–¿Qué diablos estás intentando hacer?
Paula se volvió al oír a Pedro. Rocky se escabulló de entre sus brazos y se alejó. Ella gruñó de pura desesperación.
–Estoy intentando subirla a La Bestia para llevarla al veterinario –dijo señalando el todoterreno–, pero no hay manera. Y si vas a burlarte diciendo que manda más ella que yo, te pondré varitas de merluza para cenar.
Pedro levantó las manos.
–No iba a burlarme. Y te iba a proponer que hicieras un soufflé de queso; te he dejado la receta en la encimera de la cocina.
–Ah. ¿Hace falta algún ingrediente que no tengamos?
–No, pero necesitarás estos para otras recetas que pienso darte en los siguientes días –dijo Pedro, tendiéndole una lista. Luego se volvió y llamó a Rocky chasqueando los dedos–. ¡Ven, bonita!
La perra acudió de inmediato, y Paula frunció el ceño cuando Pedro le dijo «¡Arriba!», dando unas palmadas en el asiento trasero del vehículo y Rocky saltó y se echó allí sin protestar.
–Ya está –dijo volviéndose hacia ella–. Bueno, pues hasta luego.
Pero apenas echó a andar cuando Rocky se bajó del todoterreno y lo siguió. Paula carraspeó y Pedro se volvió.
–No, Rocky –dijo sacudiendo la cabeza–. Tienes que ir con Paula, venga.
Esa vez, cuando la perra hubo subido al vehículo, Pedro cerró la puerta, pero nada más darse la vuelta empezó a aullar de un modo lastimero.
–No llores, preciosa –dijo Paula, metiendo el brazo por la ventanilla para darle unas palmaditas–. No pasa nada.
Pero Rocky siguió gimiendo y aullando. Paula se giró hacia Pedro.
–Está preñada, y supongo que igual que pasa con una mujer embarazada, no le conviene estresarse.
Pedro se encogió de hombros.
–¿Y qué esperas que haga yo?
–Bueno, creo que es evidente.
–¿El qué?
–Que vas a tener que venir con nosotras.
El rostro de Pedro se ensombreció. No quería que lo viera la gente.
–Eso es imposible.
Paula se quedó mirándolo, suspiró, y abrió la puerta para que Rocky bajara. La perra saltó aliviada del vehículo.
–Lo siento, preciosa –murmuró Paula, alargando la mano para acariciarla.
El animal se apartó, yendo a refugiarse junto a Pedro, y a Paula le entraron ganas de llorar.
–¿Qué estás haciendo? –le preguntó él.
Paula sacudió la cabeza.
–No voy a hacerle pasar un mal trago en su estado –respondió–. Podría hacerse daño, o tener un aborto, y no quiero ser responsable de eso.
Pasó junto a Pedro, en dirección a la casa, intentando mantener la cabeza alta.
–Pero… Pero… –balbució él.
Paula se detuvo y se volvió, pero él no dijo nada.
–¿Estás esperando que me meta contigo? Porque si es eso lo que estás esperando, vas a tener que esperar bastante. Ya eres mayorcito, Pedro. Tú sabes lo que está bien y lo que está mal –le espetó Paula–. Voy a reservar mis energías para cuando me marche y tenga que bregar no solo con Rocky sino también con los cachorros.
Con lo que se había encariñado con Pedro eso sería aún más traumático para Rocky, se dijo, y ese pensamiento la hizo sentirse aún peor.
–No puedes llevártela –murmuró Pedro, yendo tras ella cuando echó a andar de nuevo hacia la casa–. Este sitio le encanta y… Mira, Paula, sé que es injusto, pero se ha formado un vínculo muy fuerte entre nosotros. Yo no pretendía que pasase, pero… Hagamos un trato: Tú te quedas con los cachorros y Rocky se queda aquí conmigo. Te prometo que la cuidaré.
–¿Que la cuidarás? –le espetó Paula parándose en seco y volviéndose hacia él. Sus ojos relampagueaban–. ¡Si no eres capaz siquiera de llevarla al veterinario! Bajo mi conciencia no puedo dejarla aquí, por más que te adore y a mí apenas me tolere.
Pedro dió un paso atrás y apretó los labios.
–No sé por qué esperaba algo más de tí –añadió Paula–. Ni siquiera fuiste capaz de visitar a tu hermano cuando estuvo en el hospital.
Pedro se quedó de piedra, pero Paula no retiró sus palabras. Era evidente que no había sitio en su vida para la compasión, ni para el cariño o la responsabilidad hacia su hermano. Lo copaba todo ese sentimiento de culpa que él mismo había fabricado. Ella se dió la vuelta y entró en la casa, sin saber por qué le dolía tanto el corazón.
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