jueves, 27 de octubre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 20

 —Me imagino que estarás deseando que nazcan, ¿No, Ángela?


—La verdad es que no lo sé —le confesó la joven—. No sé cómo voy a cuidar de tres niños a la vez. Mi madre ha dicho que me ayudaría, pero va a ser muy difícil. No habíamos planeado tener trillizos y la verdad es que tampoco tenemos dinero para contratar a una niñera.


¿Trillizos en un hogar sin mucho dinero? Menudo problema.


Cuando terminó con las pacientes, Paula fue a buscar a Pedro con una taza de té en la mano. Él levantó la cabeza y le ofreció algo parecido a una sonrisa. Quizá sus músculos faciales tenían un presupuesto reducido, como Ángela Brown, pensó disimulando una risita.


—¿Has conseguido la moqueta?


—Más o menos —contestó él—. Tendré que pagar un dineral, pero la ponen el lunes. ¡Por fin!


—Entonces, solo tendremos que soportarnos durante el fin de semana, ¿No?


Él masculló algo inaudible y Paula sonrió. La divertía aquel ogro. En el fondo, sabía que no lo era. Solo que no estaba acostumbrado a compartir su vida con nadie.


—¿Y el colchón?


—También lo llevan el lunes. Les dejaré la llave bajo el felpudo para que puedan entrar. No creo que haya peligro. Por la carretera de mi casa no pasa nadie, a menos que sea un turista ocasional, perdido en su camino hacia el ferry.


—Yo nunca he visto el ferry. ¿Qué días funciona?


—No hay ningún ferry. Es así como llamamos al muelle. Hace años había un ferry, pero después construyeron un puente.


—Ah.


Ese fue el final de la conversación sobre temas personales. Por la expresión de Pedro, no tenía intención de seguir charlando.


—¿Qué tal la consulta?


—He visto a Ángela Brown. Está preocupada por los trillizos.


—No me extraña. Su marido es muy impaciente y no sé cómo va a soportar tres críos. Ni siquiera quería que Ángela se quedase embarazada.


Paula lo miró, sorprendida. 


—No me lo ha dicho. ¿Tú crees que sobrevivirán?


—¿Los gemelos o los Brown?


—Los cuatro. Los niños son más pequeños de lo normal.


—Suele pasar, especialmente al final de un embarazo tan complicado. Pero imagino que si el parto va bien, saldrán adelante. Uno se acostumbra a todo —dijo Pedro, echándose hacia atrás en la silla—. Bueno, si has terminado con la consulta, supongo que podemos irnos a casa.


—¿No hay consulta esta tarde?


—Los martes no.


—Entonces, podemos irnos. ¿Vas a ir al hospital?


Él levantó el brazo y Paula se fijó que llevaba una escayola nueva, más flexible.


—¡Ah! ¡Ya has ido!


—Fui mientras pasabas consulta.


—Qué bien.


—Me llevó una de las enfermeras, que está loca por mí.


Paula hizo una mueca. Dudaba que alguien estuviera loca por aquel ogro.


—¿Nos vamos?


—Venga.


Pedro volvió a hacer un gesto de dolor al golpearse la cabeza con el techo del coche. Ella ignoró la retahíla de maldiciones y lo ayudó a abrocharse el cinturón de seguridad.


—La verdad es que eres un poco grande.


—Ah, por fin te das cuenta —murmuró él, irritado.


Paula hizo como si no hubiera oído. No pensaba decirle que había decidido usar el jeep a partir del día siguiente. Que se jorobara.


—¿Quieres que paremos en el supermercado para comprar la cena? No hay nada en la nevera.


—Podemos comprar comida congelada para que no tengas que cocinar. 


Paula lo miró de reojo. ¿Se sentía culpable por haber rechazado la cena de la noche anterior o era una forma de decirle que no pensaba probar nada que ella hubiera cocinado? En realidad, le daba igual. A ella no le gustaba cocinar. En alguna ocasión especial, quizá, pero cocinar todos los días era un aburrimiento mortal.


Quédate Conmigo: Capítulo 19

 —¿Cómo que no puede hasta la semana que viene?


—Lo siento, pero ahora mismo tenemos mucho trabajo. Ya sabe, cuando llega la primavera...


Lo único que Pedro sabía era que le quedaba otra semana por delante teniendo que soportar la presencia de Paula en su casa.


—Pero si es una habitación muy pequeña.


—Eso es lo que dicen todos —rió el vendedor—. Lo antes posible sería el miércoles que viene, lo siento.


—¡Pero necesito esa moqueta! —exclamó Pedro, bajando la voz en cuanto notó que estaba perdiendo los nervios—. La necesito de verdad. ¿No podrían venir el viernes? Le pagaría algo más...


—Ni aunque nos pagara el doble —dijo el hombre, implacable—. Si tanta prisa tiene, le sugiero que compre la moqueta y la instale usted mismo.


—Muy bien. Lo haré —dijo Pedro. Si tuviera brazos, claro.


Poco después, Paula entraba en la consulta con dos tazas de café en la mano.


—¿Has tenido suerte?


Pedro la habría estrangulado. Si tuviera brazos, claro. Pero como no los tenía, decidió ponerse digno.


—No, pero hay otras empresas —murmuró—. ¿Esta es la lista de pacientes de hoy?


—No, la de mañana. He pensado que podríamos adelantar un poco de trabajo.


—Qué graciosa —gruñó él.


Qué mujer tan irritante, pensó al verla sonreír. Pero inmediatamente apartó la mirada de sus labios. Tenía que concentrarse... Pedro parecía estar recuperándose, pensó Paula unas horas más tarde. Estaba cada vez más gruñón, seguramente por el dolor, pero también porque, pasada la conmoción de la caída, lo irritaba no poder hacer nada. Era un hombre muy activo y la inmovilidad no le sentaba nada bien. Y también lo irritaba no poder conducir y que ella se negara a usar el jeep.


—No me gusta ese tanque. O llevamos mi coche o vamos en taxi. Y pagas tú.


No era justo, tenía que reconocer Paula. Pero le resultaba más fácil conducir su coche y, además, era una cuestión de principios. Así que él tuvo que hacerse una bola para entrar en el coche, como un camello para entrar por el ojo de una aguja, y permaneció en silencio durante todo el camino. Después de la última visita, salió cojeando y ella se sintió culpable.


—¿Te encuentras bien?


Él le lanzó una mirada que hubiera fulminado una piedra de cien kilos.


—Estupendamente.


—Solo era una pregunta.


—Pues no te molestes. Me duele todo.


—¿Has tomado los analgésicos?


Él volvió a mirarla como si quisiera dejarla reducida a cenizas. Qué hombre, por Dios.


Volvieron a la clínica y, como aquella tarde tenían consulta de ginecología y la comadrona estaba allí para ayudarla, Pedro se metió en otro despacho.


—Voy a ver si consigo esa maldita moqueta.


Paula se apiadó del pobre vendedor que tuviera que escucharlo. Pero cuando Ángela Brown, futura madre de trillizos, entró en la consulta, se animó. Le gustaba la consulta de obstetricia y ginecología. Siempre le había gustado, sobre todo porque era una rama de la medicina en la que prácticamente todos los pacientes estaban bien. Después de escuchar el corazón de los trillizos, habló con la comadrona sobre los detalles del parto. Las dos decidieron que lo mejor sería una cesárea y que los niños deberían nacer en el hospital. Aunque era lo mejor para la madre, a Paula le apenaba no poder atender ella misma el parto. 

Quédate Conmigo: Capítulo 18

 —¿La cena?


—He hecho pasta con carne y salsa bolognesa.


—Qué asco —murmuró Pedro, dejándose caer de nuevo en el sofá—. Gracias, pero es lo último que me apetece ahora mismo.


Paula lo miró, atónita.


—¿Ah, sí? Pues muy bien.


Un segundo después echaba la pasta en el plato de Simba y el animal, agradecido, se la comió de un lametón. Pedro apareció en la puerta en ese momento. 


—¿Qué has hecho?


—Has dicho que no lo querías.


—He dicho que no me apetecía en este momento. ¡Eso no significa que no fuera a comérmelo!


Mirándola como si quisiera fulminarla, Pedro se dió la vuelta y entró en el cuarto de estar dando un portazo. Paula hizo una mueca. Quizá se había pasado. Miró su plato, pensando que podría ofrecérselo... O comérselo tranquilamente y así él pensaría un poco antes de hablar. Si era tan considerado con sus pacientes, ¿Por qué no lo era con ella? Se lo comería todo. Sin dejar nada en el plato. Pero casi se atragantó. Estaba muerto de hambre. Solo el orgullo le impedía ir a la cocina para hacerse algo de cena. El orgullo y que Paula estaba allí, con la radio puesta, canturreando y charlando con Simba, que se había convertido en su esclavo.


—Traidor —murmuró, apagando la televisión. No podía concentrarse por culpa del ruido que ella hacía en la cocina. Por fin, irritado, abrió la puerta—. ¿Podrías bajar un poco esa maldita radio? —le gritó antes de volver a cerrar de golpe.


Se hizo tanto daño en la mano que tuvo que volver al sofá apretando los dientes.


—Perdón —escuchó la voz de Paula desde la cocina.


Pero entonces apagó la radio y se puso a cantar y eso era mucho peor, porque tenía una voz ronca, preciosa, una voz que despertaba su libido.  Pedro volvió a poner la televisión, en defensa propia, y se obligó a concentrarse en los hábitos sexuales de una araña australiana. Emocionante no era y por fin decidió irse a dormir. Estuvo leyendo en la cama hasta que oyó a Paula entrar en su dormitorio. Furtivo en su propia casa, bajó a la cocina y cortó un trozo de pan. Después, sacó el queso de la nevera y se sirvió un vaso de leche. Menuda cena, pensó. Con la bandeja en la mano, subió la escalera preguntándose dónde estaba Simba. La puerta del dormitorio de ella estaba entreabierta y lo vió sobre su cama, con un ojo abierto y moviendo la cola como pidiéndole disculpas por la deserción. Paula estaba encogida por culpa del perrazo y él sonrió, encantado. Se lo merecía. Si hubiera justicia en el mundo, Simba se haría pis en la cama. Además, en aquella postura seguro que por la mañana se levantaría con tortícolis. Pedro suspiró. Aquella chica despertaba lo peor de él. Pero estaba acostumbrado al silencio, a la tranquilidad... Por supuesto, no era culpa suya estar allí. Cuanto antes le llevaran el colchón y la moqueta, antes se marcharía y lo dejaría en paz. Llamaría a la tienda por la mañana. A primera hora... 

Quédate Conmigo: Capítulo 17

 —¿Cuándo tienes que volver al hospital?


—Mañana —contestó Pedro, sin mirarla—. ¿Dónde vamos ahora?


Paula tenía razón. Debía ponerse un cabestrillo. Con tanto movimiento, el brazo le dolía cada vez más. Ella era más que capaz de llevar la consulta sola y, al final, Pedro llamó a un taxi para que lo llevara al hospital. Cuando volvió a casa, con el brazo sujeto por un buen cabestrillo de plástico, saludó a Simba intentando que no le saltara encima.


—No, no Simba... No te subas encima.


Afortunadamente, el perro pareció entender. Y también consiguió sacar el bote de analgésicos del bolsillo. Asombroso. Incluso pudo quitar la tapa. Aquel debía ser su día de suerte. Pedro tomó dos pastillas, dejó el bote sobre la mesa y se tumbó en el sofá, con Simba a sus pies. Se echaría una cabezadita...


—Hola, Paula. ¿Cómo estás?


Ella levantó la cabeza y sonrió al ver a Marcos Brayne, el socio de Pedro. 


—Bien, pero no sé dónde está Pedro. ¿Lo has visto?


—Fue al hospital y después se marchó a casa, creo —sonrió Marcos, poniendo una taza de té frente a ella—. Debes hacerlo muy bien para que te haya dejado sola.


—O le duele tanto el brazo que no podía soportarlo. Más bien será eso —sonrió Paula—. ¿No estará... O más bien estaremos de guardia esta noche?


—No. Has tenido suerte. Simon se encarga del turno de noche porque yo tengo una familia y Pedro tiene mucho trabajo en la granja.


—¿Qué hace en la granja?


