—No es ninguna molestia. Y si insistes en reemplazar ese cuenco, puedo llevarte al mercadillo de Portobello. ¿Te parece bien que salgamos hacia las diez?
¿A las diez? Eso ya era media mañana para mí. Pensé que debía dejarle claro que era capaz de ir yo sola, pero inmediatamente decidí que su compañía seria más agradable.
—A las diez. Gracias, Pedro. Gracias por… —pero él ya se había marchado. Oí como una cerradura cara y precisa se cerraba tras él.
Y me quedé a solas, pero ya no me sentía tan solitaria. Me había imaginado que la primera noche en una cama extraña, en un piso desconocido, en una ciudad nueva, resultaría incómoda. Pero después de lavar las copas y de tirar la botella de vino vacía… ¿Vacía? ¿Qué había sido de mi propósito de tomar solo un par de sorbos? En fin, después de tirar la botella vacía y la caja de la pizza a la basura, caí como un tronco en mi enorme cama y no me enteré de nada hasta que sonó el timbre de la puerta por la mañana. Me incorporé de un salto y sentí un tremendo dolor de cabeza, al tiempo que los recuerdos de la velada anterior volvían a mi mente. Los plomos fundidos. Pedro Alfonso. La pizza. Pedro Alfonso. El vino tinto. Las náuseas que acompañaron el recuerdo del vino tinto no dejaban lugar a dudas sobre la procedencia del dolor de cabeza. Volví a dejarme caer sobre las almohadas, pero alguien pulsó de nuevo el timbre de puerta, esa vez sin soltarlo. No quedaba más remedio que levantarse para detener el escándalo que, quienquiera que fuese, estaba montando. Aunque mis compañeras de piso no parecían haberse enterado. Abrí la puerta con rabia y el timbre dejó de sonar de inmediato.
—Siento molestarte tan pronto, Paula, pero he conseguido traer a un electricista.
Parpadeé, me froté los ojos, me retiré el pelo de la cara. Pedro estaba en el pasillo junto a un hombre que vestía un mono azul y llevaba una caja de herramientas en la mano.
—Me has despertado —dije echando una ojeada al reloj de pulsera: Parecía que marcaba las ocho y diez, pero no era capaz de enfocar bien.
—Ahora o el jueves de la semana que viene —tronó el electricista—. Ustedes deciden —añadió con intención de marcharse.
—¡Ahora! —exclamó Pedro inmediatamente con tono autoritario.
—¡Ahora! —apoyé yo, escasa de energías, mientras abría por completo la puerta para que el robusto electricista pudiera entrar. Me sentía un poco débil y mareada—. Discúlpeme —le dije—, no me encuentro del todo bien, no estoy acostumbrada a beber vino tinto.
El electricista meneó la cabeza como si estuviera pensando: «Estas chicas de hoy en día… No se las puede dejar solas». No me hubiera extrañado nada que chasqueara la lengua con desaprobación, pero no lo hizo. Se limitó a tomar posesión de la cocina, desconectó los plomos de toda la casa y arremetió contra el sistema eléctrico. Pedro se había quedado en la puerta y me volví hacia él. Era posible que su nombre no fuera «George», pero nadie se atrevería a negar que hacía todos los honores al apelativo de «el Magnífico», con esos pantalones vaqueros ajustados que le marcaban en las piernas unos músculos de futbolista. Y esa camisa de tirilla de color azul oscuro que conseguía que sus ojos verde mar tuvieran un tono más mediterráneo que atlántico.
—Gracias —le dije—. Aunque no te lo puedas creer, te estoy verdaderamente agradecida por el favor que me haces.
—Y yo encantado de poder hacerlo.
—Te ofrecería una taza de café, pero sin electricidad… — expliqué innecesariamente.
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