A causa de una serie de infortunios, el hombre absolutamente maravilloso que acabas de conocer cree que eres una completa imbécil. Y tú quieres demostrarle que dentro de tu cabeza hay un cerebro capaz de pensar. ¿Qué harías?
a. Nada, Cuando te vaya conociendo mejor se dará cuenta de su error y ambos podréis tomároslo a broma.
b. Te quitas las lentillas y te pones las horribles gafas que juraste no volver a usar nunca para que te den un aspecto más intelectual.
c. Lo invitas a visitar tu oficina y le demuestras que eres capaz de sacar el mayar partido de sus ahorros y planes de pensiones.
d. Te preguntas si realmente quieres impresionar a un hombre que piensa que eres idiota sin apenas conocerte.
e. Te das cuenta de que, puesto que él desconfía de tí, lo más lógico es pensar que le gusta dejarse acompañar por mujeres estúpidas, y lo mandas a paseo.
Me eternicé bajo la ducha caliente hasta pude sentir cómo mi malestar comenzaba a disiparse poco a poco. Era mi primer día fuera de casa y pensaba ejercer de «Tigresa». Lo sucedido el día anterior no tenia la menor importancia, debía olvidarlo todo, a excepción de la cena con Pedro. Ese hombre parecía un oasis en medio del desierto, aunque tenía que reconocer que tampoco habíamos empezado con muy buen pie. El debía pensar que era muy divertido que yo le abriera la puerta prácticamente desnuda, pero no estaba dispuesta a dejar que volviera a reírse de mi. Mi meta más inmediata se centraba en demostrarle que no era una payasa, y para eso había que empezar por seleccionar un atuendo adecuado. Me envolví en una toalla y estudié mi limitado vestuario. Él llevaba pantalones vaqueros, lo cual me ponía las cosas un poco más fáciles. Al fin y al cabo, era sábado y nuestro plan consistía en vagar indolentemente por un mercadillo callejero. Por tanto, los vaqueros eran una buena elección, aunque para esa ocasión me pondría unos que había comprado yo misma, ninguno de los que había heredado de mis hermanos. La marca no estaba de moda y no podría presumir de lo caros que me habían costado, pero me sentaban como un guante… Un poco estrecho. La depresión y el chocolate iban de la mano, y yo no me había sentidodemasiado entusiasta durante las últimas semanas. Respiré hondo y contuve el aliento para abrocharme los botones, luego me coloqué un cinturón de cuero y una blusa de seda de color crema. Añadí una chaqueta de piel vuelta muy abrigada y quedé bastante satisfecha del conjunto. Habría estado aún más contenta si hubiera conseguido domesticar la melena pelirroja que me llegaba hasta los hombros, pero ese era un tema que había decidido aparcar hacía tiempo. Por supuesto, llevaba el pelo mojado. Sin electricidad, tampoco había secador. Me dí un toque de brillo en los labios y me miré en el espejo en busca de imperfecciones, antes de dirigirme a la cocina para comprobar qué tal le iba al electricista. El horno estaba totalmente desarmado.
—Hum, estaré en casa del vecino si me necesita —le dije, sin conseguir que levantara la cabeza.
La puerta de Pedro estaba abierta y al entrar escuché el sonido de unas voces. Había dado por supuesto que vivía solo, pero ya estaba acostumbrada a que mis primeras impresiones jamás coincidieran con la realidad.
—Hola —grité para que supieran que estaba allí.
—Estamos en la cocina —replicó Pedro.
«¿Estamos?» Ya no tenía escapatoria. Me había vestido para salir con Pedro y no se me ocurría ningún pretexto para cancelar la cita. Así que compuse mi mejor sonrisa, la misma que llevaba años practicando delante de la madre de David, y me encaminé hacia lacocina con paso firme y decidido. Pedro se volvió hacia mí en cuanto entré y alzó ligeramente las cejas, supuestamente sorprendido por mi cambio de indumentaria.
—¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?
—Bajo la ducha —expliqué con un gesto elocuente para demostrar que estaba dispuesta a pasar el mejor día de toda mi vida.
Pedro me pasó un vaso con zumo de naranja antes pude sentir cómo mi malestar capuzaba a disiparse de hacer una señal en dirección a su compañero. .
—Julián, te presento a Paula Chaves, la chica de la que te he hablado. —¿Qué demonios le habría contado sobre mi?—. Paula, éste es Julián Watson.
—Hola, Julián.
—Mejor será que le digas adiós —intervino Pedro—.Ya se marchaba.
Lo cierto era que Julián llevaba el abrigo puesto, aunque sin abrochar, como si estuviera esperando una invitación para unirse a nosotros que no llegó a materializarse.
—Adiós, Julián —dije sin preocuparme de la mirada de reproche que éste me dirigió.
—A la una en punto, Pedro —dijo—. Y esta vez no llegues tarde —lo amonestó.
Yo me tragué el zumo de naranja fingiendo ser una mujer mundana que no se sorprendía por nada mientras Julián nos abandonaba, pero algo dentro mí me decía que las cosas no iban del todo bien entre esos dos hombres.
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