—Pues... No sé, arregla vallas, pone maderas en el establo, arregla la casita en la que duermen los interinos. Siempre está ocupado. Ahora mismo, está cambiando el suelo, me parece.


Paula respiró, aliviada. Por un momento, había pensado que habría docenas de ovejas muertas de hambre... Ovejas que ella tendría que alimentar. No le importaban Simba y Frida. Incluso se había acostumbrado al piafar de Pegaso, pero las ovejas habrían sido demasiado. Era una pena que Pedro, que tanto trabajaba en la granja, no se hubiera dedicado a asfaltar el camino, pensó mientras volvía a casa. Cuando entró, lo encontró tumbado en el sofá. Simba la recibió moviendo la cola y acarició su cabezota antes de acercarse al «Bello durmiente». Aquella vez parecía curiosamente vulnerable. Le habían puesto un cabestrillo, aunque él había sacado el brazo y lo tenía apoyado sobre una bolsa de hielo. Obviamente, en el hospital le habían echado una bronca. O quizá el dolor le había hecho recuperar el sentido común. Fuera lo que fuera, estaba haciendo lo que debería haber hecho desde el primer día. Fue a la cocina y le dió la comida a Simba y Frida. Pero ella también estaba muerta de hambre. En la nevera encontró carne picada y un frasco de salsa boloñesa. En la alacena, una bolsa de pasta. Estupendo, solo tenía que mezclarlo todo. Quince minutos después fue a despertar a Pedro.


—La cena está lista —anunció.


Él se incorporó un poco y la miró con ojos turbios. 

martes, 25 de octubre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 16

 —Sí. Me mandó una foto y tiene una pinta estupenda. ¿Por qué no prueba, Carlos? Hacer cambios no es tan malo —sonrió Paula, cerrando el maletín.


—No te estamos diciendo lo mismo por coincidencia. Date una oportunidad, hombre.


—Lo sé, lo sé, tienen razón —murmuró Carlos, bajando la mirada.


—Pamela, a ver si un día me enseñas los geranios. No entiendo cómo a tí no se te mueren en invierno —dijo Pedro entonces.


Aquello sí que era increíble, pensó Paula, estupefacta. Le gustaba la jardinería.


—He guardado unas raíces para tí. Ven al invernadero —sonrió Pamela.


—Eres un ángel.


—Yo esperaré aquí —dijo Paula.


Carlos la miró entonces.


—Dímelo sin rodeos. ¿Después de la operación duele mucho?


—Mucho —contestó ella, con sinceridad—. Pero menos que otro infarto. Lo peor son las costillas, pero le pondrán un analgésico en vena y eso ayuda mucho. Mire, todos los pacientes que llevan un marcapasos se olvidan de la operación unas semanas más tarde. Eso no es lo importante.


El hombre asintió, nervioso.


—Es que me da miedo —le confesó—. No puedo decírselo a Pamela, pero es que no puedo soportar el dolor. Mi mujer quiere que me lo haga en una clínica privada porque es más rápido, pero yo no quiero. Y eso que tenemos un seguro médico muy bueno. Supongo que quiero esperar a ver si me muero y no tengo que pasar por eso. ¿Le parece raro?


Paula negó con la cabeza.


—Es normal. A la mayoría de la gente le da más miedo el dolor que la muerte. Pero no hay garantía de que muera de otro infarto y sí de que, si lo tuviera, sería muy difícil ponerle un marcapasos. Lo mejor es que vaya al cardiólogo.


—Es que... No puedo.


—Tiene que hacerlo, Carlos. Podrían hacerle un electrocardiograma para ver exactamente qué arterias son las que están obstruidas.


—Eso ya me lo han hecho. Pero no he ido a buscar los resultados. 


—Pues hágalo. Quizá podrían hacerle una angioplastia, en lugar de ponerle un marcapasos. Ya sabe lo que es, le instalan un catéter inflable en las válvulas del corazón. Es una intervención mucho menos dolorosa. Pero hasta que no vaya a buscar los resultados, no sabrá si eso sería bueno para usted.


Carlos asintió.


—Tiene razón. Gracias.


—De nada. Si tiene un ordenador, en Internet puede enterarse de cómo se realizan esas operaciones —sonrió Paula, levantándose—. Y espero que esta vez vaya a hablar con el cardiólogo. Tengan que ponerle un marcapasos o no, su vida será mejor. Piense en los años que ha trabajado para tirarlo ahora todo por la borda cuando podría estar disfrutando de la vida —añadió, mirando su reloj—. He de irme. Tengo un montón de pacientes que visitar. Es mi primer día.


—Y Pedro con los brazos rotos, ¿Eh? Aun así, es tan simpático como siempre. Cualquier otro, estaría gruñendo.


Paula casi se atragantó, pero no dijo nada. ¿Simpático? En ese momento, aparecieron Pedro y Pamela. Él llevaba dos pequeños tiestos sujetos con la escayola y ella tuvo que disimular la risa.


—¿Aprovechándote de los pacientes? —bromeó, mientras se dirigían al coche.


—Lo de los tiestos era una coartada. Pamela quería hablarme de su marido sin que él lo oyera. No quiere ir al cardiólogo.


—Me ha dicho que va a ir —dijo Paula—. Acabo de convencerlo... Bueno, creo que acabo de convencerlo. La única razón para no ir al cardiólogo es que tiene miedo al dolor. El pobre esperaba morirse para no tener que sufrir la operación, pero le he hablado de la angioplastia.


Pedro la miró, sorprendido.


—¿Tú crees que lo has convencido? 


—Casi seguro.


—Buena chica —sonrió él—. Una pena que no pueda operarse en una clínica privada. Sería más rápido, aunque me da rabia decirlo. Pero mejor no hablamos de ello.


—No, claro, no sea que estemos de acuerdo. Además, da igual. Carlos tiene un seguro médico privado.


Cuando Pedro intentaba entrar en el coche se le cayó uno de los tiestos, regando el asiento de tierra.


—No te atrevas a meter las baldosas sucias en mi coche —dijo ella entonces, irónica. 


—Lo siento.


—Yo no. Eres tú quien va a sentarse encima —rió Paula.


Mirándola con cara de pocos amigos, Pedro empezó a limpiar la tierra con la mano izquierda, pero el dolor lo hizo parar.


—Maldita sea...


—Estoy empezando a pensar que si vas a seguir sacándole tiestos a los pacientes, es mejor llevar el jeep.


Pedro entró en el coche con los dientes apretados. Paula le puso el cinturón de seguridad y él no se molestó en darle las gracias. Por supuesto. Cuando rozó su muslo con la mano, se puso un poco tenso. Interesante.


Quédate Conmigo: Capítulo 15

 —Porque era un inútil. Y no te metas conmigo, Pamela. Paula piensa que tengo una escoba guardada en el garaje.


—No, en el garaje tienes un tanque —replicó ella.


—Es un coche estupendo.


—Es enorme.


—Pues vamos a usarlo mañana. En tu coche no me caben las piernas.


—Pobrecito, qué pena.


Pamela los miró con curiosidad.


—Bienvenida a Bredford, Paula.


—Gracias —sonrió ella, reconfortada al saber que tenía a alguien de su lado.


Su paciente estaba sentado en un sillón, con el periódico en el regazo y una taza de café sobre la mesa.


—Hola, Carlos —lo saludó Pedro—. Disculpa que no te dé la mano, pero es que las tengo hechas polvo. Te presento a nuestra nueva interina, Paula Chaves.


—Encantada.


—Lo mismo digo —sonrió el hombre.


Paula sacó el estetoscopio del maletín y lo puso sobre el corazón de su paciente. Los latidos eran muy irregulares, pero sonaba con claridad. Claro que, sin un electrocardiograma, no podía decir mucho más.


—¿Qué tal estás? —le preguntó Pedro, mientras ella le tomaba la tensión.


—Bastante bien —contestó Carlos.


—Le duele el pecho —intervino su mujer.


—¿Cuando andas o cuando estás sentado?


—Por la noche. Cuando estoy en la cama.


—¿Y durante el día?


Carlos se encogió de hombros.


—Algunas veces.


—¿Estás tomando las pastillas que te mandé?


—Sí. 


—No —dijo Pamela.


—¿No las toma? —preguntó Pedro.


—No todos los días. A menos que yo insista.


—Y lo hace todo el tiempo —suspiró su marido—. Mira, no sé, Pedro, yo creo en el destino. Si me toca morirme, me moriré. No voy a estar todo el día tomando pastillas y haciendo dieta. Es como el chiste ese del médico que le dice a su paciente que no salga con mujeres, no beba y no coma carne. El paciente le dice: ¿Y para qué quiero vivir entonces?


Pedro sonrió.


—Yo nunca te diría que dejaras de salir con mujeres porque Pamela es estupenda. Pero sobre la bebida y la comida tienes que ser muy serio, Carlos. Si vas a ponerte un marcapasos, tienes que estar en forma.


—Ya, claro. Vas a decirme que no beba, que coma solo cosas verdes y que dé un paseo diario de cinco kilómetros, ¿No?


—Algo así. Y nada de café. Descafeinado a partir de ahora.


Paula le estaba tomando la tensión y tuvo que sonreír al ver la expresión de su paciente.


—¿Descafeinado? Prefiero morirme.


—Pues toma zumo de fruta o té sin teína.


—Té sin teína... —murmuró Carlos, con cara de asco.


—Y sin azúcar. Estoy intentando que vivas muchos años, amigo — insistió Pedro—. ¿Ya te han dado fecha para el marcapasos?


En los ojos del hombre apareció un brillo que a Lucie le pareció de miedo.


—Aún no. Se me ha olvidado pedirla.


—Un paciente al que traté hace unos meses era como usted — intervino Paula entonces—. Decía que no merecía la pena vivir. Pero después de que le pusieran el marcapasos se encontraba tan bien que se retiró, empezó a jugar al golf y ha perdido quince kilos. El otro día me escribió para decirme que estaba encantado y que su mujer y él lo pasaban de maravilla.


Carlos la miró, inseguro.


—¿De verdad se encuentra tan bien? 

Quédate Conmigo: Capítulo 14

 —No he dicho una palabra...


—¡Pero estás a punto!


Él apoyó la cabeza en el respaldo y la estudió cuidadosamente.


—¿Qué crees que has hecho mal esta mañana?


—¿Además de respirar? —replicó ella—. Me he pasado de tiempo con los pacientes.


—¿Qué más?


—Nada —contestó Paula, a la defensiva.


—Yo habría pedido un análisis de las flemas de Romina para estar seguro de que recetaba el antibiótico adecuado.


Tenía razón, tuvo que admitir Paula. Y lo habría hecho si no la hubiera puesto nerviosa tosiendo y mirando el reloj. Podría llamar a la enfermera y pedirle que...


—He llamado yo para pedir que le hicieran el análisis —siguió Pedro, como si hubiera leído sus pensamientos—. La familia Reid vive muy cerca de la clínica. ¿Qué más?


Paula se tragó la indignación y repasó la lista de pacientes.


—El hombre con la indigestión...


—El señor Gregory.


—¿Es obeso?


—Tiene un problema de peso. Su masa corporal es de 29.4, pero está intentando perder diez kilos. Seguramente por eso tiene una indigestión. Con las dietas y el cambio de hábitos alimenticios, suele pasar.


—Pues me hubiera gustado saber eso antes de la consulta. ¡Yo pensé que podría ser una angina de pecho y resulta que come demasiados pepinos!


Pedro apartó la mirada.


—Tienes razón. Es que he tomado tantos analgésicos que no puedo concentrarme.


Paula se quedó boquiabierta. ¿Una disculpa? ¿Pedro Alfonso se estaba disculpando? Increíble.


—Ya que estás, podrías disculparte por lo que me has dicho sobre limpiar las baldosas con la lengua —dijo ella, aprovechando la oportunidad.


Pedro sonrió. Una sonrisa muy peligrosa.


—De eso nada —dijo, abriendo la puerta—. Sal del coche o llegaremos tarde.


—¿Vas a contarme algo sobre este paciente o tengo que ir a ciegas?


—Tiene cincuenta y cinco años, ha sufrido un infarto y está en la lista de espera para un marcapasos, pero se niega a hacer dieta o ejercicio de ningún tipo. Yo lo examinaré si quieres.


—Pensé que yo iba a encargarme de tus pacientes.


