Cuando la semana anterior había hablado con Sofía por teléfono, no me había parecido que su voz resultara precisamente entusiasta ante mi inminente llegada. De hecho, me había quedado bastante claro que el plan de instalarme en la habitación libre del departamento que compartía con su hermana mayor le resultaba horrendo, aunque se había visto obligada a ceder por alguna oscura razón. Estaba claro que mi compañera de piso no llamaría esa misma noche a la policía, ni siquiera al día siguiente. Al fin y al cabo, yo era mayor de edad. Quizá no llegaría a preocuparse en serio hasta que David intentara ponerse en contacto conmigo. Pensé en la angustia que sentiría mi novio de toda la vida al enterarse de que aún no había aparecido por la casa que iba a convertirse en mi residencia durante los próximos seis meses; pensé en su preocupación al darse cuenta de que aún tendría que haberme acompañado hasta la estación para asegurarse de que tomaba el tren sin contratiempos. Y me sentí feliz durante un instante, pero regresé inmediatamente a la realidad. Mi madre me había hecho múltiples advertencias sobre los peligros de dejarse llevar por un desconocido y me había regalado una alarma de bolsillo. Yo me lo había tomado a broma, pero le había jurado que la llevaría siempre conmigo mientras viviera en Londres. Y, al parecer, ya había llegado el momento de usarla. Metí la mano en el bolso para buscarla mientras intentaba distraer al peligroso desconocido con la mejor de mis sonrisas.
—Realmente no hacía falta que me acompañaras hasta la puerta —dije.
—Jamás lo hubiera hecho si no diera la casualidad de que vivo en el departamento de al lado.
—¿En el departamento de al lado? —pregunté súbitamente aliviada, aunque podía estar mintiendo.
—¿Te importa que entremos ya? Cierra el paraguas y…
Saqué la mano del bolso con prisa y la alarma saltó por los aires. La atrapé antes de que tocara el suelo, pero el apretón activo el mecanismo. Un pitido estridente me retumbó en los oídos y, momentáneamente horrorizada, solté el paraguas, que se escapó volando empujado por el viento, vuelto del revés, en dirección al tráfico. Mi apuesto desconocido lanzó un juramento por lo bajo mientras soltaba mi maleta bruscamente con intención de detener la alarma e irse a buscar el paraguas. La vieja cremallera de la maleta no aguantó el golpe contra el suelo y toda mi ropa interior se desparramó por el suelo, delante del edificio, mientras la alarma que aún sostenía en la mano no paraba de sonar. Era necesario utilizar una clave para desactivarla, pero mi mente había dejado de funcionar. El desconocido me estaba diciendo algo que el estruendo me impedía entender. Finalmente, me abrió el puño, tiró la alarma al suelo y la hizo trizas a base de enérgicos pisotones. El repentino silencio me dejó más aturdida aún.
—Gracias —conseguí farfullar en cuanto empecé a recobrar el aliento. Deseaba que me tragara la tierra.
—Espérame aquí —contestó él fríamente. Comprendí su furia.
Me había cedido su taxi, se había negado a aceptar mi billete de cinco libras, me había llevado la maleta hasta el portal. Y yo le respondía con una desagradable alarma antiagresores, como si diera por hecho que pensaba raptarme, violarme y, finalmente, asesinarme en algún oscuro callejón. Mientras mi sufrido caballero andante se perdía en la oscuridad en busca de su paraguas, me puse a recoger la embarrada ropa interior. Sabía que debía esperar a que él regresara para pedir sinceras disculpas, que debía ofrecerme a pagar la reparación del elegante paraguas, si era necesario. Pero al cabo de un instante, cambié de opinión. Vivía en el departamento contiguo y sería suficiente con deslizar una nota de disculpa y agradecimiento por debajo de la puerta a la mañana siguiente. Seguramente, después de todo lo sucedido, él preferiría no tener que volver a enfrentarse conmigo, al menos aquella noche. Cargué con la maleta y corrí hacia los ascensores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario