Has roto una porcelana china muy valiosa en casa de unos amigos que acabas de conocer. ¿Qué harías?
a. Dar la cara, pedir disculpas y olvidarte, dando por hecho que el objeto está debidamente asegurado.
b. Sufrir un ataque de pánico e intentar pegar los trozos con pegamento instantáneo.
c. Apartarte, disimular y dejar que cualquier otra persona se tropiece con el desastre.
d. Echar la culpa a un animal doméstico.
e. Remover cielos y tierra para reemplazarlo antes de que se den cuenta.
f. Llamar a un taxi por el móvil, hacer el equipaje y largarte por la puerta trasera.
«¡Anchoas!», suspiré en voz alta con deseo.
Mientras Pedro regresaba con el vino, había costado atareada buscando platos, copas y servilletas, y ni siquiera había abierto la caja para echar un vistazo a la pizza. Estaba muerta de hambre y me hubiera comido un buey, pero la verdad era que sentía auténtica debilidad por las anchoas. Él llegó y sirvió un vino tan oscuro que parecía púrpura. Yo lo miré con precaución. No estaba acostumbrada a beber. Una cerveza pequeña cuando iba con David al bar, y nada más. La única vez que había probado el vino, me había levantado al día siguiente con un terrible dolor de cabeza, así que no había vuelto a repetir la experiencia. Sin embargo, no dije nada, no quería pasar por maleducada. Me limitaría a tomar un par de sorbos y con eso cumpliría. Él se acomodó en su asiento e hizo un gesto indicando con el dedo la caja de la pizza.
—Sírvete sin reparos —pidió.
Yo no necesitaba que me lo dijeran dos veces. Abrí la caja y una oleada de satisfacción recorrió todo mi cuerpo. Pedro había elegido la pizza clásica, con anchoas y un extra de aceitunas negras.
—Puedes retirar las anchoas si no te gustan —sugirió él con ánimo complaciente.
—Ni de broma, son mis preferidas —repuse separando una enorme porción mientras enredaba los dedos en las tiras de mozzarella derretida que habían quedado colgando, antes de propinarle un buen bocado—. Mi novio odia las anchoas —añadí con una mueca.
Él estiró el brazo para servirse a su vez una porción de pizza, y cuando rozó inadvertidamente el mío, dí un salto como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Me miró mientras daba un bocado enorme a la pizza.
—¿Novio? —preguntó.
—Don —contesté—. David Cooper. Es mi vecino.
—Ahora tu vecino soy yo.
—Bueno, sí, claro, eso es cierto —repuse con una carcajada que sonó más defensiva que divertida—. Me refería a que es mi vecino de toda la vida en Maybridge.
—Eso suena a…
—Cliché, lo sé —me adelanté. Mis hermanos me habían tomado el pelo con el asunto hasta la saciedad, y también mis amigos, por lo que hacía tiempo que no me avergonzaba de confesar la verdad—. Enamorarse del vecino es la historia más antigua del mundo, pero su familia se instaló en la casa de al lado cuando él tenía doce años y yo diez, y desde entonces hemos sido «Paula y David» para todos, excepto para su madre. Para ella somos «Pauli y Davo» y eso solo cuando está de buen humor.
—¿No le gustas?
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