —dijo Ana, con una risa ahogada, meneando la cabeza—. Noventa kilómetros por hora, veinticuatro horas al día, siete días por semana.


—Exactamente —dijo Paula, lanzando una carcajada. A pesar de su intención inicial, sintió simpatía por su vecina—. Baltazar me ha dicho que quiere jugar al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Intenté explicarle que la mayoría de los niños eligen solo un deporte, pero me dijo que no sabía cuál elegir, que le gustaban todos.


—Mi hijo Pedro era así también. Por suerte, en un pueblo pequeño, los niños pueden hacer casi de todo.


Nuevamente se oyeron pasos en el recibidor y un segundo más tarde Baltazar irrumpió en el salón.


—Ma, ya he sacado todo de la furgoneta, y abierto... —se interrumpió—. Perdón.


—Balta —dijo Paula con una sonrisa tranquilizadora—, esta es la señora Alfonso, nuestra vecina —miró a Ana—. Este es mi hijo, Baltazar.


Baltazar se acercó y alargó la mano.


—Mucho gusto, señora Alfonso.


Paula sintió que reventaba de orgullo. Desde pequeño le había enseñado buenos modales. Parecía que había servido para algo.


—Encantada de conocerte, Baltazar —sonrió Ana cálidamente, estrechándole la mano al hiño—. Vivo en la casa de al lado, así que si necesitas algo, ya sabes.


—¿En la casa con el aro de baloncesto? —preguntó Baltazar, abriendo mucho los ojos.


—Sí —sonrió Ana, mirando a Paula—. Según tu madre, te gusta mucho jugar.


Baltazar asintió con la cabeza. Bajó la mirada un momento y tomó aliento. 

jueves, 8 de agosto de 2024

Traición: Capítulo 4

 —Pues bien, aquí estamos —dijo Paula, abarcando con un gesto la habitación—. ¿Qué te parece?


Lleno de cajas y maletas, el recibidor poco se parecía a la sala perfectamente ordenada que su abuela reservaba para las visitas. Pero la luz que se filtraba a través del ventanal le daba un aire alegre; y el papel floreado de las paredes, aunque anticuado, no tenía manchas. Se dió la vuelta a mirar a su hijo y cruzó los dedos. Había decidido mudarse a Kansas movida por la necesidad. El contrato de alquiler vencía, tenía te cuenta de ahorros a cero y no había posibilidad de trabajo en Washington hasta septiembre. Lo más sensato había sido volver a Lynnwood, donde Baltazar y ella tenían un sitio en el que vivir sin pagar ni un céntimo. Al heredar la casa después de la muerte de su abuela, había planeado venderla, pero algo pareció impedírselo. Aunque sus años en Lynnwood no fueron felices, aquel había sido su único hogar. Ahora, con el mundo cayéndose a trozos a su alrededor, la atraía como un faro que promete refugio de la tormenta. Y además, en Lynnwood estaría segura de no encontrarse con Pedro. Le había resultado más fácil tomar la decisión de mudarse después de su encuentro con él en Washington. Era gracioso pensar que ahora ella estaría en Lynnwood y él en la capital.


—Este sitio huele mal —dijo Baltazar, dejando una caja con cacerolas en el suelo.


Paula sintió una opresión en el pecho. Todos le habían dicho que a Baltazar no le gustaría mudarse, pero hasta aquel momento no se había quejado demasiado. Tomó aliento y se forzó a hablar en tono tranquilizador.


—Ya sé que es difícil mudarse a un sitio nuevo pero te prometo que todo saldrá bien.


—No es difícil —dijo Baltazar, sorprendido—. Me gusta.


—Pero has dicho que huele mal —se sorprendió Paula. 


—Sí, porque huele mal en serió —dije Baltazar, olisqueando el aire—. ¡Puaj! Huele y verás.


Paula obedeció inhalando profundamente, lo que le causó un estornudo.


—¿No te lo dije?


—No es tan terrible. Tiene olor a cerrado. Cuando ventilemos un poco ya verás cómo cambia.


Baltazar le lanzó una mirada escéptica.


—Venga, ayuda a tu madre a abrir algunas ventanas—le dijo Paula.


El niño miró el jardín, anhelaste, mientras hacía girar una pelota de baloncesto entre las manos.


—Tenía ganas de echar unas canastas antes de cenar.


—Me temo que el aro que miras pertenece a los vecinos —dijo Paula, recordando el día en que el señor Alfonso lo había puesto.


—Entonces no los molestará que yo lo use.


—Cielo, acabamos de cambiamos de casa. Ni siquiera conozco a los vecinos —dijo. No era verdad, pero no estaba dispuesta de ninguna manera a pedirle nada a los Alfonso.