—De este, no. Su mujer es encantadora y necesita mucho apoyo moral.


—¿Y yo no puedo dárselo?


—Yo la conozco hace años —replicó Pedro. 


—No tantos. ¿Cuántos años tienes? 


Él sonrió.


—Llevo seis años trabajando aquí. Pamela y yo hemos pasado juntos la menopausia y la conozco muy bien. Confía en mí.


Paula hizo una mueca muy poco femenina mientras salía del coche. Una mujer los esperaba en la puerta de la casa, sonriendo.


—Hola, Pamela —la saludó Pedro—. ¿Cómo va todo?


—¿Qué te ha pasado? Un brazo escayolado y el otro con una venda... ¿Qué has estado haciendo?


Pedro le contó la historia y le presentó a Paula.


—Menos mal que apareció. Aunque, en realidad, si ella no hubiera tenido que venir, yo no habría estado subido a una escalera y todo esto no me habría pasado. Así que, en realidad, es culpa suya.


—Sí, claro, échame a mí la culpa —rió Paula—. Además, si no recuerdo mal, estabas rescatando a tu gata.


—Paula está aquí haciendo el trabajo físico por mí —explicó él, cortando la discusión—. Es nuestra nueva interina.


—¿Ah, sí? Pobrecilla —sonrió Pamela—. Pedro es un negrero. El último interino salió corriendo. 

Quédate Conmigo: Capítulo 13

Iba a decir que no podían recetar antibióticos como si fueran aspirinas cuando Romina empezó a toser de nuevo. Era un tos con flemas.


—Ahí está la respuesta. Flemas. Tiene una infección en el pecho. No es anorexia, es un resfriado, así que necesita antibióticos.


La señora Reid la miró, escéptica.


—Creí que no les gustaba recetar antibióticos.


—Solo cuando es realmente necesario —sonrió Paula—. Y con esa tos, es necesario, se lo aseguro. Romina, tienes que tomarte toda la caja, beber muchos líquidos y descansar. Y después, a clase. ¿Terminas el instituto este año?


—El año que viene —contestó la chica—. Pero tengo que sacar buenas notas porque, si no, mi padre me mata. Es profesor.


—Ah, ya entiendo —suspiró Paula—. Mi padre también. Solía mirarme por encima de sus gafas, diciendo: «Este año no has sacado ningún sobresaliente». Y eso que yo estudiaba como una loca.


—Seguro que ahora está muy orgulloso de usted. Yo también quiero ser médico, pero no sé si soy suficientemente lista.


—Hay muchas cosas que hacer en el campo de la medicina. Eso ya lo verás más adelante cuando...


Pedro se aclaró la garganta. Estaba mirando el reloj de la pared y Paula recordó que no podía ponerse a charlar con los pacientes. Después de hacer un par de anotaciones en el informe, escribió la receta y las despidió amablemente. Y luego esperó la charla. Pero él no dijo nada.


—¿No vas a criticarme?


Él sonrió de oreja a oreja.


—Sí, pero más tarde. Tu próximo paciente ya ha tenido que esperar bastante.


Paula tuvo que aguantar las ganas de pegarle un puñetazo. 




Era la hora del almuerzo. Además de Romina, Paula había visto veinte pacientes más aquella mañana. Por la tarde, tenía que hacer visitas a domicilio y, como no conocía la zona, Pedro tuvo que ir con ella. Y como estaba ocupado dándole instrucciones para que no se perdiera por esas carreteras de Dios, no podía darle la lata diciendo: «Por qué no has hecho esto o lo otro con este paciente...». Lo cual era un alivio. Era su primer día y se sentía muy insegura. La verdad era que todo había ido bastante bien, aunque había pillado a Pedro levantando los ojos al cielo un par de veces. Y otras, mirando el reloj. Si hubiera podido escribir, seguro que habría anotado cada uno de sus traspiés. Pero no podía escribir.


—Toma ese camino hasta el final —le estaba diciendo en ese momento—. Es la última casa, la de color blanco.


Había dos casas al final. Y las dos blancas. Por supuesto, Paula estacionó frente a la casa que no era y no pudo evitar una carcajada cuando vió que Pedro levantaba los ojos al cielo. Irritado, fue a pasarse una mano por el pelo, pero se le olvidó que llevaba la escayola y se golpeó la frente con ella. Paula tuvo que contenerse para no soltar otra carcajada.


—Deberías llevar el brazo en cabestrillo.


—No me gusta. Me hace daño en el cuello.


—Pero se te va a hinchar la mano...


—Me da igual.


—¿Te da igual? Todo por no ponerte algún tipo de sujeción...


—Paula, es mi brazo. Si no quiero llevarlo en cabestrillo, no voy a llevarlo en cabestrillo. ¡Y no pienso dejar que una simple interina a la que estoy entrenando me dé la paliza!


—No soy una simple interina. Soy médico, igual que tú. Y lo que no entiendo es cómo te han dado a tí el puesto de médico instructor. Eres condescendiente, inflexible y criticón. 

jueves, 20 de octubre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 12

 —Tenía sed. ¿Quieres?


Ella sacó un vaso del armario, lo llenó de agua y se lo bebió de un trago. ¿Quién le había dicho dónde estaban los vasos?, se preguntó Pedro. Increíble, llevaba apenas unas horas allí y ya se portaba como si la casa fuera suya.


—¿Quieres seguir bebiendo directamente del cartón o te echo un poco de zumo en un vaso?


Pedro se lo pensó un momento.


—Vale.


Paula cortó bien la esquina y le sirvió un vaso de zumo con cara de pocos amigos.


—¿No tienes que ir al hospital?


—Sí.


—¿Nos vamos?


—Sí... Pero es que me he manchado la camisa de zumo.


—Pues ponte un jersey encima.


Paula lo ayudó a ponerse el jersey y después se dio la vuelta, muy digna.


—¿Vamos en tu coche?


Ella ni si quisiera se molestó en contestar. Pedro entró gruñendo en aquel coche que le parecía de juguete y ahogó una exclamación cuando ella tiró de la palanca para echar el asiento hacia atrás.


—¿Está cómodo el señor?


—Casi.


Paula metió la mitad del cuerpo dentro del coche para cerrar la puerta. Debería haberse puesto al otro lado, pensó, al notar que su pecho rozaba contra los muslos del hombre. Colorada, se echó hacia atrás, consciente de que Amanda los miraba desde el establo.


—Me parece que esa chica está colada por tí —dijo, mientras ponía el motor en marcha. 


—Ya lo sé —gruñó Pedro—. La pobre insistía en ayudarme, así que no he tenido más remedio que... Usarte a tí como coartada. Supongo que ahora te odia.


Paula soltó una carcajada y él sonrió... Bueno, no del todo, pero era casi una sonrisa. Quizá trabajar con él no iba a ser tan horrible.


—Ya conoces a Marcos —estaba diciendo Pedro—. Te presento a Karina y a Diego, médicos de guardia. Verónica y Gabriela, de recepción. Y ahora voy a presentarte a las enfermeras...


Paula intentaba recordar los nombres, aunque él no se lo ponía nada fácil. La clínica era como cualquier otra, pero había algunas diferencias. La clínica de Londres donde había hecho prácticas, por ejemplo, estaba instalada en una mansión victoriana, llena de escaleras y pasillos. Pero la de Bredford era muy moderna y, a pesar de estar en medio del campo, parecía perfectamente equipada. En realidad, había tenido suerte de encontrar plaza como interina en aquella clínica en medio de ninguna parte. O, al menos, esperaba haber tenido suerte. Después de las presentaciones, Pedro la llevó a su consulta.


—Me quedaré contigo durante unas semanas para echarte una mano y, cuando te encuentres cómoda, te dejaré sola. ¿De acuerdo?


Estupendo. Iba a trabajar con público. Y había pensado que conducir el jeep era difícil. Su primera paciente era una chica de quince años, cuya madre la había llevado porque «No le pasa nada, pero a mí no me cree». Así se presentó. Paula y Pedro intercambiaron una mirada.


—Hola, Romina —la saludó Paula, mirando el informe.


—Hola —dijo la chica, tosiendo convulsivamente.


—¿Qué te pasa?


—No le pasa nada —intervino su madre—. Debería haber ido al colegio, pero dice que no puede. Y ahora tiene los exámenes finales...


—¿Qué te pasa, Romina? —la interrumpió Paula.


—Que toso mucho.


—No come nada —siguió la madre—. Se va a morir de hambre... Yo creo que tiene anorexia y usa lo de la tos para no probar bocado. Pero si le receta unos antibióticos, se le pasará la tontería. Dígaselo usted, doctor Alfonso.


Pedro sonrió.


—La doctora Chaves es perfectamente capaz de hacer el diagnóstico, no se preocupe, señora Reid. Vamos a ver qué dice ella.


Paula se sintió como una larva bajo un microscopio. Aquello había sonado como un reto. 


Quédate Conmigo: Capítulo 11

¿Cómo iba a saber que no eran simples ladrillos? Ella no era albañil. «Al menos harías algo práctico con esa lengua tuya...». Lo que había que oír. Pedro llamó a Marcos, su socio, y le contó lo del accidente.


—¡No me digas! ¿Cómo te encuentras? —le preguntó su amigo, preocupado—. Voy a verte ahora mismo...


—Estoy bien, de verdad. Además, Paula está aquí.


—¿Paula?


—Paula Chaves, la nueva interina.


—Ah, Paula. ¿Cómo está?


Pedro apretó los dientes.


—Bien. Se ha apoderado de mi casa.


—Ah, me alegro. Tendrás que entrenarla para que atienda a tus pacientes... Supongo que puedes hacerlo, ¿No?


—No estoy seguro —admitió él, a regañadientes—. No puedo escribir, no puedo sujetar nada. Tengo que ir al hospital ahora mismo para que me vean otra vez.


—¿Quieres que vaya a buscarte?


Pedro se sintió tentado de decir que sí, pero por alguna perversa razón quería que lo llevase Paula. ¿Para qué?, se preguntó. ¿Para que lo torturase conduciendo como un kamikaze? ¿Para que lo volviera loco con su charla y sus risas? ¿O tendría algo que ver con los vaqueros ajustados y la curva de sus pechos bajo el jersey? Sería mejor pensar en otra cosa. 


—No hace falta. Paula me llevará.


Después de colgar, Pedro miró por la ventana. Podía verla en la distancia, sacando baldosas y metiéndolas en el coche. En el suyo, afortunadamente. Estaría furiosa, seguro. Y debería haber sido más amable con ella. Pero le dolían los brazos... Le dolían hasta las pestañas y se sentía frustrado por no poder hacer nada.


Media hora más tarde Paula volvió, llena de barro, y dejó las baldosas en el garaje. Parecía aún más enfadada que el día anterior y Pedro decidió prudentemente no decir nada.  Entonces llegó Amanda para montar a Pegaso, como hacía todas las mañanas. Pedro la vió charlar unos segundos con Paula en el patio e inmediatamente después correr hacia la casa. Oh, no, ella debía haberle contado lo del accidente. Amanda siempre estaba pendiente de él y aquello era justo lo que necesitaba para no dejarlo en paz.


—¡Pedro! ¿Qué te ha pasado? ¿Necesitas ayuda?


—Estoy bien, Amanda. Paula está cuidando de mí, no te preocupes.


Pedro vió algo parecido a los celos en los ojos de la joven.


—Yo puedo ayudarte. Al fin y al cabo, ella es una extraña...


—La verdad es que no —la interrumpió él. La idea de que Amanda estuviera todo el día encima de él le helaba la sangre en las venas—. Estoy bien, de verdad. Puedo mover la mano izquierda, ¿Ves?


Pedro levantó la mano y movió los dedos, escondiendo un gesto de dolor.


—Vale. Pero si necesitas algo, dímelo.


—Claro que sí.


—¿Esa chica va a quedarse en la casita? —preguntó Amanda entonces, desde la puerta.


Pedro se preguntó qué debía contestar. Y decidió hacer lo que le dictaba su negra conciencia.


—Pues... No. Duerme aquí, conmigo —contestó, haciéndole un guiño.


