—¿Estás seguro? —pregunté dubitativa. La casa de mis padres estaba llena de tesoros que la familia había ido acumulando a lo largo de la vida. Nada era insignificante, todo tenía su dueño, su historia y su importancia.
—Totalmente —contestó él con una sonrisa de apoyo sincero.
—Tienes razón. Me estoy portando como una verdadera idiota y, en cambio, tú estás demostrando tener una paciencia infinita conmigo —dije antes de volverme hacia la dueña de la tienda—. ¿Cuánto cuesta?
Ella mencionó un precio que no era tan fabuloso como yo había temido, pero antes de que pudiera decir: «Envuélvamelo», Pedro empezó a regatear con sus mejores maneras. Creo que fue la intensa mirada de sus profundos ojos verdes, y no las protestas por lo caro que era el cuenco, lo que finalmente consiguió que la vendedora bajara el precio. Por una mirada así, yo hubiera estado dispuesta a regalarle el cuenco, cerrar la tienda e invitarlo a un café.
—No sé como agradecértelo —dije mientras nos alejábamos—, has estado… —iba a decir «Impresionante», pero de repente pensé que el apelativo podía resultar demasiado íntimo para una persona a la que acababa de conocer y decidí terminar la frase con un ademán que significaba que su ayuda había resultado inestimable.
Lo cual no era del todo cierto. Si lo hubiera comprado yo sola, me habría puesto un poco más nerviosa y habría pagado un poco más, pero habría superado el trance. Sin embargo, tenía que reconocer que junto a él todo resultaba más interesante y divertido.
—Puedes agradecérmelo ayudándome a buscar un paraguas que me permita hacer las paces con Julián —repuso él con soltura, y me agarró del brazo para llevarme hacia una callejuela. En la esquina, una banda callejera tocaba un villancico y el sol aún brillaba, lanzando destellos sobre los cacharros de cobre, pero la mera mención del nombre de «Julián» empalideció los colores del mercadillo—. Hay una tienda que vende bastones y paraguas debajo de ese arco.
Mi mente se empeñaba en obviar la existencia de Julián, y mi cuerpo se estremecía ligeramente ante cada pequeño contacto físico con Pedro. Racionalmente, sabía que allí no había ningún futuro amoroso, pero mi inconsciente se revelaba constantemente y deseaba disfrutar de la compañía de ese hombre por siempre jamás. Sin embargo, no tenía derecho a sentir celos de Julián, al igual que Pedro no sentía celos de David. Me tendría que conformar con que fuéramos simplemente amigos. Eso era lo mejor. Y si mis entrañas se derretían cada vez que me miraba o me tocaba, la solución tampoco estaba en subirme a un tejado para gritarle mis sentimientos al mundo entero y quedar totalmente en ridículo, ¿Verdad? A Pedro se detuvo en uno de los puestecillos, lleno de herramientas antiguas.
—¿Quieres comprar un regalo para David? —preguntó.
—¿David?
—Un detalle —respondió el lanzándome una mirada intencionada—, cualquier cosa, para que sepa que piensas en él —añadió tomando unos alicates de bronce. Yo tuve la impresión de que se estaba burlando un poco de mí, y de que sabía que no había dedicado un solo pensamiento a David en toda la mañana—. Coleccionar herramientas antiguas es un buen pasatiempo.
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