—¿De veras? —grazné.
¿Qué demonios me estaba pasando? No sólo no había pensado en David, sino que ni siquiera lo había llamado por teléfono desde que había llegado a Londres, como le había prometido. Probablemente la «Tigresa» que se estaba apoderando de mí reaccionaba negativamente ante el hecho de que él prefiriera la compañía de su viejo Austin o la de su madre a la mía.
—No le hará ningún mal no tener noticias mías durante un par de días —dije, y me quedé estupefacta al oír mis propias palabras.
Pensé que la cólera divina iba a fulminarme en seco por tamaño atrevimiento y descortesía, pero no pasó nada, el sol seguía brillando en el cielo y la vida continuaba su curso. Pedro mantenía su sonrisa, ligeramente sorprendido ante mi actitud.
—Le mandaré una postal desde el Museo de Ciencias.
—¿Te gustaría que estuviera aquí contigo?
—Basta ya de hablar de David —dije soltando las tenazas— Ahora lo que corre prisa es encontrar un paraguas para Julián. Tengo la ligera impresión de que si hoy lo defraudas, convertirá tu película en confeti.
Pedro se rió a carcajadas, de tal manera que toda la gente que había a nuestro alrededor se quedé mirándolo. Una morena preciosa se detuvo ante el puesto y fingió estar interesada en las herramientas solo para poder fijarse mejor en él. Pero, antes de que pudiera tomar la iniciativa jugando a pedir consejo, tomé posesivamente el brazo de Pedro y enarqué una ceja mirándola con una expresión que decía bien a las claras: «Desaparece inmediatamente de mi vista». Ella me contestó encogiéndose de hombros y lanzándome a su vez otra mirada que quería decir: «No puedes condenarme por haberlo intentado». Recuperé el mando de la situación y, ante el silencio de Pedro, pregunté:
—¿Tengo razón o… O tengo razón?
—Sin duda —repuso él con una sonrisa—. Julián es un artista y tiene mucho temperamento, se puede esperar cualquier cosa de él.
—Tonterías. Su trabajo depende de los viajes que tú haces a lomos de un elefante, espantando mosquitos tan grandes como murciélagos.
—Murciélagos pequeños —puntualizó él, soltándome el brazo para ponerla mano en la parte trasera de mi cintura con el fin de empujarme graciosamente a través del gentío.
En cuanto llegamos a la tienda de paraguas, volvió a tomarme del brazo para entrar juntos. Todavía sonreía, pero algo en su mirada me decía que tenía la mente puesta en otro sitio.
—Llega un momento en el Serengueti, Paula, en que las primeras luces del amanecer convierten los ríos en oro líquido y, ante semejante espectáculo, te da la impresión de estar contemplando el paisaje tal y como era hace más de diez mil años. A pesar de los inconvenientes del viaje, merece la pena disfrutar de un espectáculo así —la intensidad de su relato me hizo estremecerme y Pedro me frotó la mano con gesto reconfortante—. No importa la brillantez del trabajo de Julián, ni tampoco importan los premios que podamos ganar ambos, lo cierto es que él jamás podrá disfrutar de esas imágenes en la realidad.
Y yo tampoco, claro, interpreté sus palabras como una advertencia de que las personas que no se arriesgan a hacer viajes inusitados, sólo disfrutan de su vida a medias.
—Yo prefiero viajar con todas las comodidades —dije con el tono más firme de que fui capaz.
—¿De veras? Cierra los ojos —me pidió con súbita intensidad—. Imagina que está sentada en un sofá junto al fuego viendo en televisión unas imágenes del mar embravecido batiendo furiosamente contra los acantilados —hizo una pausa—. Ahora imagina que estás en el peñasco más alto del acantilado, sintiendo el ronco sonido de las olas chocando contra la roca a veinte metros bajo tus pies, oliendo el viento salado y lleno de humedad que te agita los cabellos y la ropa—hizo otra pausa—. ¿Cómo te sientes ahora, Paula?
—Helada —repuse—. Y húmeda.
«Viva», pensé.
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