Amanda salió de la casa dando un portazo. Era una chica simpática y buena. Pero a él no le gustaba nada. Era un cerdo. Pedro tenía sed y el cartón de zumo de naranja se había terminado, así que tuvo que sacar uno nuevo de la nevera. Con unas tijeras, consiguió hacer un agujero en el cartón y después intentó llenar el vaso. Por supuesto, el zumo resbaló por el cartón y cayó sobre la repisa haciendo un charco. Esos malditos cartones pesaban demasiado, se dijo, sujetándolo con el brazo escayolado para llevárselo a la boca. Y en esa ridícula postura lo encontró Paula unos segundos después.


—¿No podías esperar? —le preguntó, levantando una ceja. 

Quédate Conmigo: Capítulo 10

 —Es un caballo, está en el establo.


Paula levantó los ojos al cielo.


—¿Dónde está el bote?


-Aquí.


—Estos no son los analgésicos que te ha dado el médico.


—Da igual.


—Pero si he dejado las pastillas al lado del vaso de agua...


Pedro cerró los ojos.


—Ya. Gracias.


—¿Tienes náuseas?


—Sí.


—Venga, te ayudaré a subir a la habitación. ¿Qué ha sido ese ruido, por cierto?


—El martillo.


—¿Y qué hacías con un martillo? ¿Ahora te vas a poner a hacer bricolaje?


Él hizo una mueca.


—Estaba intentando romper el bote, pero ni siquiera he podido sujetarlo. Se me ha caído en el fregadero.


—Vamos —dijo Paula, tomándolo por la cintura—. Te daré las pastillas para que puedas dormir un rato.


Aquella vez, Simba decidió meterse en la cama con ella. A Paula no le importó, todo lo contrario. Se sentía más segura con el perro durmiendo a sus pies... Aplastando sus pies en realidad. Por fin, más relajada, se quedó dormida. 


Pedro durmió hasta muy tarde y Paula aprovechó para ir a buscar su coche. Había dejado de llover y pensó que los ladrillos que había en la parte trasera del jeep le servirían de palanca, así que condujo con mucho cuidado justo por el centro de la carretera para no meterse en más líos.  Aunque le parecía un milagro, colocó los ladrillos en el agujero del infierno y consiguió sacar el coche. Aparentemente, el radiador no estaba roto. Después de comprobar que el motor funcionaba, ató una gruesa cuerda al parachoques, lo puso en punto muerto y lo arrastró hasta la casa. Se sentía tan orgullosa de sí misma que estaba a punto de explotar. Cuando entró en la casa para contarle a Pedro lo competente que era, él se había despertado y bajaba la escalera.


—¿Dónde te habías metido?


—He ido a buscar mi coche.


—¿Tú?


—Sí. He encontrado unos ladrillos en tu jeep y los he utilizado para levantar las ruedas.


—¿Ladrillos?


—Sí, ya sabes, esas cosas rojas con las que se hacen las casas. Pero, en lugar de rojos, eran amarillos.


—¿Amarillos? ¡Eran las baldosas que tenía guardadas para el suelo de la cocina! ¿Cuántas has utilizado?


Paula se encogió de hombros, avergonzada.


—No sé. Unas cuarenta o así.


—¡Cuarenta! —exclamó Pedro, furioso.


—Si quieres, voy a buscarlas. Solo habrá que limpiarlas un poco. Aunque, algunas se habrán roto, claro.


Él levantó los ojos al cielo.


—Estupendo. ¿Te importaría ir a buscar mis baldosas? Pero no las guardes en mi coche si están llenas de barro.


—¿Y qué quieres que haga? ¿Que las limpie con la lengua?


—Pues no sería mala idea. Al menos, harías algo práctico con esa lengua tuya —replicó él, dándose la vuelta.


Paula estuvo a punto de ponerse a gritar. Pero decidió no hacerlo. Después de tomar un montón de periódicos de la cocina, salió de la casa en busca de sus preciosas baldosas. 

Quédate Conmigo: Capítulo 9

 —Necesitas un poco de árnica —dijo, tocando sus costillas con delicadeza.


—Déjate de brujerías.


—Las comadronas usan árnica. Deberías abrir un poco tu mente — sonrió ella.


—Ya. 


—¿Duermes con pijama?


—No. Ya puedes irte. Yo me meteré en la cama.


—¿Y los calcetines?


—Puedo dormir con ellos.


—¿Sueles hacerlo?


—No —suspiró Pedro.


—Muy bien —dijo Paula, inclinándose para quitarle los calcetines.


Tenía unos pies muy bonitos, fuertes, grandes, con un poco de vello oscuro sobre el empeine.


—¿Puedo meterme en la cama, por favor?


Ella dejó la ropa sobre una silla, sonriendo para sí misma.


—He dejado el vaso de agua en la mesilla. ¿Puedes beber solo?


—Encontraré la forma de hacerlo.


—Muy bien. Yo estaré en la habitación de al lado. Grita si necesitas algo.


Paula se metió en la cama y miró por la ventana. La oscuridad era increíble, ni siquiera había estrellas. Entonces escuchó un ruido en el tejado y se tapó la cabeza con la sábana. No era nada, se dijo, asustada.


—Probablemente, será un ratón —murmuró, intentando que la imaginación, su mejor amiga, no le gastara una mala pasada. 


Pero aquella imaginación estaba transformando el ratón en una rata de proporciones gigantescas y tuvo que hacer un esfuerzo para sacar la cabeza de entre las sábanas. Tenía que aguzar el oído para comprobar que Pedro estaba bien. Ningún sonido salía de la habitación de al lado. De repente, escuchó una especie de gruñido diabólico. ¿Qué demonios era eso? Paula estuvo a punto de salir corriendo para meterse en la cama con Pedro. Pero no podía hacer eso. Fuera lo que fuera lo que gruñía, estaba al otro lado de la ventana, no en la habitación. No pasaba nada, se dijo. Repitiéndose aquella frase como un mantra, por fin se quedó dormida. 


Pedro creía que el efecto del analgésico que le habían puesto en el hospital le duraría toda la noche, pero le dolían mucho los brazos. Sobre todo, el derecho. Mareado, se sentó en la cama y bajó las piernas, intentando mantener el equilibrio. No sabía dónde había puesto Paula las pastillas, pero tenía analgésicos en el maletín. Bajó a la cocina e intentó abrir el maletín con la mano izquierda. Cuando por fin lo consiguió, después de mucho esfuerzo, se percató de que el tapón era de los que hay que abrir con ambas manos. Intentó abrirlo, sin éxito, y después decidió usar los dientes. Se colocó el bote en la boca e intentó quitar el tapón con la mano izquierda. El dolor le hizo soltar el bote inmediatamente. Imposible, no podía abrirlo. Simba se acercó a investigar, mirándolo con sus ojitos melancólicos.


—Hola, amiguete —sonrió Pedro. Hubiera deseado enterrar la cara en la cabeza del animal y ponerse a llorar.


Y entonces vió el martillo sobre el alfeizar de la ventana. 


¿Qué demonios estaba haciendo Pedro? Paula salió de su habitación a toda prisa. Llevaba un rato oyendo ruidos raros. Entonces escuchó un golpe tremendo y bajó las escaleras de dos en dos. Pedro estaba inclinado sobre el fregadero de la cocina.


—¿Pedro?


Él se volvió, pálido como un muerto.


—No puedo quitar el tapón —dijo, con los dientes apretados.


—Y, por supuesto, no se te ha ocurrido pedirme ayuda.


—No quería despertarte.


—¿Y no pensabas que esos golpes iban a despertarme? De todas formas, aquí no hay quien duerma —suspiró ella—. He oído un ratón corriendo por el tejado y luego un ruido rarísimo al otro lado de la ventana. Casi me muero del susto.


—Sería Pegaso.


—¿Pegaso? 

martes, 18 de octubre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 8

 —No tienes que estar despierto. Si alguien te vigila para que no entres en coma, puedes meterte en la cama con toda tranquilidad. ¿Se te ha olvidado que yo también soy médico? Estoy «Casi» cualificada para determinar si una persona está viva o muerta.


Pedro la miró por el rabillo del ojo. 


—Estoy bien, gracias.


Estaba fatal, pero Paula no pensaba discutir. Tomando la maleta, que había sacado del coche cuando volvían del hospital, subió la escalera y buscó su dormitorio. Después de hacer la cama, entró en el de Pedro y cambió las sábanas. Tenía que acostarse, le gustara o no. Y ella comprobaría que no entraba en coma, le gustara o no. 


Paula volvió al cuarto de estar y se colocó delante de él, con las manos en las caderas. Tenía los ojos cerrados y, sin querer, se fijó en sus largas pestañas oscuras. La mayoría de la gente tiene un aspecto inocente e infantil cuando duerme. Pero Pedro no. Él tenía un aspecto duro e implacable. Indestructible. Muy sexy. ¿Sexy? Paula volvió a mirarlo. Sí, era guapo. Si no fuera tan antipático. Tenía el pelo de color castaño, la nariz recta y aristocrática, los labios firmes y un mentón cuadrado. ¿Sexy? Desde luego. Y, además, tenía unos preciosos ojos grises. Demasiado penetrantes, pensó, preguntándose si alguna vez miraban a alguien con ternura. Probablemente no.


—¿Pedro?


Él abrió un ojo.


—¿Qué?


—Te he hecho la cama. ¿Quieres comer algo antes de irte a dormir?


—No. Me duele el estómago.


—¿Quieres agua? Te convendría beber mucha agua para limpiar el riñón.


—Lo sé. Dentro de un momento iré a la cocina. 


—¿Quieres un analgésico?


—No me hace falta.


—Bueno, voy a buscar un vaso de agua. Pero tienes que irte a la cama. Estarás más cómodo allí.


—¿Te ha dicho alguien que eres muy mandona?


—Muchas veces —contestó ella, sin inmutarse—. ¿Dónde duerme Simba?


—Supongo que esta noche dormirá frente a la chimenea. Normalmente, duerme delante de mi habitación.


Paula subió los analgésicos y después volvió por él, pero lo encontró en la escalera con cara de malas pulgas. Disimulando una sonrisa, lo dejó pasar y, cuando estuvo arriba, lo siguió hasta la habitación.


—¿Te ayudo?


—Puedo hacerlo solo.


—¿La camisa tiene botones?


—Sí —contestó él—. Pero puedo desabrochármela yo solito.


—¿Por qué no dejas que te ayude? —suspiró Paula.


Pedro miró la cama, confuso.


—Has cambiado las sábanas.


—Se duerme mejor con sábanas limpias. Venga, deja que te ayude, no seas cabezota.


Pedro decidió no discutir. No tenía fuerzas.


—Vale.


Con mucho cuidado, ella le quitó el jersey y después la camisa. Cuando Pedro estuvo desnudo de cintura para arriba lo miró, fascinada. Tenía un torso fuerte y musculoso... Y lleno de cardenales.


Quédate Conmigo: Capítulo 7

 —¿Cómo que está inhabitable?


Pedro suspiró, ahogando una maldición. Paula tuvo la impresión de que había estado a punto de levantar la mano para pasársela por el pelo. Solo que no podía. El pobre.


—Se han caído unas tejas. Eso es lo que estaba haciendo cuando me caí, intentar tapar el agujero del tejado.


—Me habías dicho que estabas intentando rescatar a tu gata.


Pedro suspiró de nuevo, irritado.


—Y es verdad... Pero eso da igual. El caso es que el colchón está mojado y la moqueta también, así que no puedes dormir aquí hasta que compre otro colchón y ponga moqueta nueva.


Tampoco era para tanto. Solo serían unos días, se dijo Paula. El pobre doctor Alfonso tenía un aspecto horrible. ¿No pensaba tomar algún analgésico? Seguramente, no. Era de esos hombres incapaces de reconocer que tienen problemas. Cabezota como una mula. Pedro miró hacia una puerta, con expresión angustiada.


—¿Necesitas algo? —preguntó Paula. 


—Voy al cuarto de baño.


Cuando ella se levantó de la silla, Pedro le lanzó una mirada que hubiera podido congelar el Atlántico.


—Ni se te ocurra.