—¿Puedo pedirles permiso? —preguntó Baltazar, tomándole la mano con una mirada suplicante—. Por favor.


El corazón se le encogió al ver la desilusión reflejada en los ojos de su hijo, pero negó con la cabeza.


—¿Qué te parece si nos vamos al parque en cuanto saquemos todo de la furgoneta? Será más divertido. Seguro que habrá niños allí con quienes podrás jugar. Si no, quizá me convenzas para que juegue contigo —le sugirió.


—Gracias, ma —dijo Baltazar, abrazándola fuerte—. Eres superguay.


Ella le retribuyó el abrazo, alisándole el pelo y disfrutando el momento. Baltazar ya no era su bebé, era un niño que cada día se parecía más a su apuesto padre. La idea de que la señora Alfonso se diese cuenta de ello en cuanto viese al niño le había quitado a Paula varias noches de sueño. Pero finalmente había decidido que sus preocupaciones eran ridículas. Para los Alfonso y todos los demás, Pedro y ella apenas se conocían. 

Traición: Capítulo 3

 —Conque tienes un niñito —dijo él.


—Baltazar es un encanto de niño —dijo Ignacio cuando Paula no respondió—. Pero ya no es tan pequeño.


—¿Qué edad tiene tu hijo? —dijo Pedro, mirándola.


Paula pensó rápidamente. ¿Le había mencionado hacía poco a Ignacio que Baltazar acababa de cumplir nueve? ¿Se acordaría si lo hubiese hecho?


—Tiene ocho —dijo, tomando un sorbo de su copa de vino blanco.


—¿Tan mayor? —se sorprendió Pedro, casi se podía ver girar las ruedecillas de su cerebro haciendo cálculos—. Entonces tienes que haberte quedado embarazada...


—Un año después de marcharme de Lynnwood. La primavera siguiente —dijo Paula, quitándole un año entero a Baltazar. Por suerte, Pedro nunca vería al niño. Alto para su edad, era más probable que Baltazar aparentase diez años en lugar de ocho.


—¿Ya vivías en la capital? —preguntó Pedro.


Probablemente hacía la pregunta con interés, pero cuanto más hablase de aquello, más posibilidades tendría de meter la pata.


—Hace tanto de aquello... —dijo Paula, con un gesto de despreocupación.


—¿Extrañas Lynnwood? —pregunté Pedro, sin quitarle los ojos del rostro.


—La verdad es que no —dijo, acabándose el vino—. No tengo nada que hacer allí.


—Están los amigos y la fam... —se interrumpió Pedro abruptamente al recordar que su abuela había sido su único pariente y que había muerto hacía poco tiempo—. ¿Y tus amigos? ¿No los echas de menos?


—Oh, por favor —dijo Paula, haciendo un gesto de exasperación—. Ambos sabemos que no era exactamente la Miss Popularidad. Lo cierto es que creo que no tenía ningún amigo entonces.


—Sí que lo tenías—dijo Pedro.


Ella lo miró, interrogante.


—Me tenías a mí —dijo Pedro suavemente—. Yo era tu amigo. 


Paula levantó la barbilla y lo miró a los ojos, deseando que él viese reflejado en los suyos lo que no le quería decir frente a Ignacio. Que un amigo nunca habría hecho lo que él le hizo a ella.


—¿Dónde diablos queda ese Lindwood? —preguntó Ignacio, masticando pensativamente un canapé de salmón, ajeno a la electricidad que había en el aire.


—En realidad, es Lynnwood —dijo Pedro, mirando de reojo a Paula—. Es un pueblecito en Kansas, a unos veinticinco kilómetros de Kansas City. Pauli, quiero decir Pau, y yo, crecimos allí.


Ignacio se acabó la copa de vino.


—A veces pienso en volver a Texas, a mi pueblo. Pero luego recuerdo que tengo más coches en la tienda que toda la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios y se me pasa el deseo —reflexionó. Lanzó una carcajada y se sirvió una copa de una bandeja que pasaba—. Dime, Pedro, ¿Todavía vives en Lindwood?


Pedro no se molestó en volver a corregirlo.


—Mi casa sigue estando en Lynnwood —dijo Pedro, echando una mirada a Paula—. Pero en este momento vivo en Arlington.


Paula sintió un escalofrío. Baltazar y ella vivían en Vienna, a un par de paradas de metro.


—Estupendo. ¿Tienes una tarjeta? —sonrió Ignacio—. Te haré una llamada y quizá podamos volver a vernos los tres.


—Me encantaría —dijo Pedro metiendo la mano en el bolsillo. Sacó una cajita de plata, extrajo una tarjeta y le escribió unos números antes de dársela a Ignacio—. Generalmente estoy libre a la hora de la comida.


