—¿A Notting Hill?
Estaba tan impresionada por la soltura con la que Pedro se movía por los pasillos del metro que ni siquiera me había preocupado por enterarme de en qué estación nos teníamos que bajar. Había estado en Londres antes, de compras con mi madre o en plan turista con el colegio, pero las vistas del palacio de Buckingham desde la ventana de un autobús escolar no tenían nada que ver con el glamour de Notting Hill.
—Es la parada más cercana —dijo él levantándose mientras el tren entraba en la estación. Me sonrojé de emoción y di gracias al cielo por que Pedro no pudiera verme la cara en ese momento.
—¿Izquierda o derecha? —pregunté en cuanto salimos a la calle.
—Depende.
—¿De qué?
—De si te apetece acompañarme a comprar algún libro — contestó él con una sonrisa.
—Parece una buena idea.
—Aquí cerca hay una librería especializada en libros de viajes. ¿Quieres echar un vistazo?
—Puede que la compañía de los libros me inspire.
Nos sentamos en la última mesa libre de un café lleno de gente en plena zona de venta de antigüedades y pedimos un desayuno lleno de colesterol que conseguiría que los pantalones me apretaran aún más. La camarera nos trajo primero el café, para que fuéramos abriendo boca, pero Pedro hizo caso omiso. Se repantingó en la silla y estiró las piernas. Junto a él me sentí como si fuera la mujer más afortunada del mundo, todo producto de mi turbulenta imaginación, claro. Habíamos estado en la librería y, después de curiosear un poco, Pedro había escogido un libro lleno de fotografías sobre el Serengueti y me lo había regalado con una sencilla frase:
—Para que te inspires.
Después, me había pasado un brazo sobre los hombros mientras caminábamos por las callejuelas, para protegerme de los embates de la multitud, hasta que llegamos al café. En esos momentos me miraba de una forma que nunca hubiera podido igualar David y, fantasía o realidad, mi cuerpo respondía con los más sanos instintos. Deseaba que me raptara y me desnudara, que me acariciara posesivamente. Sentí una oleada de calor por todo el cuerpo, muy diferente del calor que solía sentir en las clases de gimnasia. Era un calor aletargante, lento y placentero, que llenaba mi vientre y me tensaba los pechos. Toda una experiencia.
—Bueno —dije de pronto, decidida a alejar semejantes pensamientos de la mente—, ¿Cuál es tu próximo proyecto? ¿La fascinante vida de la lombriz de tierra en un jardín metropolitano? ¿O la vida privada de la serpiente de cascabel en el desierto de Arizona? —él se mantuvo en silencio como si fuera consciente de que yo solo deseaba romper el ambiente mágico que nos envolvía, pero yo mantuve el ataque—: ¿Los hábitos de anidación del pelicano?
—Los hábitos de anidación, sí, pero no del pelicano —repuso finalmente, tomándose su tiempo—. Estamos negociando con una cadena de televisión para filmar un reportaje sobre el ciclo vital de la tortuga gigante.
Deshizo la cómoda postura y se inclino sobre la taza de café, sirviéndose azúcar y removiéndola más tiempo del necesario.
—La película sobre los monos que Julián está editando será nuestra carta de presentación. Si consigue tener el trabajo terminado a tiempo…
—¿Julián es tu editor?
—Un gran profesional. Utiliza mis tomas y las convierte en arte.
—Qué bien, ¿No?
—El lado malo de tanto perfeccionismo es que jamás queda satisfecho. Si no le meto un poco de prisa, nunca terminaremos de editar la cinta. Ese es mi plan para esta tarde y, probablemente, para el resto de la velada.
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