Escondiendo una sonrisa, Paula volvió a sentarse y esperó pacientemente. Los botones, decidió Pedro, eran cosa del demonio. Solo Dios sabía quién había inventado los vaqueros con botones. Pero, desesperado, consiguió desabrocharlos. Cualquier cosa antes que pedirle ayuda a ella. Lo que no hizo fue volver a abrocharlos. No podía soportar el dolor en la muñeca. ¿Y ahora qué?, se preguntó. ¿Ir con la bragueta desabrochada o cambiarse de pantalón?  Pero los pantalones estaban en el piso de arriba y él estaba abajo. Le dolía la cabeza, estaba mareado y tenía ganas de vomitar otra vez. Intentó abrir el grifo, pero estaba muy apretado. Intentó con el otro. Tampoco. ¿Por qué apretaba tanto los grifos?, se preguntó, furioso. Pedro apoyó la cabeza sobre la pared y, al hacerlo, se le escapó un gemido. Le dolía todo. Si tuviera tres años, se habría puesto a berrear. Pero tenía treinta y tres y no pensaba darle a Paula Chaves el placer de verlo llorar.


—¿Pedro, te encuentras bien?


—Sí —contestó él, con los dientes apretados.


—He pensado que querrías ponerte un pantalón de deporte. Estarás más cómodo.


Pedro abrió la puerta como pudo y tomó los pantalones. Aquella mujer parecía leer sus pensamientos. No la miró a los ojos. No quería ver burla o, peor, compasión en ellos.


—Gracias. Eres muy amable, Paula —dijo ella, desde el pasillo—. De nada, de nada.


—Gracias —gruñó él.


Lo único que tenía que hacer era quitarse los zapatos y los vaqueros sin caerse de cabeza. Pedro tenía un aspecto horrible. Estaba pálido, tirando a gris, y parecía a punto de vomitar. Había tardado siglos en cambiarse de pantalones y estaba tumbado en el sofá mientras Paula intentaba encender la chimenea. Por fin, el tronco se prendió, seguramente de aburrimiento. Contenta, ella puso otro tronco encima para hacerle compañía. Simba también parecía contento y se tumbó frente al fuego con un suspiro.


—¿Por qué no te vas a la cama? —sugirió Paula, después de verlo luchar contra el sueño durante una hora.


—Tengo que permanecer despierto el mayor tiempo posible — contestó él—. No sé si recuerdas que tengo una pequeña conmoción cerebral —añadió, con tono condescendiente. 

Quédate Conmigo: Capítulo 6

Desde luego que se alegraba. Se alegraba mucho al saber que no tendría que depender de nadie para realizar... Sus funciones más básicas. Probablemente, le dolería mucho mover el brazo izquierdo, pero al menos no tendrían que escayolarlo.


—Esto te va a doler. Lo siento —le dijo el médico.


El procedimiento para reducir la fractura antes de escayolarle el brazo sí fue doloroso. Cuando el médico tiró para colocar los huesos en su sitio, Pedro tuvo que apretar los dientes para no lanzar un alarido. Pero el dolor lo hizo vomitar, y en lo único que podía pensar era que se alegraba de que Paula Chaves no estuviera allí, mirándolo.


—¿Ha terminado? —preguntó la enfermera.


Él asintió con la cabeza.


—Me parece que tienes una pequeña conmoción cerebral, así que creo que deberías quedarte aquí esta noche.


—No —dijo Pedro, intentando ignorar el tremendo dolor de cabeza—. Estoy bien. Quiero irme a casa.


—Cabezota, ¿Eh? —sonrió el médico, mirando la escayola—. Esperemos que el anestésico surta efecto, pero habrá que comprobar si se hincha por la noche. Si se te hincha otra vez la muñeca, habrá que escayolarla también. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—Sigo pensando que deberías dormir en el hospital esta noche, pero si tienes alguien que se quede contigo... Tú ya sabes lo que tienes que vigilar.


—Sí, claro.


Pedro llevaba años dando consejos a sus pacientes sobre los riesgos de una conmoción cerebral, pero nunca había pensado que le pasara a él. Al menos, su brazo derecho parecía a salvo con la escayola que iba desde los dedos al codo. Pero no podía moverlo en absoluto, así que iba a necesitar mucho el izquierdo durante las próximas semanas.


—Voy a recetarte algo fuerte para el dolor. No tomes más de cuatro pastillas al día —le recordó el médico.


Pedro no pensaba tomarlas, pero no dijo nada. Él mismo podría recetárselas el lunes cuando fuera a la consulta y... ¿Cómo iba a trabajar con un brazo escayolado y el otro sujeto por una venda de cinc? Estupendo. Lucie empezaba sus seis meses de prácticas el lunes y él era el único médico de la clínica cualificado para ser su instructor. Suspiró. Tendría que encargarse de sus pacientes mientras él la supervisaba. Pero tendría que llevarlo en el coche para hacer las visitas... ¡Horror! Entonces recordó que tenía que cambiar el colchón y la moqueta. No podía domir en la casita hasta que hubiera comprado un colchón nuevo. Estupendo. Tendría que dormir en su casa durante unos días. Los menos posibles, desde luego. A él no le gustaba compartir casa con nadie. Y menos con una impertinente como Paula Chaves.


Paula estaba aburrida. Había leído todas las revistas, estudiado todos los panfletos informativos y paseado por todos los pasillos. ¿Cuánto tiempo se tarda en poner una escayola? En ese momento, apareció una enfermera.


—¿Doctora Chaves?


¡Por fin! Paula se levantó de un salto.


—¿Qué tal está?


—Un poco gruñón. A los hombres no les gusta perder su independencia. Pero ya puede irse a casa.


Paula la siguió hasta una de las consultas y allí estaba Pedro, sentado en una silla de ruedas, con un aspecto lamentable.


—Siento que hayas tenido que esperar tanto tiempo.


—No pasa nada. ¿Quieres que te lleve en la silla hasta el coche?


—Iré andando —dijo Pedro.


Ella miró a la enfermera, pero la mujer se encogió de hombros. Un hombre testarudo y difícil, pensó Paula con una sonrisa. Iban a ser seis meses muy interesantes. 

Quédate Conmigo: Capítulo 5

 —Pon la palanca en la P —le indicó él, desde el suelo—. Y el freno de mano —añadió, como si no se fiara.


Paula iba a replicar, pero cuando pisó el freno, el jeep seguía moviéndose.


—Esto no funciona.


—Pon el freno de mano.


—Ya lo he puesto.


—Pues vuelve a ponerlo —exclamó él, exasperado—. Podrías haber dado marcha atrás para quedar más cerca.


—No puedo dar marcha atrás. Es muy complicado —dijo Paula, bajando del jeep.


—Podrías haber llamado a una ambulancia.


—Puede que tenga que hacerlo. Mi coche está en medio de la carretera.


—Yo tengo una cuerda. Podríamos tirar de él.


—¿Podríamos? —repitió ella, mirándolo de arriba abajo—. No creo.


—Bueno, ya nos preocuparemos de eso más tarde. Ahora llévame al hospital —dijo Pedro, con los dientes apretados.


Paula lo ayudó a levantarse, tarea nada fácil porque era un hombre muy alto.


—¿Estás bien?


—De maravilla —contestó él, irónico—. Abre la puerta.


—¿Por favor?


—Por favor.


—Ah, bueno.


—No te pases —murmuró Pedro.


Paula abrió la puerta e intentó ayudarlo a subir, pero él, obstinado, quería subir solo. Por supuesto, no podía hacerlo sin brazos y, al final, tuvo que empujarlo. Pedro apretó los dientes y, cuando por fin estuvo en el asiento, dejó caer la cabeza en el respaldo. Debía dolerle muchísimo, pero no dijo nada.


—No hace falta que me pongas el cinturón. 


Paula cerró la puerta y dió la vuelta al jeep, preguntándose cómo, en aquellas circunstancias, podía haberse fijado en lo duro que era el cuerpo de aquel hombre. Su espalda, su trasero... Pero decidió que aquellos pensamientos eran muy inapropiados y se colocó tras el volante, preguntándose cómo iba a dar marcha atrás a aquel jeep que parecía un tanque. ¿Cómo podía ser tan tonta?, se preguntaba Pedro. ¿Cómo una mujer que había terminado la carrera de medicina no era capaz de conducir un coche automático? Ella arrancó, movió el jeep un metro, se le caló, volvió a arrancarlo, se metió en un bache...


—¿Vas a sacarme de aquí o no, guapa?


—Oye, conmigo no te pongas tonto. Si el camino estuviera asfaltado, esto no pasaría.


Qué respondona, pensó Pedro.


—Intenta llevar el jeep hacia el centro —le dijo, con los dientes apretados.


Pero en el centro del camino también había baches y cada salto lo hacía ver las estrellas. Tenía que tumbarse, tenía que tomar algo para el dolor. Tenía que morirse, pensó. Pero lo que no necesitaba era viajar en un jeep con aquella asesina.


—Ahí está mi coche —anunció Paula.


—Ten cuidado. No te choques con él, por Dios.


Afortunadamente, consiguieron pasar sin llevarse el parachoques y Paula siguió metiendo alegremente las ruedas del jeep en todos y cada uno de los baches del camino. Solo le quedaban un par de kilómetros, pensó Pedro, en agonía. Solo un poco más...


—Sí, es una fractura limpia del radio. En cuanto al brazo izquierdo, afortunadamente solo es un esguince. Deberías alegrarte.


—Y me alegro. 

jueves, 13 de octubre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 4

 —Apóyese un poco en el lado izquierdo para que pueda meter la mano.


—Tenga cuidado —le advirtió él, sin saber bien a qué se refería.


Paula metió la mano en el bolsillo, disculpándose por la incómoda maniobra, y Pedro cerró los ojos, preguntándose cuánto tiempo podría aguantar sin avergonzarse a sí mismo, con aquellos dedos largos y finos moviéndose tan cerca de...


—¡Ya está! —exclamó ella, victoriosa, moviendo las llaves delante de su nariz.


—En la casa hay un perro. No es peligroso, pero si sale se me tirará encima y es justo lo que menos falta me hace.


—Lo meteré en una habitación. ¿Dónde puedo encontrar un pañuelo?


—En mi dormitorio. Los pañuelos están en uno de los cajones de la cómoda. Y el perro se llama Simba.


Mientras ella se alejaba, Pedro se preguntó cómo, con lo que estaba sufriendo, podía fijarse en aquel culito tan apretado... Debía estar perdiendo la cabeza.


Paula entró en la casa y saludó a Simba, una cosa negra y peluda con ojos melancólicos y unos colmillos que podrían partir a un hombre por la mitad. Pero esperaba que su personalidad estuviera más en los ojos.


—Hola, Simba. Siéntate —le ordenó. Para su asombro, el animal se sentó, moviendo la cola—. Buen chico —sonrió, acariciando su cabezota. Simba se acercó a la puerta y empezó a rascarla con la pata—. Lo siento, pero no puedes salir. Ha habido un accidente.


Después, buscó el dormitorio y encontró dos pañuelos de buen tamaño que servirían de cabestrillo. Cuando volvió a salir, el doctor Alfonso tenía los ojos cerrados y estaba muy pálido.


—¿Doctor Alfonso?


—Pedro —murmuró él, abriendo los ojos—. Paula, quítame el reloj. Me duele mucho.


Ella lo hizo, pero no podía sacárselo porque la mano también estaba hinchada. El reloj se había parado dos horas antes. ¿Tanto tiempo llevaba tirado allí? Probablemente. Paula intentó moverle el brazo derecho con toda la delicadeza posible, pero, aun así, él emitió un gemido de dolor. Después, colocó un pañuelo sujetando el brazo izquierdo un poco más bajo para que no se rozaran.


—Ahora tengo que llevarte al hospital. ¿Alguna idea?


—¿Teletransportación? —sugirió Pedro, irónico.


Tenía sentido del humor, pensó Paula, admirada. En aquellas circunstancias, no todo el mundo tendría sentido del humor.


—¿Tienes coche?


—Sí. Está detrás del granero. Las llaves están puestas.


—¿Tienes seguro a terceros?


—Si tienes más de dieciocho años, estás cubierta.


—Claro que tengo más de dieciocho años —replicó ella, alejándose—. Qué idiota. Sabe perfectamente la edad que tengo.


Cuando dió la vuelta al granero, vió un jeep enorme. Gigantesco, más bien. Ella nunca había conducido algo tan grande y tendría que hacerlo con cuidado para no dar botes. Con público, además. Qué día... Paula subió al jeep y cuando buscó las marchas y no las encontró, bajó y volvió a dar la vuelta a la casa, exasperada.