—Genial —dijo Ignacio, tomando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. Dime, ¿Has estado alguna vez en el restaurante griego cerca de Dupont Circle?


Pedro hizo una pausa, y luego negó con la cabeza.


—Tienen una comida buenísima. Te encantará.


—Seguro que sí —dijo Pedro, mirando a Paula.


Ella forzó una sonrisa. Si por ella fuera, Ignacio podía meter la tarjeta en su fichero en cuanto llegase a su casa. Porque había algo que sabía: El infierno se habría helado antes de que ella volviese a tener algo que ver con Pedro Alfonso. 

Traición: Capítulo 2

 —Ignacio Minchow —dijo Ignacio, estrechándole la mano con sencillez. El texano, de aspecto bonachón, era en realidad un sagaz hombre de negocios—. Encantado de conocerte. Los amigos de Pau son mis amigos.


—¿Pau? —preguntó Pedro intrigado— ¿Qué ha sido de Pauli?


—¿Pauli, eh? —Ignacio la contempló un momento—. Me gusta.


—Pues a mí no —dijo Paula, quitándole una pelusa de la solapa—. Y si alguna vez me llamas así, te mato.


Sonrió y tomó un sorbo de vina Ignacio la miró un segundo, sorprendido.


—Tendré que recordarlo —dijo luego, con una risa comprensiva.


—¿Trabajas para el Gobierno, Ignacio? —preguntó Pedro, inclinando la cabeza, como si estuviese interesado en su respuesta. Igual que cuando se sentaban en la hamaca del porche y ella le hablaba de su día. El corazón se le encogió al recordarlo.


—Ignacio es dueño de una empresa —dijo Paula, elevando la mirada hacia el texano delgado y alto, agradecida de tener a su lado a un hombre tan apueste—. No se dedica a la política.


Pedro la contempló un momento antes de volver a mirar a Ignacio.


—Pensaba que todo el mundo es esta ciudad tenia algo que ver con la política.


—¡Por Dios, no! —dijo Ignacio con una carcajada—. Yo me dedico a los coches. Nuevos, usados, compra-venta, alquiler, todo lo que se te ocurra. Somos uno de los concesionarios más grandes de General Motors de la Costa Este.


—¿De veras? —dijo Pedro—. Qué impresionante.


Aunque sus palabras parecían sinceras, a Paula le pareció que ser dueño de un concesionario no impresionaba a nadie en una ciudad donde la política era el tema recurrente de cada día.


—¿Hace mucho que salís, Pauli y tú? —preguntó Pedro.


—¿Te refieres a Pau? —dija Ignacio, guiñándole un ojo a Paula y tomando un sorbo de vino—. ¿Cuánto hace, querida? ¿Cinco o seis meses?


—Algo por el estilo —dijo ella, agradecida de que Ignacio no hiciese ningún comentario sobre la naturaleza de su relación. 


Eran solo amigos que tenían un acuerdo: Ella lo acompañaba a alguna fiesta de vez en cuando y él hacía lo mismo si ella necesitaba un acompañante. Había sido la necesidad de Ignacio de hacer contactos lo que había hecho que Paula abandonase las palomitas y la película con Baltazar para aceptar la invitación de Ignacio a una de las fiestas más de moda de la capital. El acontecimiento era una oportunidad perfecta para que ella también se relacionase con la gente y se enterase de algún empleo nuevo. Hacía dos meses que, debido a una reestructuración de la empresa de Relaciones Públicas para la que trabajaba, se había quedado sin su empleo. Y pronto se le acabarían los ahorros. Sintió un poco de ansiedad al pensarlo, pero había estado otras veces en situaciones peores y había sobrevivido. Con que se cumpliera una sola de sus plegarias bastaría.


—Volvió a utilizar su apellido de soltera después de romper con él. De eso hace cuánto, ¿Seis o siete años? —dijo Ignacio, lanzándole una mirada interrogante.


—Mucho tiempo—dijo Paula.


Ignacio estaba repitiendo las mismas mentiras que ella llevaba años diciéndole a todo el mundo: Que se había casado al acabar el instituto y se había divorciado poco tiempo después. Era un invento que explicaba fácilmente la presencia en su vida de un niño que ahora tenía nueve años y la ausencia de esposo.


—¿Estás divorciada? —preguntó Pedro con sorpresa—. Tu abuela ni siquiera me dijo que te hubieses casado.


—Entonces apuesto que tampoco te dijo que Paula tiene un hijo —dijo Ignacio.


Paula estuvo a punto de darle un codazo en las costillas. ¿Por qué no se callaba?


—De mi primer matrimonio —dijo Paula, levantando la barbilla para lanzarle a Pedro una fría mirada.


—¿Primer matrimonio? ¿Has estado casada más de una vez?


Nunca había estado casada, y tampoco tenía ninguna intención de hacerlo. Pero eso era algo suyo y él no tema por qué esterarse de ello.


—A veces, la vida no resulta como nosotros queremos —dijo Paula con voz profunda, para darle más misterio al tema.


—Venga, cielo. Ya sé que lo haces por divertirte, pero él se cree que lo dices en serio —dijo Ignacio, rodeándola con su brazo y dándole un apretón—. Pedro, conozco a Pau desde hace bastantes años y, que yo sepa, se ha casado una sola vez. 

Traición: Capítulo 1

 —¿Pauli Chaves? ¿Eres tú?


Paula apretó con fuerza la copa de cristal. Hacía diez años que no oía aquella voz, pero la reconoció enseguida. Contuvo los deseos de salir corriendo y, tras tomar un sorbo de vino, se dió la vuelta lentamente.


—¡Pero si es Pedro Alfonso! ¡Qué sorpresa!


De algo le valieron a Paula sus cinco años trabajando como Relaciones Públicas. Con la firmeza de su voz consiguió ocultar la súbita tensión que le agarrotó el pecho al verlo.


—Casi no te reconozco —dijo Pedro, dando un paso atrás para contemplarla, admirado—. Estás guapísima.


—Tú tampoco estás tan mal —replicó Paula en tono ligero.


Todos aquellos años diciéndose que él no era tan atractivo como lo recordaba, y debía admitir que estaba equivocada. El cabello rubio de su juventud se le había oscurecido y era un castaño profundo que contrastaba con los ojos, antes celestes, que brillaban como zafiros. La edad solo había añadido profundidad y madurez a las facciones juveniles que ella recordaba tan bien. Pedro, que ya era guapo a los dieciocho, a los veintiocho estaba imponente. Estaba claro que la vida le había resultado favorable. Sonrisa genuina, relajado y seguro... Pedro y parecía saber el sitio que ocupaba en el mundo. Tendría que odiarlo. Sus mentiras y engaños le habían robado la inocencia. Pero no era fácil para ella odiar a alguien, y mucho menos a Pedro Alfonso. Aunque no era ninguna tonta. Nunca olvidaría la forma en que él la había utilizado. La expresión de sus ojos se endureció. Pedro tomó un trago de su copa y sonrió, aparentemente sin notarlo.


—Es increíble lo que has cambiado —le dijo mostrando unos dientes perfectos—. Estás fantástica. 


—Gracias —contestó, aceptando el cumplido con cortesía. 


Hasta ella, que nunca estaba satisfecha con su apariencia, tenía que reconocer que Pedro tenía razón. Estaba estupenda. Se había tomado su tiempo con el maquillaje y vestido con un cuidado especial, intentando recuperar la confianza que acababa de perder junto con su trabajo. Pero sabía que la mirada de admiración masculina poco tenía que ver con el maquillaje y el vestido y mucho con la esbelta figura enfundada en seda. Lo que él recordaba era la chica de la escuela secundaria, la niña que había valorado lo bastante para acostarse con ella, pero no lo suficiente como para que fuese su novia oficial. Su sosa vecina, de la que los demás chicos se burlaban. Pauli, la gorda. Paula tomó aliento con esfuerzo. El apodo todavía le hacía daño. Ni los años ni el éxito habían logrado borrar completamente el recuerdo de la cruel burla de sus compañeros. Pero aquello había sido diez años atrás y desde entonces había llovido mucho. Paula Chaves había demostrado que era una superviviente.


—Nunca pensé que te volvería a ver —dijo Pedro finalmente—. Después de la graduación fue como si te hubieras borrado de la faz de la tierra.


—No me parece que Washington esté tan lejos.


—Como si lo estuviese —dijo, lanzándole una mirada penetrante—. Nadie sabía dónde estabas. Ni te dignaste a escribir una carta.


Paula sonrió y se encogió de hombros, aparentando que había roto los lazos con Lynnwood sin esfuerzo cuando en realidad aquella había sido una de las muchas decisiones difíciles que se había visto forzada a tomar.


—Cielo, ¿No me presentas? —dijo Ignacio Minebow, su acompañante aquella noche, aprovechando el momentáneo silencio para intervenir.


—Ignacio, no creo...


—Me parece que no nos conocemos —dijo Pedro extendiendo la mano sin timidez alguna—. Soy Pedro Alfonso, un antiguo amigo de Pauli del instituto.


Paula tuvo que contenerse para no protestar. ¿Por qué utilizaba Pedro aquel ridículo nombre que le recordaba tanto al pasado? Aunque debía admitir que no le parecía tan ridículo cuando él lo decía. Nunca se lo había parecido.