—Bien. Un destornillador, comprendido.
—Y… ¿Una linterna?
Él no contestó, pero me entregó la pizza y salió disparado hacia su departamento. Mi estómago se retorcía de hambre, pero resistí la tentación de abrir la caja y comerme un trozo. La dejé sobre una repisa y procuré recobrar la compostura. No podía comprender como ese hombre era capaz de dejarme sin aliento. Al fin y al cabo, era homosexual, ¿No? Y yo estaba comprometida de por vida con un hombre alto, fuerte y rubio llamado David. Todos en Maybridge sabían que constituíamos una sólida pareja desde hacía un montón de años; todos menos su madre, claro. Me dirigí hacia el contador de la despensa cuando retornó mi vecino con un fusible nuevo, un destornillador y una pequeña linterna, yo ya había localizado el desperfecto.
—¿Cómo se ha fundido? —preguntó él entregándome el fusible nuevo y el destornillador mientras alumbraba la caja del contador.
—Enchufé la cocina y explotó —repuse sintiéndome enrojecer ante su proximidad.
—Voy a asegurarme de que está desconectada —dijo aplastando los trozos de loza al cruzar la cocina. Murmuró algo que no llegué a entender, pero me abstuve de preguntar.
—Bien —dijo a su regreso—. La cocina está desconectada. Te recomiendo que llames a un electricista para que la revise antes de volver a enchufarla.
—Tendré que olvidarme de la tostada con queso—dije mientras desatornillaba el fusible estropeado—. ¿Ibas a compartir la pizza con alguien? —pregunté sin poder creerme que fuera capaz de ser tan desvergonzada.
—No, en realidad no. Iba a cenar solo, pero al oírte gritar se me ocurrió pensar que tu seguridad era más importante que mi estómago. A lo mejor te gustaría compartirla conmigo —propuso—. Sé que una pizza jamás podrá competir con una tostada con queso, pero es lo mejor que te puedo ofrecer en estos momentos. Me volví para pedirle el fusible nuevo mientras pensaba en una contestación adecuada y, sin darme apenas cuenta, me encontré estrechándole la mano.
—Me llamo Pedro Alfonso—se presentó él con formalidad—. Llámame Pepe.
Tenía unos dedos largos y delgados, unos dedos que parecían capaces de hacer cualquier cosa, desde poner ladrillos hasta tocar una sonata al piano o acunar a un niño. Yo seguía sin comprender la situación. Tenía amigos homosexuales en Maybridge y era capaz de reconocer sus preferencias íntimas sin necesidad de que me lo advirtieran. Pero ninguno de ellos había despertado jamás mis instintos femeninos más básicos, nunca había intercambiado con ellos la típica mirada cómplice de dos personas del sexo opuesto que se quitarían con gusto la ropa a jirones. ¿Qué veían en él Lorena y Sofía?
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