—Es automático —le dijo, como si estuviera acusándolo de un crimen.


—Así es más fácil de conducir.


—Es que yo estoy acostumbrada a conducir con marchas.


—Solo tienes que pisar el acelerador y poner la palanca en la D. Arranca solo.


—Ya.


Paula volvió al jeep e hizo lo que Pedro le había pedido. Puso la palanca en la D y pisó el acelerador. El jeep dió un salto y ella, asustada, pisó el freno. Aquella cosa se movía sin tocarla. Por fin, consiguió arrancar sin causar una catástrofe y se acercó a Pedro todo lo que pudo. Pero cuando llegó a su lado, no sabía muy bien cómo parar. 

Quédate Conmigo: Capítulo 3

«Por favor, no dejes que tenga los dos brazos rotos», rezó mentalmente, desesperado, pensando en todas las cosas que no podría hacer con los brazos rotos... Cosas muy personales. ¿Estaría Dios intentando darle una lección para que sintiera piedad por sus pacientes? ¿Dándole un conocimiento personal de su sufrimiento? ¿O le estaría gastando una broma pesada? ¿Dónde estaba Paula Chaves? Marcos, su socio, había quedado tan encantado con ella después de la entrevista que Pedro tenía grandes esperanzas. Pero si sus habilidades médicas eran como su habilidad para llegar a tiempo a los sitios, pobres de sus pacientes. Y él iba a ser el primero. Simba estaba ladrando dentro de la casa. ¿Habría oído a alguien por el camino? Quizá era Paula. No oía ningún coche, pero escuchó algo... Pasos. Pasos rápidos por la carretera. En ese momento, vió a una mujer. Pequeña, empapada y con cara de pocos amigos, la joven se acercó a él como si quisiera matarlo.


—¿La carretera tiene algunos baches? —le espetó, con las manos en las caderas. Pedro abrió la boca, pero ella no tenía ganas de charlar—. ¿Algunos baches? Mí coche se ha quedado atascado en un agujero que debe tener setenta metros de profundidad. Paula Chaves, desde luego.


—Mire...


—Seguro que se ha roto el radiador —siguió ella, furiosa—. ¡Estoy calada hasta los huesos! ¡En este sitio dejado de la mano de Dios no funciona el móvil y lo único que usted sabe hacer es quedarse ahí tirado, con cara de idiota!


Ella levantó un pie y, por un momento, Pedro pensó que iba a darle una patada. Afortunadamente, solo golpeó el suelo, levantando una nube de barro.


—¿No va a decir nada? Al menos, podía levantarse y abrirme la puerta. ¡Estoy helada de frío! 


Era preciosa, pensó Pedro, con esa melena rizada y... El humo saliéndole por las orejas. Tenía unos ojos verdes que, en circunstancias normales, cuando no despidieran rayos y centellas, debían ser preciosos. Y sus labios... Tenía unos labios generosos y húmedos que imaginó besándolo por todas partes para curarle las heridas... Sorprendido, sacudió la cabeza. ¿En qué estaba pensando?


—Llega tarde. Ayúdeme.


Ella lo miró, boquiabierta.


—¿Perdón?


—Me he caído de la escalera y creo que me he roto los brazos. ¿Le importa echarme una mano?


Los ojos verdes se llenaron de horror.


—¿Y por qué no me lo ha dicho en lugar de que darse ahí sentado como un tonto?


—No me ha dejado meter baza —replicó él.


Paula pareció desinflarse.


—Perdone, no sabía... ¿Qué se ha roto?


—El radio del brazo derecho y seguramente la muñeca del izquierdo. Ah, también creo que sufro una pequeña conmoción cerebral y me duelen mucho las piernas, pero creo que puedo moverlas. Por lo demás, estoy como una rosa.


Paula se puso en cuclillas para examinarlo, con los húmedos rizos rozando su cara.


—¿Puedo echar un vistazo?


—No toque nada —le advirtió Pedro, con los dientes apretados.


Ella lo examinó durante unos segundos, sin apenas tocarlo.


—Necesito algo que le sujete los brazos. ¿Tiene un pañuelo en la casa?


—Sí, pero las llaves están en el bolsillo de mipantalón.


—¿En qué bolsillo? —murmuró Lucie, mirando los ajustados vaqueros.


—En el derecho. 

Quédate Conmigo: Capítulo 2

La muñeca se le estaba hinchando y si seguía haciéndolo el reloj le cortaría la circulación. Estupendo. Pedro cerró los ojos y apoyó la cabeza en el suelo. Tendría que esperar a que llegase Paula Chaves para que lo sacara del apuro. Tenía algo clavado en la espalda, una piedra seguramente, pero no podía moverse. Si fuera un filósofo, agradecería el dolor porque era prueba de que estaba vivo. Pero no era filósofo y, en aquel momento, no le habría importado mucho estar muerto. Y entonces, como si la situación no fuera ya horriblemente desesperada, sintió las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su cara...



Paula llegaba tarde. Siempre llegaba tarde, pero aquella vez había sido culpa de Iván y su absurdo interrogatorio. Él sabía que tenía que hacerlo, sabía que, como médico, debía hacer prácticas y sabía que era algo temporal. Las prácticas eran algo temporal, pero la ruptura con Iván era definitiva. Aunque ella esperaba que sus prácticas en Bredford durasen lo menos posible. Seis meses como máximo. Eso, junto con los seis meses que había trabajado como médico de guardia, sería suficiente, y podría volver a Londres para incorporarse a un gran hospital. Por supuesto, no tenía por qué irse al campo. Podría haber encontrado una clínica en Londres, pero la verdad era que había aceptado para alejarse de Iván. Aquella relación no tenía sentido y se lo había dicho. De todas las maneras posibles. Incluso había tenido que ser grosera con él. «No soy tuya. Vete. Déjame en paz». Iván había entendido por fin. O, al menos, había parecido entender porque salió de su coche dando un portazo y se perdió entre el tráfico de la populosa calle Fullham. Paró el coche en el arcén y echó un vistazo al mapa. Estaba lloviendo, por supuesto, y no estaba segura de si había tomado la carretera que debía tomar.


—La salida de High Comer y luego el desvío a la derecha — murmuró, mirando el camino de tierra. 



¿Sería aquello? Pero iba a una granja, así que seguramente no se había equivocado. Con un suspiro de resignación, volvió a arrancar. La carretera, además de no estar asfaltada, tenía muchos baches. ¿Baches? Socavones, más bien. De repente, el coche se quedó atascado en uno de ellos, uno que parecía llegar hasta las Antípodas. Paula dió marcha atrás, pero las ruedas no se movían. Frustrada, salió del coche y se metió en un charco. Hasta las rodillas. ¡Cuando viera al doctor Alfonso iba a decirle un par de cosas! Subiéndose el cuello de la cazadora, decidió ir andando. La granja no podía estar muy lejos. Asumiendo, claro, que no se hubiera equivocado de salida en la autopista.


—Mira el lado bueno, Paula. Podría estar nevando —se dijo a sí misma. Diez segundos después, un copo de nieve se aplastaba contra su nariz—. ¡No era una sugerencia! —gritó, levantándose aún más el cuello de la cazadora.


En cuanto viera al doctor, «La carretera tiene algunos baches», Alfonso iba a matarlo.





Llegaba tarde. Qué típico de las mujeres, pensaba Pedro. Cuando más se las necesitaba, llegaban tarde. Pensó de nuevo en levantarse, pero el dolor que experimentaba cada vez que movía un músculo lo hizo desistir. Además, tenía las llaves de la casa en el bolsillo del pantalón y no podría sacarlas. De modo que se sentó como pudo, apoyado en la pared, y esperó. Echando humo. Frida le hacía compañía. Frida, la causante de la tragedia. Debería haber sabido que la maldita gata era perfectamente capaz de bajar sola del tejado. Si hubiera pensado un poco, se habría dado cuenta de que podía haber saltado al techo de la leñera y, desde allí, al suelo. Seguramente, así era como había subido. Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Había dejado de llover y un diminuto rayo de sol estaba dándole en la cara. Típico de abril: Lluvia, nieve y luego sol. Y vuelta a empezar. El sol le haría bien. Quizá así podría dejar de temblar de forma incontrolable. Estaba conmocionado por las fracturas. Desde luego, el brazo derecho estaba roto y la muñeca izquierda seguía hinchándose. La correa del reloj se le clavaba en la carne e intentó romperla con los dientes, pero el dolor que le producía era tan grande que no merecía la pena. 

Quédate Conmigo: Capítulo 1

 —¡Ah, no!


Pedro se pasó la mano por el pelo, mirando incrédulo la mancha. Cuando levantó la cabeza hacia el techo comprobó que justo sobre el colchón, un colchón nuevo, había una enorme gotera. Estupendo. Debía haber una teja suelta en el tejado y, con su característica mala suerte, había sido el mes de marzo más húmedo del siglo. Y, además, olía a humedad. Probablemente no solo había calado el colchón, sino la moqueta que había debajo de la cama. Murmurando algo que su abuela no habría entendido, salió de la habitación dando un portazo. Antes de que nadie pudiera usar aquella casa, tendría que comprar un colchón nuevo, otro, y cambiar la moqueta. Y la nueva inquilina, la doctora Paula Chaves, llegaría en menos de dos horas. Cuando miró desde el patio comprobó que no se había equivocado. Allí estaban, o mejor dicho no estaban, las tejas que debían tapar el tejado. Mascullando una maldición, entró en el garaje y sacó un par de tejas que conservaba para casos de emergencia. Cuando se subió a la escalera para tapar el agujero, se encontró a Frida, su gata siamesa, llorando amargamente en el tejado.


—¿Cómo has subido hasta aquí? —le preguntó, enfadado.


—Miau —maulló la gata.


—Ven aquí, anda —murmuró Pedro, mirando su reloj. Le quedaba una hora y media antes de que llegara la doctora Compton. La gatita no dejaba de maullar, asustada—. ¡Acércate! —exclamó, alargando el brazo.


La escalera se movió hacia la derecha y Pedro la estabilizó sujetándose al borde del tejado. Después, volvió a estirar los brazos todo lo posible para agarrar a Frida, que parecía estar sufriendo un ataque de pánico, y entonces sintió que la escalera se movía de nuevo. Pedro se sujetó como pudo y rezó, pero Dios debía andar ocupado en otras cosas o había decidido darle una lección. Fue como ver una película a cámara lenta. La escalera se inclinó hacia un lado y, aunque él intentó sujetarla, no fue capaz de hacerlo. «Lo que me faltaba», pensó. Y entonces se golpeó contra el suelo. Le dolía todo. La cabeza, las piernas, las costillas... Pero lo que más le dolía eran los brazos. Apoyó la frente en el suelo, pero se apartó enseguida, buscando un pedazo de sí mismo que no estuviera dolorido. Cuando pudo hacerlo, respiró profundamente, intentando llevar oxígeno a sus pulmones. Esperaba que pasara el dolor, pero era un hombre realista. Cinco minutos después, con la respiración normalizada, decidió que no estaba muerto. Afortunadamente. En ese momento, la gatita empezó a frotarse contra él.


—Te voy a matar —susurró—. En cuanto descubra cómo puedo salir de esta.


Frida se sentó a su lado y empezó a lamerse las patitas, como si el asunto no fuera con ella. Pedro decidió ignorarla. Tenía problemas más importantes que vengarse de una frívola gata. Se movió un poco, pero le dolía mucho el brazo izquierdo. Probó con otra postura... No, el derecho le dolía aún más. ¿Las rodillas? Mejor. Y los hombros también estaban intactos. Si pudiera rodar sobre su estómago... Lanzó una maldición que habría matado a su abuela de un infarto y se quedó de espaldas. La primera fase había sido completada. Lo único que tenía que hacer era levantarse y llamar a una ambulancia. ¡Ja! Al levantar la cabeza, tuvo que ahogar un gemido de dolor. Y cuando se miró el brazo derecho, colocado en una postura imposible, se dió cuenta de que estaba roto. ¿Y el izquierdo? 

Quédate Conmigo: Sinopsis

Se suponía que Pedro Alfonso tenía que enseñar a la doctora Paula Chaves cómo ser un buen médico de cabecera. Sin embargo, allí estaba él con los dos brazos heridos y teniendo que valerse de ella para hacer hasta lo más insignificante. Esa mujer estaba consiguiendo acabar con su tranquilidad y con su dignidad. Y, para colmo, ¡Era preciosa, amable e inteligente... El tipo de mujer con el que siempre había soñado...!


Paula decidió salvar de sí mismo a aquel pobre gruñón. Salvar al doctor Alfonso se había convertido en un desafío personal. 

martes, 11 de octubre de 2022

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 53

 —Al parecer, ése es tu efecto sobre las mujeres. ¿Cómo te enteraste de que eras hijo de Alberto?


—Carolina me lo dijo sin quererlo. Cuando era niño, un día me mandaron de vuelta a casa porque había un brote de paperas en el colegio. Sonia dijo que años atrás había contagiado las paperas a mi padre y entonces Carolina, comentó que era imposible, porque de haber sido así, nunca habrían tenido que cargar con un hermano como yo, un mocoso pesado. La verdad es que entonces no entendí bien de qué hablaban; pero cuando fui mayor todo cobró sentido. Comprendí por qué mi madre solía dejarme en la oficina con Alberto cuando iba de compras a la ciudad. Por qué él se interesaba tanto por mí. Por qué quiso que yo solucionara los problemas de la empresa.


—Al menos en eso acertó.


—¿Crees que habría aprobado mi gestión?


—A decir verdad, no creo que se preocupara demasiado por nada más que de sí mismo. Pero si cuenta para algo, tienes mi aprobación.


—Cuenta para todo —dijo al tiempo que atraía su cabeza hacia sí—. Tú eres todo mi mundo y nada más importa. Verás, pienso mantenerme como consejero provisional de Coronel mientras el personal me necesite. Además, te tendrán a tí como asesora. Creo que estarán bien.


—Tú eres el que está muy bien.


—¿Lo suficiente como para que respondas la gran pregunta?


Paula miró su anillo y luego a él.


—¿Cuánto tiempo puedes esperar?


—Lo que haga falta. ¿Cuánto más? —le preguntó Pedro.


—Espera hasta Navidad. Y entonces pregúntamelo en la capilla junto a la casa solariega. Pregúntamelo ante tus padres, tus hermanas, sus maridos, sus hijos, y Gustavo y Daniela sentados en esos bancos antiguos. Pregúntame allí si quiero aceptarte como mi legítimo esposo, con todas las personas que conocemos y amamos como testigos. Entonces te daré mi respuesta, Pedro.


—¿Ése es el trato?


—Ése es el trato.


—¿Y mientras tanto?


—Mientras tanto iremos a Nueva York, señor pez gordo de la banca. 



No nevaba, pero todo estaba blanco, cubierto de escarcha. Los colores eran brillantes, claros y centelleantes. Las campanas repicaban alegremente y las voces del coro elevaban al cielo un canto de esperanza, de un nuevo comienzo. Paula llegó en la silla de ruedas hasta la puerta de la iglesia, pero en el atrio tomó las muletas de manos de Daniela y se alzó sobre sus pies. Había estado practicando durante semanas, cuando Pedro se encontraba en la oficina. Y la noche anterior había practicado en la iglesia, acompañada de Daniela. Por él, más que por ella, en ese día tan especial iba a demostrar todo lo que era capaz de hacer. Daniela acomodó la pesada túnica de terciopelo crema que le caía desde lo hombros y cubría los aparatos ortopédicos de las piernas. En cuanto al cabello... Había pensado en extensiones de modo que pareciera largo; pero ya no era la chica de entonces. En cambio, su pelo muy corto estaba adornado con mechas doradas, púrpuras y rosa, tal como lo exigía la ocasión.


—¿Lista? —preguntó Daniela, siempre a su lado. Su amiga, su apoyo.


—Lista —afirmó al tiempo que asentía ligeramente con la cabeza en dirección al sacristán, que hizo una seña a alguien invisible.


Y la música empezó a sonar. Lenta y majestuosamente, triunfante, paso a paso, Paula empezó a avanzar utilizando las caderas para mover las piernas una después de la otra, balanceando su peso en ellas, haciendo una pausa, reanudando los pasos. Seguramente sería la marcha nupcial más lenta de la Historia, pero Pedro era el más paciente de los novios. Su sonrisa estimulaba cada uno de sus pasos por la nave y su premio fue que pudo permanecer sobre sus pies y mirarlo a la cara mientras pronunciaba los votos de amor y lealtad hacia él durante el resto de su vida.   






FIN

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 52

 —Sí. Una de las niñas enfermó de paperas y se la contagió al padre. Así fue como acabaron sus sueños de tener un heredero, muchos años antes de que Pedro viniera al mundo. Tal era su deseo de un hijo varón que estuvo muy agradecido a Alberto por el favor que le había hecho. Por lo demás, es un secreto que se ha mantenido dentro de la familia. Parece que Pedro ha heredado lo mejor de ambos. El encanto y temperamento artístico de Alberto y, del hombre que lo educó como un hijo propio, el sentido del honor y lealtad hasta la muerte.


—¿Y Brenda?


—¿Esa ramera? Cuando se enteró de que Pedro verdaderamente no quería aceptar el título nobiliario, se mostró tal como realmente era. Mi hijo me pidió que le dijera por qué se negaba a aceptarlo.


—¿Y usted rehusó hacerlo?


—Si un título importa más que un hombre... —dijo mientras movía la cabeza de un lado a otro—. Naturalmente que Pedro no lo vió de esa manera. El amor es ciego —declaró al tiempo que tomaba la mano de Paula entre las suyas—. Ve con él, Paula. Hazlo feliz. Lo merece —dijo antes de levantarse y besarla en la mejilla—. Intenta persuadirlo para que venga a casa en Navidad. Lo echo mucho de menos. ¿Quieres que le diga que se acerque?


—No, gracias, necesito estar un rato a solas.


Pero el caso fue que no tuvo tiempo para reflexionar. Uno de los niños que jugaba a la orilla del lago perdió el equilibrio y se hundió en el agua. Sin detenerse a pensar, Paula quitó el freno a la silla, que se precipitó a la orilla, y entonces se lanzó al agua. Alcanzó a agarrar al pequeño cuando se hundía en las turbias ciénagas del fondo y lo sacó a la superficie.


—Diles que no armen tanto escándalo. Y no permitas que ese fotógrafo... —alcanzó a exclamar antes de sentir el fogonazo en la cara—. ¡No! Estoy cubierta de barro. No quiero fotografías en los periódicos locales.


—¿Sólo locales? Ya verás los titulares, Paula: «La amante de un vizconde se lanza al rescate de un niño». Estuviste magnífica —dijo Pedro antes de besarla. Entonces sintieron otro fogonazo de luz—. Cásate conmigo. 


—Deberías pensarlo antes de proponer a una chica algo como eso cuando todavía está bajo los efectos de una conmoción. Porque puede que lo acepte —observó, todavía temblorosa.


—Dame tu mano —pidió él. Ella alzó la mano derecha—. No, la otra—Pedro sacó una sortija del bolsillo sin hacer caso de la dotación sanitaria, los aliviados padres del niño y la mitad del público que había ido a la fiesta y que los giraba con curiosidad—. Llévalo mientras piensas en la respuesta.


La piedra era un diamante amarillo rodeado de pequeños diamantes blancos. Paula alzó los ojos.


—Pedro, es hermoso.


—No tanto como tú.


Y alguien, tal vez el fotógrafo, gritó:


—¡Vamos, lady, béselo!


—No soy lady —murmuró antes de besar a Pedro.



El domingo por la mañana, Pedro preparó té y un montón de tostadas. Luego puso todo en una bandeja junto con los periódicos y fue a la cama. Ambos aparecían en la portada de al menos dos de los periódicos.


—¿Qué hacías en la fiesta? —preguntó Paula después de tirar los periódicos al suelo—. Se suponía que debías estar en una reunión con algunas personas interesadas en comprar la empresa Coronet.


—Cancelé la reunión. Verás, de pronto me dí cuenta de que la empresa no es mía y de que no me corresponde tomar esa iniciativa.


En ese instante, Paula supo que la decisión de Pedro tenía sentido. Coronet pertenecía a Leticia y al personal que había trabajado largos años para Alberto.


—¿Y que va a pasar entonces?


—Voy a organizar las cosas de modo que el personal pueda adquirir la empresa. Cada uno podrá comprar una cantidad de acciones de acuerdo a los años trabajados en la compañía, de modo que el control quedará en manos de Leticia. En las dos últimas semanas ha rejuvenecido, ¿No te parece? 

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 51

 —Papá es un tanto anticuado. Siempre llama a Pedro por su título y mi hermanito se sube por las paredes.


—¿Has hablado de un título?


—¿No te lo ha dicho?


—Parece que no. Pero no te preocupes, lo hará —respondió Paula, con una de sus características sonrisas.



La carretera estaba atestada de vehículos con gente que intentaba escapar a la playa durante el fin de semana. Cuando Pedro finalmente llegó a la fiesta supo que sería demasiado tarde para hacer algo más que recoger los fragmentos. Había que intentar convencer a Paula de que el asunto no tenía importancia. Ya había perdido a una mujer a causa de un título nobiliario que él no deseaba. Debió habérselo contado cuando le habló de Brenda. Había tenido la intención de contárselo, pero cuando estaba a punto de hacerlo ese día, apareció Guillermo junto al coche. Sabía que con Paula las cosas funcionaban diciendo la verdad. Toda la verdad. La vió mucho antes de que ella lo viera a él. Paula estaba haciendo el boceto de una niña rubia. Mientras su mano trabajaba rápidamente, no dejaba de charlar con ella y la pequeña reía encantada. Y al entregar la pintura acabada a la feliz madre fue cuando lo vió.


—En media hora más voy a tomar un descanso —le dijo mientras otro pequeño se sentaba en el taburete—. ¿Por qué no consigues unos bocadillos y hacemos un pequeño picnic? —sugirió con una suave sonrisa que engañó a los curiosos, pero no a Pedro.


—Estaré en el lago.


Pedro se sentó en un banco no lejos de un par de niños que jugaban a la orilla del agua. Tras lo que le pareció una eternidad, Paula detuvo la silla junto a él.


—Te he contado todo —empezó de inmediato, con suma frialdad—. Cosas mías que ni siquiera Daniela las sabe. A nadie le conté el detalle del teléfono móvil en el momento del accidente... —Paula se detuvo y lo miró con los ojos cargados de lágrimas iracundas.


—Paula... 


—Te abrí mi corazón.


De repente, Pedro supo cómo hacer para que lo escuchara.


—¿Por qué?


—¿Por qué, qué?


—¿Por qué me lo contaste? —preguntó secamente, porque sabía que la amabilidad no daría resultado en ese momento—. ¿Qué había en mí que te impulsó a desnudarme tu alma? Dímelo.


—¿Y eso importa?


—Claro que importa, porque de lo contrario no lo habrías mencionado. Me contaste cómo ocurrió el accidente con la esperanza de que me alejara de tí.


—¡No!


—¡Admítelo! Querías que pensara mal de tí, igual que tú haces.


—¡Bastardo! No me dijiste nada. Antes de conocerte, sólo sabía que eras un pez gordo de la banca de Nueva York. Y eso es todo lo que sé ahora.


—¿De veras? —preguntó mientras le tomaba la mano, que ella trató de liberar sin éxito—. Sabes que no es cierto. No, Paula, así no funcionan las cosas entre nosotros, ahora ni nunca. Por tanto, te ruego que no conviertas esto en un gran drama para evitar enfrentarte a la aterradora decisión acerca de nuestro futuro culpándome por algo que no es tan importante.


—Yo...


—¿O quieres volver a la seguridad de tu pequeño departamento en el jardín viajando dos veces por semana a la piscina local? —la interrumpió, sin misericordia—. ¿Quieres pasar el resto de tu vida echando un tiento verbal a los hombres que rondan cerca de tu silla de ruedas? Son lances que te asustan demasiado como para pasar a la etapa siguiente, ¿Verdad? ¿Eres una sirena o un ratón?


Paula intentó hablar, pero su boca se negaba a hacerlo.


—Yo... —alcanzó a murmurar finalmente, antes de que Pedro volviera a interrumpirla.


—Te amo, Paula. Eres una mujer maravillosa y fuerte y quiero pasar el resto de mi vida descubriéndote. Quiero que seas mi esposa.


—No puedes —replicó, con las lágrimas corriendo por sus mejillas—. Vas a ser conde. Vas a desear tener hijos. 


—No. Puedo hacer cualquier cosa con un título nobiliario, menos rechazarlo. Pero puedo rechazar el condado. No quiero tener hijos obligados a perpetuar un sistema jerárquico anticuado, Paula —dijo de rodillas ante ella—. Escúchame. Sólo te quiero a tí.


—¿Por qué no me dijiste lo de tu título nobiliario? —le preguntó Paula.


—Vete, Pedro —se oyó una voz junto a ellos. Al levantar la vista, Pedro descubrió que era su madre—. Quiero hablar con Paula.


—Puedo arreglármelas solo —replicó el hijo, fríamente.


—Lo sé, pero esto te lo debo. Déjame ayudarte. Por favor —urgió con una mirada implorante.


Pedro llevó la mano de Paula a sus labios y, tras vocalizar un silencioso «Te quiero», se puso de pie y se alejó.


—¿Puedo sentarme, Paula? —preguntó ella. A Paula no le pareció cortés recordarle que era su banco y que podía hacer todo lo que quisiera en su propiedad, así que se limitó a asentir—. Gracias —dijo la madre antes de guardar silencio un instante—. El mismo Pedro debería haberte dicho esto, pero sé que no lo hará —prosiguió, finalmente—. Me desprecia, pero nunca me traicionaría. Esa cualidad la heredó de mi marido. El honor, el deber.


—Es cierto —convino Paula, sin saber de qué hablaba la mujer.


—Ya que Pedro no me habla si puede evitarlo, me he enterado por mis hijas que está enamorado de tí. De hecho, acabo de ver que sus labios te lo decían. Ésa es la razón que me lleva a confiarte lo que él no hará. Pedro no es el legítimo heredero de mi marido. En el pasado tuve una aventura sentimental. Mi matrimonio pasaba por malos momentos y busqué alivio en alguien que conocía desde mucho tiempo atrás. No me estoy justificando, pero quiero que sepas que me desprecio a mí misma por haber sido tan débil. Mi único consuelo fue Pedro.


—Él es... —balbuceó Paula, aturdida—. Pero se parecen tanto... Alberto. Alberto era el padre de Pedro, ¿Verdad?


—Veo que has oído hablar de él. Era primo de mi marido y eran tan parecidos que parecían mellizos. Y en cuanto al temperamento, absolutamente diferentes.


—¿Su marido lo sabe? 

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 50

 —Todavía he de encontrar un comprador para la empresa. No será tan fácil. Pero está bien; me da tiempo para convencerte de que deberías ir a Nueva York conmigo. Mi piso está bien adaptado para una silla de ruedas.


Paula frunció el ceño mientras intentaba recordar lo que él le había contado de su casa.


—¿Y qué hay de la escalera en espiral para subir al dormitorio?


—Pondremos un ascensor.


—Pero...


Él la hizo callar con un beso tan prolongado que ella olvidó lo que iba a decir. Y cuando lo recordó, su blusa ya estaba en el suelo.


—No...


—¿No quieres que te quite la ropa?


—Sí, pero...


—Entonces todo lo demás puede esperar. Tienes meses para descubrir todas las razones que te impiden marcharte de Londres. Y yo dispongo de meses para descartarlas.


—No, Pedro, tienes que escuchar.


—Y lo haré. Pero no ahora. Todo lo que quiero es oírte decir «Sí» — dijo mientras la besaba apasionadamente.




Mientras Pedro observaba a Gustavo jugar con su hijastro en el jardín, intentó analizar lo que sentía. Lo único que nunca había deseado era un hijo. Pero en ese momento supo que eso era irrelevante. Lo que más importaba era la mujer. Todo el resto quedaba en manos de Dios. Tendría que hablar con Paula al respecto, pero primero había tenido que aclarar sus propios sentimientos. Ya era tiempo de decirle muchas cosas. Pero ella no estaba allí. Nicolás lo vió primero y luego Gustavo alzó la vista.


—¡Pedro! Si buscas a Paula, has llegado con una hora de retraso.


—¿Sabes cuándo volverá?


—Me atrevería a decir que llegará bastante tarde. Cuando la ví cargar el coche me dijo que pasarías la jornada reunido con un posible comprador. ¿Cómo te ha ido? 


—No ha habido reunión. Decidí que prefería pasar junto a mi chica este sábado tan bonito. ¿Dices que ha cargado el coche?


—Sí, con el material de dibujo. Sabes que hace pequeños retratos de niños, como el de Nicolás que viste en mi oficina. Realmente buenos. Parece que Sonia la llamó para pedirle que los hiciera durante la fiesta.


A Pedro se le heló la sangre. Paula había ido a la fiesta del verano en la casa familiar. Era un evento anual con el fin de recaudar fondos para cubrir las necesidades de la localidad.


—Pídele a Daniela que la localice en su móvil, por favor. Y dile que intente hacerla volver.


—No hay la menor posibilidad. Incluso antes de que fuera ilegal, ella nunca conecta el teléfono móvil cuando va en su coche.


-No. Desde luego que no. 




-Carolina y Luciana están en la casa con nuestros padres. Llévame hasta la entrada y cumpliremos con las formalidades.


—¿Formalidades?


—Luciana y Carolina quieren conocerte —dijo Sonia, y al ver la expresión de Paula, le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. No te asustes. Te prometo que no son tan malas como Pedro las pinta. Luego te mostraré dónde te hemos instalado. Ha sido una amabilidad por tu parte, no sabes lo difícil que es encontrar nuevas atracciones para los niños todos los años. Sé que vas a tener mucho éxito, aunque no tienes que trabajar todo el tiempo. Llámame por el móvil si necesitas algo o si hace falta que te rescate de los curiosos.


—¿Curiosos?


—Todo el mundo quiere conocerte. Quieren echar una mirada a la chica del hijo y heredero.


—Pero ellos ignoran mi existencia.


—Has estado aquí con Pedro. En el campo, los forasteros no pasan inadvertidos, y la gente de la localidad no tarda en sacar conclusiones. ¡Papá! —gritó Sonia de pronto al tiempo que se asomaba por la ventanilla.


El hombre que se acercaba desde la casa solariega era alto y distinguido, sorprendentemente parecido a Pedro. Estaba claro que era el padre.


—Papá, ésta es Paula, una amiga de Pedro.


—Encantado de conocerte, querida. ¿Ha venido Grafton contigo?


—No —respondió Sonia—. Paula ha venido sola. En este momento la iba a llevar a conocer al resto de la familia.


—Luciana ha bajado al lago a hacer la guardia —informó el padre—. Siempre algún idiota se cae al agua. Carolina se encuentra en el puesto de primeros auxilios y tu madre está con el actor que va a inaugurar la fiesta.


Cuando se hubo marchado, Paula miró a Sonia.


—¿Quién es Grafton?


Sonia se encogió de hombros. 

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 49

Más tarde, Pedro, apoyado en un codo, veló su sueño mientras recordaba que al conocerla había pensado que era una mujer de un tono indeterminado. Pardusco. Ella abrió los ojos. Sus adorables ojos de color ámbar.


—Eres hermosa, Paula —murmuró antes de besarla.


Y entonces, ella le sonrió. Con una sonrisa auténtica. Atrás había quedado aquella sonrisa defensiva que utilizaba para ocultar sus auténticos sentimientos.


—No quiero dejarte —dijo Pedro ante la puerta de la casa de Paula. Tras besarla, apoyó la frente en la de ella—. Ven conmigo.


Se habían quedado en la casa de campo hasta el domingo por la tarde. Habían conversado, comido lo que Pedro había llevado, habían nadado y habían hecho el amor. La verdad era que Paula había llevado casi todo el peso de la conversación; sin embargo, él le había preguntado lo que necesitaba saber, de modo que al marcharse sabía lo esencial respecto a ella. Sus padres mal avenidos y separados, el colegio, la universidad... Pero ella se negó a acompañarlo a su casa porque necesitaba reflexionar sobre lo que había sucedido, ponerlo en un contexto, volver un poco a su antigua vida. Y Pedro necesitaba concentrarse en su estrategia para convencer al comprador mayorista de que, incluso sin Alberto al mando de la empresa, Coronel todavía era una marca pujante. Leticia había organizado una exposición en el vestíbulo de la oficina con un despliegue de todos los artículos de la nueva gama. Mientras seguía a Pedro a un paso de distancia, él se movía de un puesto a otro tocando los artículos, en otro puesto desplazó unos que tapaban parte del friso con el abecedario y luego quitó una imaginaria mancha de polvo del equipo informático instalado para producir tarjetas personalizadas con las letras del alfabeto.


—La gama Botanicals tiene muy buen aspecto —comentó en tono de aprobación, y luego dirigió una mirada ceñuda a Las Hadas del Bosque, que todavía estaban allí, aunque ya no en primera fila.


Luego se paró en seco al ver una reimpresión de las primeras tarjetas que fabricó la empresa para ayudar a los compañeros de Alberto en la Escuela de Arte.


—¿Qué hacen estas tarjetas aquí?


—No quise decírtelo hasta tener todos los permisos por escrito. Me puse en contacto con todos los artistas. Eran amigos de Alberto y todos saben lo que le deben —explicó, con una amplia sonrisa—. Hemos acordado hacer una tirada limitada, porque así estimulamos la demanda; El veinticinco por ciento se venderá en tiendas independientes. Ya hemos colocado la mitad de esta tirada.


—Sí que te has movido. ¿Hubo más acuerdos?


—Sí. Se va a crear un fondo para jóvenes promesas de la Escuela de Arte en nombre de Alberto. Confieso que fue idea mía. Y, sin excepción, los artistas acordaron que podríamos utilizar las ganancias de las ventas para el fondo.


—Eso está muy bien, Leticia. ¿Y nosotros ganaremos algún dinero?


—No tanto como con el resto de la gama —admitió—. En cambio, conseguiremos una publicidad que el dinero no puede comprar, especialmente ahora que la Universidad está de acuerdo en cooperar. El próximo año sacaremos al mercado una gama de productos hechos por artistas noveles. Para el próximo otoño, me han prometido un amplio reportaje en uno de los suplementos dominicales. Artículos sobre Alberto, sobre la empresa, sobre los artistas de vanguardia de entonces...


—¿El próximo otoño? Bueno, es fantástico. ¿Qué puedo decir? Has hecho un trabajo sorprendente, Leticia.


—El mérito hay que dárselo a quien le corresponde. Paula, detrás de ellos, negó con la cabeza y Pedro se volvió a mirarla, como si hubiera percibido algo.


—Bueno, creo que lo que Leticia quiere decir es que todo se debe a tí, Pedro. Si no te hubieras tomado el tiempo y la molestia de sanear la empresa, no habría ocurrido nada de esto. Y ahora te toca ir a la batalla. Ofrécele al comprador un almuerzo suculento para que se anime a hacer una gran compra.


Pedro sonrió.


—Nos toca ir a nosotros, señora.



—Todavía no puedo creerlo —dijo Pedro más tarde, acomodados en el sofá de Paula—. Toda la tensión que hemos pasado para que el tipo nos dijera que redoblaría el pedido del año pasado de la gama completa de Las Hadas del Bosque. Me habría gustado verlo más positivo respecto a las tarjetas personalizadas basadas en tu abecedario.


—En todo caso, me pareció muy prometedor que preguntara si era posible hacer una línea diversa de artículos de producción programada.


—Tienes razón, solamente lo deseaba por tí —dijo al tiempo que le acariciaba la cabeza, apoyada en su hombro.


—Es posible que en sus grandes tiendas primero exhiban los artículos de producción programada a modo de tanteo. Por otra parte, la reproducción de las tarjetas originales fue una estupenda idea de Leticia. Hizo un buen trabajo, Pedro.


—Con tu ayuda.


—No te preocupes, te mandaré una nota con mis honorarios —dijo sonriendo—. A este paso estarás en Nueva York antes de que te des cuenta —añadió, a sabiendas de que era un tema que debían encarar.


—No tengo prisa.


—Tu vida está allí, Pedro. El rescate de Coronet siempre fue una diversión menor.